Capítulo I: Tres grandes amigos. Tres grandes alpinistas. Tres grandes destinos

En 1939, cuando se inició en Europa la Segunda Guerra Mundial, tres muchachos franceses se hicieron grandes amigos al amparo de las montañas. Y a las montañas dedicaron los tres sus vidas.

Uno de ellos, había nacido en 1921 en una antigua casa señorial situada en los alrededores de Grenoble, en el seno de una familia algo acomodada, con unos padres muy activos aunque parece que no muy compenetrados. El chico, llamado Lionel, era fuerte como su padre, y sensible como su madre. Lo primero que había visto al abrir los ojos fueron montañas, las montañas de los alrededores de Grenoble y aunque en principio nadie le inculcó el alpinismo, indudablemente le llevarían pronto a dar paseos por ellas en verano y, desde muy pequeño, iba a esquiar en invierno. A los doce años su madre le llevó una temporada a Chamonix y desde entonces su espíritu ya no se separó de las altas montañas de los Alpes. Empezó marchando y trepando con chicos como él, o mayores que él, por los macizos alpinos y fue aprendiendo técnicas más o menos correctas, a la vez que convencía, o se dejaba convencer, por chicas para salir a hacer escaladas facilonas. Se dedicó con gran fuerza al esquí y pronto fue un buen esquiador, naturalmente de acuerdo con los estilos y el material de la época. Pero, por el contrario, en algo tenía que dejar de aplicar esfuerzos y este algo fueron los estudios. Leyó, eso sí, algunos libros clásicos de alpinismo del momento y fue buscando nuevas escaladas en los pre-Alpes empezando por las más próximas, y más tarde ya se aventuró en las cercanas a la zona del Mont Blanc. Antes de los veinte años, cuando su país había sufrido un gran desastre y estaba ocupado por las tropas alemanas, él había ingresado en una organización llamada «Jeunesse et Montagne», un cuerpo de jóvenes voluntarios donde se activaba el ejercicio de la montaña aunque con un velado sentido patriótico que se mantenía algo camuflado ante los ojos de los soldados alemanes presentes en toda Francia. Lionel ya no se separaría de las montañas, fueran estas altas o bajas, impulsado siempre por una adhesión sentimental aunque de momento no podía pensar todavía en el profesionalismo.

Fue en aquellos albores de «Jeunesse et Montagne» cuando conoció a otros chicos con edad y disposiciones parecidas a las suyas.

Allí había un muchacho que se llamaba Gaston, con cara de buen chico, que hablaba muy lenta y categóricamente con un fuerte acento marsellés. Por las mismas razones semi-patriotas, semi-alpinistas de Lionel, este se había alistado en «Jeunesse et Montagne» y fue destinado a una base cercana a la de Lionel. Gaston tenía una cierta experiencia alpina aunque su práctica no provenía de los Alpes sino precisamente de la orilla del Mediterráneo porque en su tierra, en las Calanques de Marsella, ya había efectuado bastante escalada en roca, en lugares donde la rotundidad de lo vertical era sublime. Pero además, antes de conocer a sus amigos de «Jeunesse et Montagne», Gaston ya había hecho algunas escaladas en los Alpes y hablaba de ello como de algo magnífico, máxime en aquellos tiempos de privaciones a causa de la guerra y a la terrible ocupación extranjera, tiempos en los cuales no era fácil trasladarse libremente por el país. Gaston presumía de haber adquirido alguna cultura alpinista procedente de libros italianos y suizos y, naturalmente, franceses y por ello podía hablar con convencido conocimiento de otros macizos más lejanos: las Dolomitas, los Alpes de Baviera y los de Austria, como si fueran propios estos lugares, a la vez que nombraba apellidos célebres como los Dimai, Comici, Paul Preuss y Winkler, que ya no le eran desconocidos.

Lionel Terray.

Gaston Rébuffat. Guía y amigo.

Lionel y Gaston se hicieron buenos amigos y, aunque no estaban en el mismo centro, se veían a menudo y concordaban en ideas y en la misma pasión por la montaña. Tan amigos se hicieron que al primer permiso que obtuvieron, en vez de ir a ver a sus familias, se fueron a intentar la escalada de la cara oeste del Olan en el macizo de Les Ècrins. Pero tenían el tiempo muy justo y, con los parcos sistemas de transporte del momento, y la dificultad intrínseca de lo que deseaban hacer, no pudieron cumplir sus planes. Tuvieron que escalar algo más cercano: Les Trois Pucelles por el Couloir Grange, que les pareció demasiado fácil. De todas maneras, esta salida les podía haber ocasionado además algunos problemas no técnicos, ya que retornaron a su base más tarde de lo previsto. El jefe les tenía que castigar pero como este era también alpinista, en cuanto le contaron las causas del retraso se suavizó y, aunque les felicitó en voz baja, les ordenó en voz alta que como castigo, fueran a cortarse el pelo… aunque, otra vez en voz baja, añadió que sólo se lo dejaran algo más corto de lo normal. La guerra prosiguió y Francia seguía aplastada bajo los alemanes, pero la humillación iba reaccionando de manera que buena parte de la juventud del país se emboscaba en las zonas montañosas y así la propia «Jeunesse et Montagne» se fue convirtiendo en nidos de la resistencia.

En los Alpes franceses había fuerzas alemanas pero con el paso del tiempo, estas iban siendo menos consistentes porque los frentes más comprometidos reclamaban muchos hombres. En los últimos tiempos de la guerra empezó a funcionar, ya reorganizada, la Escuela Militar de Alta Montaña en Chamonix, donde Gaston y Lionel entraron como instructores. Empezaron a llevar a sus alumnos a ejercitarse por cumbres más o menos fáciles. Cuando llegaba el fin de semana y les daban permiso, ellos seguían sin ir a sus casas y, sin dejar las cuerdas ni la mochila, persistían haciendo escaladas por su cuenta, cada vez más difíciles. Así, los dos, hicieron entre otras ascensiones, la primera al Dent du Requin y hasta tuvieron ocasión de conocer y moverse con un veterano maestro del alpinismo: Armand Charlet.

Un día, al retorno de una de estas salidas, coincidieron con quien sería el tercer amigo. Este era de su misma edad y les detuvo a la salida de la estación.

—¿Vosotros no estabais en Jeunesse et Montagne? Yo también estuve y creo que os he visto alguna vez. Me llamo Louis.

Louis iba muy mal arreglado, vestido con prendas de obrero, aunque este factor no quería decir nada en aquellos tiempos de guerra y de penuria. Les habló de amigos comunes y de cosas que había hecho en Jeunesse et Montagne.

Gaston le habló de sus actividades y de su importancia, mientras que Lionel, más llano, le invitó a una cerveza, que el otro aceptó al momento. El nuevo amigo ahora ya no estaba en servicio activo; se había casado con una chica suiza, de Lausanne, y vivían con su niño recién nacido en Annecy. Hablaron de los todavía duros tiempos, aunque, afortunadamente, ya se preveía que estaba finalizando la guerra, mas los momentos actuales seguían siendo difíciles. Louis les confesó que no tenía casi equipo pues, estando económicamente muy débil, ni siquiera disponía de unas botas claveteadas para marchar por la montaña, a pesar de que él, precisamente estaba aprendiendo a trabajar como zapatero.

Los demás quedaron en facilitarle algo de material de montaña y concretaron hacer alguna ascensión juntos. Realmente, hicieron más de una salida, todas buenas y cada vez mejores. Como estaban más o menos en la misma zona, ya no dejaron de verse y de ser cada vez más amigos.

Estos tres muchachos ya nunca dejaron de ser buenos amigos. Dada su afición y también su calidad, pronto fueron ingresando, uno tras otro, en la compañía de guías de Chamonix, siendo los primeros guías admitidos por esta compañía sin ser nacidos en Chamonix o en el valle, algo que hasta la época era condición imprescindible. Y los tres llegaron a ser alpinistas muy famosos.

Lionel era Lionel Terray. Gaston era Gaston Rébuffat. Y Louis era Louis Lachenal. Tres símbolos de la amistad, de la montaña y de una de las épocas más florecientes del alpinismo francés.

Pero ello no les iba a librar de morir jóvenes y muy injustamente, dada su condición de grandes alpinistas.

De entre los tres, fue Louis Lachenal, el zapatero, el que más pronto sería considerado como el alpinista mejor dotado. En la montaña escalaba muy rápido y cuando se juntaba con Lionel Terray, formaban una cordada que recibía el apodo de «La locomotora de los Alpes». Durante cinco años, desde 1945 a 1950, darían mucho que hablar y se admiraba todo cuanto hacían. Lachenal entró muy pronto como profesor en la «Union Nationale des Clubs de Montagne», entidad preparativa de la posterior «Ecole d’Alpinisme et d’Ski», que entonces estaba en un viejo caserón del pueblo de Les Bossons, algo más abajo de Chamonix, y por allí solía pasar todas las tardes Lionel Terray para hablar de futuros planes con su amigo Louis. Su primer planteamiento lo centraron en la Cara Norte de Les Grandes Jorasses, precisamente la arista de la Pointe Walker, la cual había costado mucho de conquistar en los años treinta y que por causa de la guerra no se había repetido. Empezaron a pensar y calcular, concluyendo que era necesario realizar un ataque rápido, siendo importante para ello el llevar poco peso: alambicando mucho, llegaron a pensar que podrían quedar sólo 10 Kg de peso en la mochila de cada uno. Pero no quisieron ir a tontas y a locas y, deseando asegurarse muy bien de sus posibilidades, antes de ir a la Walker se enfrentaron con la cara norte de Les Droites, escalada menos conocida por ser menos llamativa y por no tener tanta historia, pero con un desnivel y dificultad parejos; esta escalada había sido hecha sólo tres veces, y siempre con vivac. Ellos dos, con su compenetración y sus condiciones de rapidez, lograron realizarla en sólo ocho horas y, una vez lograda la cumbre, bajaron con igual rapidez por la vía normal al viejo refugio de Couvercle donde pudieron comer y descansar mejor que en un vivac. Quedaron tan satisfechos que se convencieron de poder encararse ya con la Walker. Esto sería en agosto de 1946, y además estrenaron un nuevo «invento» que había fabricado el propio Lachenal: suelas de caucho, aplicadas en las botas. Era el inicio de la «era Vibram», la suela revolucionaria de caucho que ya había sido probada con éxito en Italia. Hasta aquellos momentos, todos los alpinistas de todo el mundo estuvieron calzando y castigando los pies con las terribles botas de cuero erizadas de clavos por toda la suela.

En la fecha prevista, la cordada Lachenal-Terray llegó a la rimaya de la Pointe Walker de las Jorasses en plena media noche y, aquel mismo día, a las tres de la tarde, estaban ya encima de las Dailles Noires, y si tuvieron que quedarse a vivaquear allí fue porque les pilló y les inmovilizó una nevada. Pero ya habían alcanzado los cuatro mil metros y cuando nació el nuevo día, a pesar del mal tiempo, iniciaron una jornada muy dura, una «escalade desesperée» según apreciación del propio Lionel Terray. Pero, desesperados o no, ellos no cejaron, buscando la única salida hacia arriba, en plena tormenta, hasta llegar a la cumbre a las cinco de la tarde y habiendo abierto —queriendo o sin querer— un nuevo itinerario en la parte superior de la montaña. La gesta de Cassin, de siete años antes, quedaba confirmada y hasta sobrevalorada.

Y, antes de un año, la misma cordada estaba al pie de la cara norte del Eiger, el terrible «Ogro» que tantas muertes había causado y que tanto había dado que hablar a lo largo de veinte años. Sólo había sido escalada una vez, en el año 1938, por dos cordadas germánicas rivales (Heikmar-Vörg, alemanes y Harrer-Kasparek, austriacos), quienes por pura necesidad de supervivencia, acabaron atándose juntos y lograron la primera después de mucha lucha y de varios vivacs.

Esta vez, en el Eiger, los dos franceses estaban envalentonados y seguros. Empezaron a subir metros y más metros con buena ligereza, ya que no en vano les llamaban «La locomotora de los Alpes». Sabían que no debían entretenerse porque la pared tiene la friolera de 1800 metros de desnivel y que siempre acude allí el peor mal tiempo de todos los Alpes. Su rapidez les ayudó. Subieron durante dos días hasta que después de vivir —y de sufrir— el segundo vivac, una tormenta de nieve y granizo quiso hacerles pensar en volver. ¿Volverse ahora, cuando llevaban mil quinientos metros de escalada y además ante un incierto descenso, extremadamente peligroso? ¡No! Siguieron subiendo por el empinadísimo nevero llamado «La Araña», y ¡para ganar minutos, mientras el primero subía, el segundo también seguía para arriba, pues sabían que no había mucha probabilidad de asegurar el uno al otro con aquel tipo de nieve y con aquel tiempo! Así ganaron las canales de salida y lograron llegar a la cumbre del Eiger antes de que el mal tiempo, cada vez peor, les jugara una definitiva mala pasada. Y cuando volvieron a territorio seguro dieron mucho que hablar en elogios y felicitaciones pues habían logrado la segunda ascensión de la tan llamativa y tan amenazadora montaña. ¡Y tan tristemente famosa!

Los dos siguieron dando que hablar más y mejor todavía, persistiendo en su audaz trayectoria: en 1947 hicieron la también segunda ascensión de la cara norte de Triolet, y luego la segunda ascensión de la cara oeste de la aguja de Blaitière, de terrible memoria. Y en 1948 lograron otra «segunda», la nordeste del Piz Badile, de peor memoria todavía, once años después de que Riccardo Cassin, Ratti y Esposito, antes de la guerra, lograran la primera ascensión, sobreviviendo a dos amigos, vencidos por el cansancio y la dureza de tan terrible experiencia[1].

En 1950, el alpinismo francés se estrenó en éxitos en el Himalaya. Este indiscutible éxito fue logrado con la conquista del Annapurna, la primera cumbre de más de ocho mil metros vencida por los hombres. Louis Lachenal, Lionel Terray y Gaston Rébuffat formaron en la expedición. Precisamente Lachenal fue uno de los dos únicos alpinistas que coronaron el vértice de la Diosa Annapurna, 8090 metros, junto con Maurice Herzog, el jefe de la expedición. Mas, tanto Lachenal como Herzog estuvieron en un tris de pagar muy cara su victoria porque en el descenso, que se les puso muy complicado y terrible, si no hubieran obtenido la ayuda del equipo de apoyo, formado precisamente por los siempre amigos Terray y Rébuffat, les hubiera ido muy mal. La historia de aquel dramático descenso fue muy divulgada: a la novedad del «primer ochomil» logrado por Herzog y Lachenal se juntó el drama del retorno, cuando completamente inmersos en una niebla cegadora y sin poder defenderse de una ventisca furiosa, pudieron dar con Terray y Rébuffat que les esperaban. Los cuatro, a ciegas dentro de la tormenta, fueron retornando por donde pudieron, cayendo dentro de una grieta. Después, milagrosamente hallada la vía de retorno, se encontraron más abajo con el resto de la expedición; tuvieron que seguir un angustioso camino de regreso con los más afectados a cuestas de los inconmensurables sherpas. Nadie de los dos equipos de cumbre se salvó de peligrosísimas congelaciones en manos, cara y pies. El retorno de ellos a Francia fue dramático: en el aeropuerto de Orly bajaron todos por la escalerilla del avión ante un numeroso público enmudecido y emocionado por la visión de los enormes vendajes que Lachenal, Herzog, Terray y Rébuffat mostraban, protegiendo sus manos, ojos y pies lastimados. ¡Pero habían conquistado el primer ochomil![2]

¿Aquellas miserias eran las injusticias de la montaña, la venganza de la Diosa Annapurna? No. La truculenta escena de la arribada a Orly de los vencedores, casi vencidos, del Annapurna era sólo un aviso a los futuros himalayistas de la existencia de enormes defensas en las mayores montañas del mundo, montañas a las cuales los habitantes de sus regiones ya les adjudicaban desde siempre nombres y personalidades de deidades mucho más poderosas que los hombres. La experiencia proclamaba que, en adelante, para ir al Himalaya convenía ir más preparado que lo que era normal para enfrentarse a los Alpes: muy buen equipo, muy buena preparación física y, sobre todo, muy buena suerte.

Con algunas amputaciones y a fuerza de muchos sufrimientos y limitaciones, los dos vencedores y su equipo de apoyo pudieron ver medianamente curadas sus terribles dolencias. Ahora, cuando ha pasado más de medio siglo, Herzog tiene que seguir llevando todavía un calzado especial para ajustar sus pies con dedos cercenados. Louis Lachenal, mal que bien, también pudo recuperarse y volver a escalar, marchar y esquiar.

¿A esquiar? Louis Lachenal creía que esto sería lo que menos le iba a costar al recuperarse porque era un buen esquiador y supuso que en ello no hallaría limitación alguna. Y no la halló pero —y ahí está la ironía de la injusticia hacia Louis Lachenal— el, para él, fácil esquí fue lo que tenía que traicionarle: en un rutilante día de invierno de 1955 y bajando alegremente por la Vallée Blanche, por donde miles de esquiadores bajan todos los inviernos, allí tuvo que cruzarse Louis Lachenal con la fatalidad de una grieta escondida bajo un puente de nieve, para precipitarse con sus esquís en la enorme fauce de hielo engañosamente cerrada. Allí, en la traidora profundidad helada de la grieta, tuvo que quebrarse, rota para siempre, la vida del gran Louis Lachenal, el primer conquistador de un pico de más de ocho mil metros. Valientemente había luchado contra sus congelaciones y ya creía haberlo vencido todo. Después de una vida muy dura y de largos sufrimientos en las salas de cura de los hospitales, tuvo que ser vencido por una verdadera injusticia.

La grieta era ancha y profunda, y el puente de nieve, falso y traidor, se había derrumbado al paso de su víctima, después de haberle acechado, con la muerte agazapada dentro de sus entrañas de hielo.

Cuando los compañeros pudieron sacar de la grieta a Louis Lachenal, este ya no existía. Y sus manos, bien enguantadas, no tenían el más ligero signo de tensión o agarrotamiento por un posible miedo ante la caída que sufrió.

Louis Lachenal había muerto en la montaña que tanto había querido.

Y todos sus amigos dijeron que, dada la gran calidad de Louis Lachenal como alpinista, su final, más que un accidente, había sido una terrible injusticia.

Lionel Terray, su amigo, había divulgado una frase, que puso como título de un libro suyo y que llegó a hacerse famosa: «Los conquistadores de lo inútil». Él sabía muy bien que estas cinco palabras conjugaban una muy llamativa expresión. Expresión feliz, aunque agria a la vez, digna de encabezar un libro o un discurso. Pero en la realidad, los sentimientos tendrían que aclarar que esta idea no podía ser verdad.

¿Es inútil subir a las montañas? ¿Puede ser inútil poner a prueba las fuerzas propias para dar alegría al sentimiento de belleza que indudablemente originan las montañas?

¿Alguien que no sea un terrible materialista habrá podido probar la «inutilidad» del goce del alpinista, la «inutilidad» de un duro ejercicio o la «inutilidad» del placer del hombre —o de la mujer— que alcanza una cima y que se siente vencedor o vencedora de sí mismo?

¿Es que alguien no-alpinista no ha sentido más de una vez envidia al ver una foto o un film, o al oír las explicaciones de un montañero contando una bella jornada de montaña?

No. Nada es inútil en la montaña. De ser inútil no habrían existido todas estas historias que se repiten mirando hacia lo alto: historias que arrancaron desde que el filósofo Petrarca, o el rey catalano-aragonés Pedro el Grande, o el polifacético Leonardo da Vinci, o antes que ellos otros hombres sabios de la antigüedad, ya hicieron gloriosos esfuerzos para llegar a cualquier cumbre, a cualquier lugar alto. Si fueran inútiles las montañas, no habría un monumento en Chamonix a Saussure y Balmat, los iniciadores del alpinismo. Ni el propio Chamonix sería como es hoy, y Zermatt seguiría siendo la aldea repelente de hace tres siglos que no quería ni ver la llegada de un forastero. Ni Whymper sería Whymper, ni Croz hubiera labrado su gloria muriendo despeñado en el Cervino. Ni tendríamos idea de la existencia del joven, atlético y simpático Lord Douglas, también muerto y desaparecido en él. Sin el alpinismo, ahora, pasados tantos años, nadie recordaría en el mundo a aquellas víctimas del Cervino y otras víctimas que, de no haber sido víctimas de la montaña, ahora estarían igualmente muertas por muerte natural ya, pero desconocidísimas de todos.

Si el alpinismo fuera una cosa inútil, no habría hoy refugios, ni amistad entre cordadas que hablan en lenguas distintas, ni se vivirían veladas asombrosas, ni se contemplarían fenomenales salidas de sol sobre un campo de glaciares. Posiblemente, de no existir el alpinismo, nos habríamos ahorrado el vivir una tormenta, o pasar un mal rato, o sentir el mordisco del miedo. Pero esto no llega a estorbar en la vida. La vida nos enseña que tenemos que templarnos de vez en cuando en nuestra existencia, y que para ello lo mejor es cansarse, o pasar miedo, o sentir la sacudida de un susto, o sufrir algún golpe, o tener que aguantar un mal vivac, o perderse en la niebla, o sentir alguna vez cómo los pies o las manos se empiezan a congelar…

No, amigo Lionel Terray, no. Donde estés ahora, puedes saber, y mejor que yo, que la «inutilidad» de las montañas no es cierta. Cuando yo era jovencillo y tú eras un poco mayor que yo, te veía y te escuchaba en los cursos de alpinismo de la «Ecole de les Praz», y mientras tú hablabas con mis profesores, yo escuchaba atentamente todo cuanto decíais, pero creo recordar que nunca oí que dijerais en serio que lo que estabais haciendo era una inutilidad. Al contrario, yo recuerdo todavía estar escuchando tus exclamaciones ante un panorama bonito mientras subíamos por la morrena del glaciar de Argentière:

—«C’est fenomenal! Voilà l’arète, comme y joue la lumière du soleil! Bien, bien mes bons amis, ça c’est bon!».

Todo era bueno, todo era alegría para ti en la montaña. Todo era optimismo. Todo era amistad en aquellos días bonitos en la montaña. Ni de ti ni de nadie de tus compañeros de «L’Ecole Nationale d’Ski et Alpinisme» oí jamás la más pequeña imprecación contra la montaña. ¡Entonces, queda bien demostrado que en la montaña nadie iría a conquistar nada inútil!

Pero con todo, tenemos que aceptar que la frase con que encabezaste tu libro, tu «testamento» a las generaciones de alpinistas que hemos seguido después de ti, no deja de ser una frase que encaja bien: «Los conquistadores de lo inútil». Y todos hemos leído el libro y hemos seguido tus esfuerzos y tus pesares, hemos reconocido lugares, personas, impresiones y hechos vividos por nosotros mismos, y nos hemos sentido aludidos y satisfechos, a pesar de esta «inutilidad».

La montaña… ¡Qué «inutilidad» más útil y más bella es para el hombre!

La vida tuya de montaña, amigo Lionel Terray, fue muy paralela a la de Louis Lachenal. Paralela porque la cordada «locomotora» erais vosotros dos. Erais amigos desde muy pronto, desde que, muy jovencitos, todavía os afanabais por las montañas medio camuflados en una organización montañera juvenil que en realidad era una unión patriótica con ganas de echar de allí a aquellos soldados extranjeros que habían aplastado y mancillado vuestra patria. Y cuando les visteis marchar y huir, os sentisteis más libres en vuestras montañas, y por ellas seguisteis viviendo, ya sin odios y sin necesidad de llevar un arma más o menos escondida; con más libertad y con más ánimos y corazón ante la grandiosidad de las cumbres libres de vuestras montañas, las que teníais ante vuestros ojos, enteras ya para vosotros y para vuestras gentes, para todos los que pensaban como vosotros.

Con Lachenal estuviste escalando sin parar: sin detener la presión del vapor de vuestra fortísima «locomotora», desde Les Droites a la Walker, al Eiger, a la Blaitière, al Piz Badile. Y luego cuando vivisteis y después escribisteis la aventura del Annapurna, yo leí y «viví» casi como vosotros aquella terrible experiencia del retorno de la cumbre, con los ojos cegados, con los miembros congelados y con el corazón contrito o despavorido ante la incertidumbre de poder sobrevivir, tú y Lachenal y Rébuffat y Maurice Herzog. Y volvía yo a sentir la alegría de comprobar cómo os encontrabais juntos en el infierno blanco, los compañeros que podíais retomar a la vida, al mundo, a estas montañas, que tú, con sorna, luego dirías que son tan «inútiles».

Y después del Annapurna seguiste conquistando «inutilidades»: esta «inutilidad» del Fitz Roy en la lejanísima Patagonia que no solamente la conquistaste sino que tú y Guido Magnone la disteis a conocer a todo el mundo. Nos abristeis los ojos hacia mundos ignorados y desconocidos a todos los que queremos poco o mucho a la montaña. Y luego te fuimos siguiendo, con los ojos bien abiertos, con envidia sana, con admiración, deseando obtener «inutilidades» como las tuyas en el Makalu y el Jannu del Himalaya. En el Chacrarraju de la Cordillera Blanca del Perú. En el Mont Huntington de Alaska…

¡Tan poco «inútiles» eran estas «inutilidades» tuyas, que yo y muchos más fuimos detrás de ellas y disfrutamos de su «inutilidad»!

Hasta que un día, un mal día de septiembre de 1985, un día que este sí podría llamarse «día-injusto», en el Vaucours, no muy lejos de donde tú naciste, se arrancó una gran laja por la montaña y empezó a bajar llevándote consigo, a caerse inútilmente de verdad. Y te despeñaste junto al amigo que, atado a tu misma cuerda, confiaba en ti, en tu alegría y en tu fuerza. Puede que aquella vez tú llegaste a pensar de verdad o a decir que la caída era muy injusta…

No podemos saber lo último que pensaste. Pero lo que sí sé y lo pensamos todos los que éramos amigos tuyos es que aquella placa caliza que se despeñó en el Vaucours provocó una terrible injusticia, la injusticia de segar tu vida, la que tanto tenía todavía por hacer y por enseñar. Aunque ya habías tenido tiempo para enseñarnos otras frases e ideas y estas sí son bonitas de verdad: como aquella en la que decías que «aunque sople la tormenta, siempre brillan dentro de uno las estrellas».

¡Gracias, Lionel Terray! ¡Gracias por tus enseñanzas, gracias por tus ideas y hasta por tus «boutades»!

oOo

A los catorce años, aquel muchacho de pelo espeso, moreno y duro, larguirucho y desgarbado, que había ido con su madre a pasar unos días de verano en el Haut Dauphiné para huir del pesado ambiente marino de Marsella, quedó prendado de la grandeza de las montañas. No se atrevía a llevar a su madre de excursión para no cansarla pero él no quiso renunciar a descubrir la interioridad del gran valle. Una tarde siguió discretamente a unos alpinistas que subían al refugio Caron y en esta escapada sus ojos ingresaron en el ambiente de una gran montaña: la Barre des Ècrins, llena de nieve y con un enorme caos de bloques de hielo caídos, tumbados y entrechocados, al pie de los paredones rocosos. Se estremeció pero quedó maravillado y regresó luego corriendo al valle para contar a su madre lo que había visto y sentido. Su mente, todavía infantil, le decía que lo que los niños desean suelen ser cosas imposibles. Pero su corazón anhelante le ayudó a poder aguardar sólo tres veranos para volver a Ailefroide con un compañero «veterano», que tendría tres o cuatro años más que él, y lograron entonces los dos solos culminar su primera gran montaña: la Barre des Ècrins, de 4102 metros.

Así nació y creció el espíritu de Gaston Rébuffat, quien tenía que llegar a ser en la época uno de los más carismáticos alpinistas, no sólo de Francia, sino del mundo. Guía de Chamonix y gran divulgador de la pasión y de los panoramas que promueven los Alpes. Especialista del entorno mágico del coloso Mont Blanc. Escribió libros, rodó películas, pronunció conferencias por todo el mundo, pero lo que mejor hizo en gran escala fue fomentar la amistad entre los amantes de las montañas. Yo tuve la suerte de ser uno de sus muchos amigos. Le conocí en Madrid, con ocasión de unas conferencias de montaña, y una mañana me ofrecí para llevarle a conocer la Sierra del Guadarrama. El hombre del Mont Blanc y del Himalaya aceptó mi modesto ofrecimiento y fuimos los dos a escalar la sencilla Peña Blanca de Pinares Llanos —que él, con su cortesía, aseguró que le había gustado mucho— y seguidamente le dije que podíamos ir a prolongar el paseo hasta «una simple cumbre no muy lejana». La «simple cumbre» era la de Abantos, verdaderamente simple, pero lo que no le dije previamente es lo que veríamos desde ella: algo que no era de montaña pero que podría impresionarle. Guardé celosamente el secreto como una sorpresa. Y al llegar a la «simple cumbre» y señalarle lo que se veía hacia la cara opuesta, comprobé con satisfacción lo que yo ya creía esperar de su activísima sensibilidad y cultura: se le iluminó la cara y dijo solamente, aunque sorprendido y admirado: «¡El Es-co-ri-al!».

Sin saber de antemano lo que podía ver desde aquella simple cumbre, descubrió y localizó el gran monumento que no puede pasar desapercibido a un hombre con sentido de la estética y conocimiento de la cultura mundial. Comprobé que era cierto lo que yo pensaba de aquel montañero-guía-escritor y cineasta: que era un hombre con un corazón enorme, capaz de comprender y de absorber todo lo bueno que el mundo de los hombres puede contener, además de las montañas.

Unos años después, estando con mi mujer en la puerta del refugio Hörnli del Cervino, vi llegar subiendo desde abajo, por el duro camino tortuoso, a unos alpinistas disfrazados de antiguos, que ya me habían informado tenían que ir a Hörnli para rodar una película de la época de Whymper. El primero que llegaba era alto y desgarbado, con botas de clavos, una mochila de cuero sujetando una horrorosa y rígida cuerda de cáñamo y con un largo piolet-hacha en la mano.

—Este primero que llega ¿no es Rébuffat? —pregunté a Sita, no muy seguro de mi vista y todavía menos seguro de mi manera de ser, poco fisonomista.

Pero el que llegaba sí estaba seguro de quién estaba en la puerta del refugio. Y alzando sus largos brazos con su piolet de pega en la mano, exclamó:

Oh! Au-gus-tin! Mon guide pour El Es-co-ri-al!

Esto demuestra que además de buen alpinista y de buen escritor, Rébuffat tenía en gran aprecio a los amigos y, sobre todo, una memoria excelente para recordar a uno cualquiera de los muchísimos amigos que llegó a tener.

oOo

Si a los catorce años vio por primera vez la Barre des Ècrins y a los diecisiete la escaló, a los veinte ya estaba en Chamonix como monitor de Jeunesse et Montagne y a los veintidós tentó por primera vez el espolón de la Walker en las Grandes Jorasses y, aunque tuvo que retirarse aquella primera vez, volvió a los veinticuatro y entonces, finalmente lo venció. Por esta misma época obtuvo el carnet de guía en Chamonix, algo muy difícil de obtener para los, como él, no nacidos en el valle.

La carrera de Rébuffat fue fabulosa porque no sólo recorrió los Alpes y llevó a clientes-amigos a todas las cumbres y aristas, sino que divulgó muchísimo en libros y películas tanto los Alpes como el alpinismo: sus jerséis y medias de colorines contrastaban con la suavidad de movimientos de su larga figura mientras se prendía a las mínimas presas del granito con plena naturalidad, dando la impresión de que no sólo su cuerpo sino su alma formaban parte de la verticalidad y del paisaje. Escaló las principales caras norte de los Alpes y difundió su belleza y la belleza de los momentos: Jorasses, Badile, Dru, Cervino, Cima Grande de Lavaredo y el terrible Eiger. Pero no se conformó con haber subido y haberlo enseñado a sus amigos de cordada, sino que luego «hizo subir» por ellas a cientos de miles de lectores alpinistas gracias a haberlo escrito con tanto sentido en su libro Etoiles et Tempètes (Estrellas y Borrascas) con una precisión de ideas y de sentimientos efectivos hasta para el lector más descreído, idealizando la montaña en una sublimidad de amor a las alturas y a la conjunción de sentimientos y de respeto al amigo.

Ya se ha explicado que Rébuffat estuvo también en la gran aventura francesa del Annapurna en el año 1950. Él no coronó la cumbre pero con su gran amigo Lionel Terray formó el eficaz equipo de apoyo que logró salvar de una muerte cierta a los vencedores Herzog y Lachenal, llevando a cabo todos un dramático descenso, buscando, cegados y congelados, el camino salvador; su sacrificio de no hacer la cumbre se sumó al sacrificio de esperar a los vencedores y exponerse ellos mismos a las muy duras consecuencias del clima. Y los cuatro estuvieron muy cerca de pagar un duro precio por aquel intento victorioso de violar por primera vez el eterno secreto de una cumbre de ocho mil metros, dedicada a la diosa de la fertilidad Annapurna. Afortunadamente volvieron todos pero a costa de un patético retorno a la civilización que ha sido contado cientos de veces: primero atravesando montañas y valles llenos de nieve y luego por territorios anegados por inundaciones; a cuestas o apoyados en los fieles sherpas y, finalmente, renqueantes y llenos de vendajes arribaron a Francia donde fueron recibidos como lo que eran, héroes nacionales. Verdaderamente se lo merecían pues la gesta del Annapurna, el primer ochomil conquistado en todo el mundo, fue la demostración del tesón y de la técnica de montaña francesa del momento, en lucha entonces con los todavía desconocidos ochomiles.

oOo

Después del Annapurna todos se repusieron y no dejaron de seguir por las montañas: Herzog, con sus botitas especiales para dedos amputados, escaló la política de su país, y con éxito, pero siguió también escalando montañas. Lachenal siguió de guía en el Mont Blanc hasta que —como ya se explica en otra página— en un día glorioso y desgraciado de invierno una grieta traidora cortó su esquiada y su vida. Lionel Terray prosiguió demostrando su enorme fuerza y su potente ardor aunque —como también se cuenta en otra página— una laja desprendida le llevó a él, atado con un amigo, al fondo de un valle calizo poco conocido, en el macizo del Vercors.

Y Gaston Rébuffat siguió trabajando en la montaña de Chamonix donde todos eran sus amigos, y mostrándolo todo al gran público.

Pero…

Pero un día, un amigo que acababa de llegar de Chamonix me dijo que allí alguien le había dado saludos para mí:

—Encontré a Rébuffat por las calles de Chamonix y me dijo que te diera de su parte un gran abrazo, y que te dijera que deseaba volver a España para hacer otra vez contigo la Peña Blanca y ver El Escorial… Pero —añadió mi amigo— él está muy desmejorado. No está bien. Algo debe sucederle.

Esta fue la primera mala noticia que me vino de él. Después siguieron otras, a cada una peor. Y la última fue de 1985: Gaston Rébuffat, el amigo de todos, el alpinista más famoso, había fallecido, víctima de un cáncer de estómago que estuvo llevando estoicamente hasta no poder ya más.

¡Otra injusticia, esta de Rébuffat! ¡Con tantas cosas duras que llegó a acometer y vencer, con tanta gente a quien había ayudado, tantos a quienes hizo felices por las montañas y con sus libros, y él tuvo que ir apagándose poquito a poco, víctima de un mal cruel y oculto que el aire de la montaña no cura porque ni el hombre más fuerte puede defenderse de él!

Pero, la injusticia, por muy injusta que sea, no puede con el buen recuerdo. Y Rébuffat, el gran Gaston Rébuffat, con su extrema cortesía, con sus palabras justas, con su jersey de colorines y con sus gestos exactos de precisa escalada, no morirá nunca. Siempre estará vivo.

Y, con él, seguirá perviviendo siempre una de sus más bonitas frases, llena de sentimientos, de verdad y de alegría de vivir, con la cual, finalizaba su hermoso relato de la escalada de la Norte del Eiger:

«¡La vida! ¡Este lujo de la existencia!».

Louis Lachenal al descenso del Annapurna.