En ocasiones, en medio del caos de un campo de batalla, de repente, surge un posible camino, una escapatoria. Esta vez, cuando Gurney empezaba a pensar que ya no había salida, ese camino tomó la forma del agente J. Olzewski.
Olzewski reconoció a Hardwick de un seminario policial multiagencia sobre las disposiciones especiales de la Ley Patriótica. No era consciente de que había sido apartado del DIC, lo cual contribuyó a que cooperara fácilmente.
Gurney le esbozó la situación y obtuvo su compromiso de cerrar la zona circundante al cadáver de Panikos, tomar custodia oficial de su móvil y llamar a su superior en el Departamento del Sheriff —y no a la policía local— para llevar a cabo la búsqueda del arma oculta que había disparado cuando el brazo de Panikos se había levantado. Asimismo, debía asegurarse de que el arma quedaba bajo custodia del Departamento del Sheriff.
Aunque mover a Hardwick era arriesgado, todos coincidieron en que esperar a que llegara una ambulancia dadas las circunstancias podía ser aún peor.
A pesar de la herida de bala que sangraba en su costado, el propio Hardwick se empeñó en ponerse en pie (lo cual logró con la ayuda de Gurney y Olzewski, y una explosión de maldiciones) y dirigirse a la puerta por donde estaban entrando los vehículos de emergencias. Como para apoyar esta decisión, se encendió un generador, y algunas de las luces de la calzada volvieron a iluminar el lugar, aunque solo ligeramente. Al menos, el cambio permitió moverse un poco mejor de lo que dejaba la sola luz de los fuegos y los destellos de los relámpagos.
Hardwick estaba cojeando y haciendo muecas, apoyado en Gurney por un lado y en Madeleine por el otro, cuando la rueda de la noria (cuya parte superior se atisbaba por encima de la carpa principal de la siguiente calzada) empezó a temblar y bambolearse con ruidos de metal roto y objetos pesados destrozándose contra el suelo. Entonces, en un movimiento a cámara lenta un tanto surrealista, la enorme estructura circular se inclinó más allá de la carpa y desapareció de su línea de visión. Al cabo de un segundo se oyó un estruendo que agitó la tierra.
Gurney sintió náuseas. Madeleine se echó a llorar. Hardwick soltó un sonido gutural, quién sabe si por el horror de lo que habían presenciado o por dolor físico. Era difícil saber hasta qué punto entendía lo que sucedía.
Cuando caminaban hacia la puerta de vehículos, algo le hizo cambiar de opinión respecto a encontrar un lugar en una ambulancia.
—Hay demasiada gente herida, demasiada presión para los médicos, no quiero quitarle el sitio a nadie ni impedir que otro consiga ayuda, no quiero eso. —Su voz era baja, no más que un susurro ronco.
Gurney se inclinó para asegurarse de que estaba oyendo bien.
—¿Qué quieres hacer, Jack?
—Al hospital. Fuera del radio. Aquí todo estará empantanado. No podemos controlarlo. Cooperstown. Cooperstown será mejor. Directo a urgencias. ¿Qué me dices, campeón? ¿Crees que puedes conducir mi coche?
A Gurney le pareció una idea terrible transportar a un hombre con una herida de bala noventa kilómetros por una carretera de curvas de dos carriles en un coche ordinario sin equipo de primeros auxilios. Pero accedió. Porque dejar a Hardwick a merced de un sistema de emergencias sobrecargado en medio de un cataclismo superior a nada a lo que los equipos de urgencias locales se hubieran enfrentado antes parecía una idea todavía peor. Solo Dios sabía cuántas víctimas había provocado la noria, por no mencionar las diversas explosiones e incendios anteriores de los que tendrían que ocuparse antes de atender a Hardwick.
Así que cruzaron renqueantes la entrada de vehículos, que también funcionaba como puerta de expositores. Hardwick había aparcado su viejo Pontiac en el borde de la carretera de acceso. Antes de entrar, Gurney se quitó la camisa que llevaba bajo la sudadera y la rasgó en tres piezas. Dos de ellas las dobló y las colocó a modo de vendas gruesas, una sobre la herida de entrada y la otra sobre la de salida del costado de Hardwick. La tercera la usó para atársela con fuerza en torno a la cintura y sostener las vendas. Lo metieron en el asiento del pasajero, que reclinaron al máximo.
En cuanto Hardwick se recuperó lo suficiente del dolor para hablar, sacó su teléfono móvil del cinturón, marcó un número de llamada rápida, esperó y dejó un mensaje con una voz agotada pero sonriente, supusieron que para Esti:
—Hola, cielo. Un pequeño problema. He sido torpe y me han disparado. Una vergüenza. Me ha disparado un muerto. Es difícil de explicar. Voy de camino a urgencias de Cooperstown. Sherlock es el chófer. Te quiero, chata. Hablamos luego.
Le recordó a Gurney que tenía que llamar a Kyle. Esa llamada también fue al buzón de voz.
—Eh, hijo…, te llamo para dar señales de vida… Seguí a nuestro hombre a la feria. Se ha armado una buena. Han disparado a Jack Hardwick. Voy a llevarlo al hospital de Cooperstown. Espero que todo vaya bien. Llámame y cuéntame qué ha pasado lo antes que puedas. Te quiero.
En cuanto colgó, Madeleine se metió en el asiento de atrás, Gurney se colocó al volante y se pusieron en camino.
La cantidad de vehículos que huía de los alrededores de la feria era surrealista. Aquel era un lugar donde, por lo general, las vacas superaban en número a los coches, en el que los raros momentos de atasco eran consecuencia de la lentitud de los carros de heno.
Cuando llegaron a la carretera del condado, la tormenta eléctrica se había desplazado al este en dirección a Albany. Ya estaban llegando helicópteros de los medios, barriendo el valle con sus focos, evidentemente buscando los elementos más fotogénicos de la catástrofe. Gurney casi podía oír al reportero sin aliento de las noticias de RAM hablando de «la pavorosa huida en plena noche de lo que algunos sospechan que ha sido un atentado terrorista».
Una vez que se libró del atasco, condujo lo más rápido que pudo, y un poco más. Con el cuentakilómetros marcando entre ciento treinta y ciento sesenta kilómetros por hora durante la mayor parte del camino, llegó a urgencias de Cooperstown al cabo de unos cuarenta y cinco minutos. Por asombroso que parezca, nadie dijo ni una palabra. La angustiosa combinación de velocidad excesiva, el agresivo modo de Gurney de tomar las curvas y el rugido apenas amortiguado del motor V-8 descartaron cualquier posibilidad de conversación, por importantes y urgentes que fueran las cuestiones abiertas y las preguntas por responder.
Dos horas más tarde, la situación era muy diferente.
Habían examinado, sondado, explorado, pinchado, cosido y vendado a Hardwick. También le habían hecho una transfusión de sangre, le habían puesto un gotero intravenoso de antibióticos, calmantes y electrolitos, y lo habían ingresado en el hospital para que al menos pasara allí la noche. Inesperadamente, Kyle había ido hasta allí y se había unido a Gurney y a Madeleine en la habitación de Hardwick. Los tres estaban sentados junto a la cama.
Kyle les contó todo lo que había ocurrido desde que la policía había llegado a la casa y hasta el levantamiento del cadáver de Klemper. Todo había quedado interrumpido cuando los detectives, los demás policías y todo el personal de emergencias en un radio de ochenta kilómetros habían recibido órdenes de ir hasta la feria. Habían precintado una gran zona del exterior de la casa de Gurney como escena del crimen. En ese momento, después de haber oído suficiente de las comunicaciones de la policía para formarse una idea del desastre, Kyle había cambiado la rueda pinchada del coche y había ido, también él, hasta la feria. Fue entonces cuando miró su teléfono y encontró el mensaje de su padre.
Madeleine soltó una risa nerviosa.
—Supongo que pensaste que, si un loco iba a volar la feria, tu padre no andaría muy lejos.
Kyle parecía incómodo, miró a Gurney y no dijo nada.
Madeleine sonrió y se encogió de hombros.
—Yo habría llegado a la misma conclusión. —Entonces planteó una pregunta a nadie en particular—. Primero fue Lex Bincher. Luego Horace. Después Mick Klemper. ¿Quién iba a ser el siguiente?
Kyle volvió a mirar a su padre.
Hardwick estaba apoyado en una pila de almohadas, descansando pero alerta.
—Bueno, lo principal, lo importante, lo único que cuenta, es que todo ha terminado —dijo Gurney, de forma sesgada.
En ese momento todos lo miraron: Kyle con curiosidad; Hardwick, escéptico; Madeleine, desconcertada.
Hardwick habló muy lentamente, como si hacerlo más deprisa pudiera hacerle daño.
—Estás de broma.
—La verdad es que no. Por fin tengo claro el patrón —dijo Gurney—. Tu cliente, Kay, ganará su apelación. El asesino está muerto. El peligro ha sido neutralizado. El caso ha terminado.
—¿Terminado? Olvidas el cadáver en tu jardín. Y que no tenemos prueba alguna de que el enano al que disparaste sea realmente Peter Pan. Y esos anuncios de RAM-TV prometiendo tus grandes revelaciones sobre el caso Spalter van a hacer que todos los policías implicados vayan a por ti.
Gurney sonrió.
—He dicho que el caso ha terminado. Las complicaciones y los conflictos tardarán en resolverse. Habrá resentimientos y recriminaciones que no se resolverán tan fácilmente. Hará falta tiempo para que se acepten los hechos. Pero ya ha salido a la luz una parte demasiado grande de la verdad. Nadie se atreverá a intentar enterrarla de nuevo.
Madeleine se lo quedó mirando.
—¿Estás diciendo que has terminado con el caso de asesinato de Carl Spalter?
—Sí, eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—¿Vas a apartarte?
—Sí.
—¿Así, sin más?
—Así, sí.
—No lo entiendo.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Nunca te has alejado de un enigma cuando todavía falta una pieza importante.
—Exacto.
—Pero ¿lo estás haciendo ahora?
—No. Más bien al contrario.
—¿Quieres decir que has terminado porque lo has resuelto? ¿Sabes quién contrató a Peter Pan para matar a Carl Spalter?
—De hecho, nadie lo contrató para matar a Carl.
—¿Qué demonios quieres decir?
—No tenía que matar a Carl. Todo este caso ha sido una comedia de errores desde el mismo principio. Tal vez sería más apropiado hablar de una tragedia. El caso va a servir como ejemplo en ciertos seminarios. El capítulo en el manual de investigación criminal se titulará: «Las consecuencias fatales de aceptar suposiciones razonables».
Kyle se inclinó hacia delante en su silla.
—¿No tenían que matar a Carl? ¿Cómo has descubierto esto?
—Dándome de cabezazos contra todas las otras piezas del caso que no tenían sentido si Carl era el objetivo. La hipótesis del fiscal (la mujer que dispara al marido) se derrumbó en cuanto la examiné con atención. Parecía más probable que Kay, o quizás otra persona, hubiera contratado a un profesional para matar a Carl. Pero también esa hipótesis presentaba sus dificultades: ¿de dónde procedía el disparo? ¿Por qué contratar a Peter Pan para lo que debería ser un encargo sencillo? Nunca me cuadró. Y luego había algunos casos antiguos que no paraban de venirme a la cabeza: un disparo en un callejón, un coche que explotó.
Kyle tenía los ojos como platos.
—¿Esos casos estaban relacionados con el asesinato de Carl?
—No directamente, pero ambos implicaban suposiciones fallidas sobre el tiempo y la secuencia. Quizá sentí que esas mismas suposiciones podrían estar acechando en el caso Spalter.
—¿Qué suposiciones?
—En el disparo en el callejón, dos muy grandes. Que el disparo que realizó el agente impactó de verdad en el sospechoso y lo mató. Y que el agente estaba mintiendo sobre la forma en que el sospechoso estaba mirándolo cuando le disparó. Ambas suposiciones eran muy razonables, pero equivocadas. La herida de bala que mató al sospechoso se había disparado antes de que el agente llegara a la escena. Y el agente estaba diciendo la verdad. Con el coche, la suposición de que explotó porque el conductor perdió el control y cayó a un barranco. De hecho, el conductor perdió el control y cayó a un barranco porque hubo una explosión.
Kyle asintió, pensativo.
Hardwick puso una de sus caras de aflicción.
—Bueno…, ¿qué tiene esto que ver con Carl?
—Todo: secuencia, tiempo, suposiciones.
—¿Qué tal si lo explicas en el lenguaje simple de un campesino como yo?
—Todos suponían que Carl tropezó y cayó porque le dispararon. Pero supón que le dispararan porque tropezó y cayó.
Hardwick pestañeó, revelando con sus ojos una rápida recapitulación de las posibilidades.
—¿Quieres decir que tropezó y cayó delante de quien tenía que ser la víctima?
Madeleine no parecía convencida.
—¿No es un poco exagerado? Que le dispararan accidentalmente porque tropezó delante de la persona a la que estaba apuntando el sicario.
—Pero eso es justo lo que todos vieron que ocurrió; aunque luego todos cambiaron de opinión, pues sus mentes inmediatamente reconectaron los puntos de una manera más convencional.
Kyle parecía desconcertado.
—¿Qué quieres decir, que eso exactamente fue lo que todos vieron que ocurrió?
—Todos los presentes en el funeral que fueron interrogados aseguraron que primero pensaron que Carl había trastabillado, quizás había tropezado con algo o se había torcido el tobillo, y entonces había perdido el equilibrio. Poco después, cuando se descubrió la herida de bala, todos revisaron lo que habían pensado en un principio. Esencialmente, sus cerebros estaban evaluando de forma inconsciente las dos posibles explicaciones para lo que vieron, y optaron por la más sencilla.
—¿No es eso lo que se supone que han de hacer nuestros cerebros?
—Hasta cierto punto. El problema es que, una vez que aceptamos cierta secuencia (en este caso, le dispararon, tropezó y cayó, en lugar de tropezó, le dispararon y cayó), tendemos a desdeñar y olvidar todo lo demás. Nuestra nueva versión se convierte en la única versión. La mente está construida para resolver ambigüedades y seguir adelante. En la práctica, esto suele implicar saltar de una suposición razonable a una verdad asumida, y no mirar atrás. Por supuesto, si la suposición razonable resulta que no es precisa, todo lo que después se construye sobre ella es absurdo y, en última instancia, se derrumba.
Madeleine estaba exhibiendo el pequeño ceño de impaciencia con el que recibía las teorías más psicológicas de Gurney.
—Entonces, ¿a quién apuntaba Panikos cuando Carl se interpuso en su camino?
—La respuesta es sencilla. Hay que preguntarse qué víctima sería la perfecta para que todas las demás particularidades del caso tuvieran sentido.
Kyle tenía los ojos clavados en su padre.
—Ya sabes quién es, ¿no?
—Tengo un candidato, pero no significa que tenga razón.
—La «singularidad» que más te inquieta es la implicación de Peter Pan —continuó Madeleine—, que, al parecer, solo aceptaba encargos realmente difíciles. Así que solo hay dos preguntas. Primera: ¿quién sería el más difícil de matar en el funeral de Mary Spalter? Y segundo: ¿pasó Carl por delante de esa persona al dirigirse al atril?
La respuesta de Hardwick sonó convencida, a pesar de que su habla era un poco lenta.
—La respuesta a la primera pregunta es: Jonah. La respuesta a la segunda es: sí.
Gurney había llegado a la misma conclusión casi cuatro horas antes, junto a la noria, pero era tranquilizador ver que alguien más compartía su deducción. Con Jonah como objetivo, todas las piezas retorcidas del caso se enderezaban. Jonah estaba en algún lugar entre difícil e imposible de localizar, lo cual lo convertía en el desafío perfecto para Panikos. De hecho, el funeral de su madre bien podría haber sido el único suceso capaz de garantizar su presencia en un sitio predecible en un momento predecible, que es la razón por la que Panikos la mató. La posición de la silla de Jonah junto a la tumba resolvía el problema de la línea de visión desde el apartamento de Axton Avenue. A Carl no podían haberle disparado al pasar junto a Alyssa, pero una bala destinada a Jonah podría haberle matado fácilmente al tropezar en el suelo delante de él. Ese escenario también explicaba la inconsistencia que había inquietado a Gurney desde el principio. ¿Cómo había avanzado Carl tres o cuatro metros después de que una bala destruyera el centro motriz de su cerebro? La respuesta era sencilla: no lo hizo. Y, finalmente, el resultado absurdo (que el Mago disparó al hombre equivocado, lo cual amenazaba con convertirlo en un hazmerreír en los mismos círculos donde su reputación había sido intachable) explicaba los posteriores esfuerzos de Peter Pan para mantener en secreto su fracaso.
La siguiente pregunta surgía casi de manera natural.
—Si Jonah era el verdadero objetivo —dijo Kyle—, ¿quién contrató a Panikos para matarlo?
Desde una simple perspectiva de cui bono, a Gurney le parecía que la respuesta era obvia. Solo una persona se habría beneficiado significativamente de la muerte de Jonah. De hecho, se habría beneficiado de una manera más que significativa.
Por lo que podía verse en los rostros de los demás, a todos les resultaba obvio.
—Gusano cabrón —murmuró Hardwick.
—Oh, Dios —exclamó Madeleine, incrédula al comprobar hasta dónde podía llegar la naturaleza humana.
Todos se miraron entre sí, como preguntándose si había una explicación alternativa.
Pero la verdad, por muy repugnante que fuera, era la verdad.
El hombre que había contratado al asesino que mató a Carl Spalter no podía ser otro que el mismo Carl Spalter. En su intento por librarse de su hermano, había provocado su terrible destino, una muerte lenta de la que se supo responsable.
Era al mismo tiempo horroroso y absurdo.
Pero tenía una terrible, innegable y satisfactoria simetría.
Era el karma en su máxima expresión.
Y, finalmente, proporcionaba una explicación adecuada a esa expresión de pavor y desesperación en el rostro de aquel hombre que agonizaba en el tribunal, un hombre que ya estaba en el Infierno.
Durante el siguiente cuarto de hora, la conversación osciló entre lúgubres observaciones sobre el fratricidio y cómo actuar a partir de ese momento.
Hardwick lo expresó de forma lenta pero decidida.
—Dejando de lado el rollo trágico de Caín y Abel, hemos de entender dónde estamos. Una enorme operación policial está a punto de ponerse en marcha y todos van a hacer lo posible para joder y que no les jodan.
Gurney asintió con la cabeza.
—¿Por dónde quieres empezar?
Antes de que Hardwick pudiera responder, Esti apareció en la puerta, sin aliento. Su rostro dejó ver una sucesión de emociones: miedo, alivio y curiosidad.
—Eh, chata. —El susurro ronco de Hardwick estuvo acompañado de una sonrisa suave—. ¿Cómo has conseguido escaparte y venir aquí con la que está cayendo?
Esti no hizo caso de la pregunta, solo se apresuró a ponerse al lado de su cama y le apretó la mano.
—¿Cómo estás?
Él le ofreció una sonrisa retorcida.
—No hay problema. Una bala resbaladiza. Me atravesó sin tocar nada que importe.
—Bien. —Sonó alarmada y feliz al mismo tiempo.
—Bueno, cuéntame, ¿cómo te has escapado?
—En realidad no me he escapado, al menos oficialmente. Me han puesto a ordenar el tráfico. Hay un caos tremendo. ¿Puedes creerlo, tenemos más idiotas llegando a la zona que tratando de salir? Amantes del desastre, mirones, capullos.
—Así que están poniendo investigadores a controlar el tráfico.
—Están poniendo a todo el mundo en todo. No te creerías el desastre que hay montado. Y corren montones de rumores. —Le lanzó una mirada elocuente a Gurney—. Se habla de que un loco asesino lo ha volado todo. Se habla de que un detective de la policía de Nueva York ha matado a un chico. ¿O quizá disparó al loco asesino? ¿O a un enano sin identificar? —Miró a Hardwick—. Uno de los agentes del sheriff me dijo que el enano era Panikos, y que fue él quien te disparó, y que de alguna manera lo hizo cuando ya estaba muerto. ¿Ves lo que quiero decir? Todos hablan, y nadie dice nada que tenga sentido. Y para acabarlo de arreglar, hay una disputa jurisdiccional entre la gente del sheriff del condado, la policía local, los del estado…, quizá pronto los federales. ¿Por qué no? Cuantos más mejor, ¿no es eso? Y todo esto ocurre mientras la gente se vuelve loca en el aparcamiento, embistiendo unos contra otros, con cada capullo tratando de salir primero. Y hay capullos todavía más locos intentando entrar… Tal vez quieran sacar fotos y ponerlas en Facebook. Así están las cosas. —Miró adelante y atrás entre Hardwick y Gurney—. Vosotros estuvisteis allí. ¿Qué pasa con el chico? ¿Quién te disparó? ¿Le disparaste? ¿Él te disparó? ¿Qué demonios estabais haciendo, para empezar?
Hardwick miró a Gurney.
—Adelante. Me está costando hablar ahora mismo.
—De acuerdo. Iré deprisa, pero necesito empezar por el principio.
Esti escuchó entre la ansiedad y el asombro: la explosión de los tablones, la muerte de Klemper junto al plantel de espárragos, la persecución y muerte de Peter Pan en medio del caos desatado en la feria.
Después de un silencio anonadado, preguntó:
—¿Puedes probar que la persona a la que disparaste era de verdad Panikos?
—Sí y no. Podemos probar definitivamente que la persona a la que disparé es la causante de la serie de explosiones, y que la pistola que llevaba oculta disparó a Jack. La gente del sheriff tiene la custodia del cadáver, su pistola y su teléfono móvil, que estaba usando como detonador. Las torres de telefonía móvil más cercanas mostrarán que llamó a una serie de números desde esa misma ubicación. Y no me cabe duda de que las horas de esas llamadas serán exactamente las horas de las explosiones, que pueden verificarse con las grabaciones de seguridad de la feria. Si tenemos suerte, entre los fragmentos de las bombas de la feria habrá trozos de sistemas de detonación de teléfono móvil, y esos coincidirán con los que se usaron en la casa de Bincher. Y casi con toda seguridad habrá una coincidencia entre las fórmulas incendiarias usadas en la feria y las de la casa de Bincher. En la locura que siguió a las explosiones, y con el corte de luz, no hubo oportunidad de registrar el cadáver, pero, en cuanto se haga, apuesto por la presencia de un arma oculta. Si se usó en otro sitio, eso podría abrir otra puerta. Relacionar el cadáver y su ADN con la identidad de Panikos en Europa será trabajo para la Interpol y sus socios. Entre tanto, las fotos previas a la autopsia de su rostro, que estaba intacto la última vez que lo vi, pueden compararse con las facciones captadas en los vídeos de seguridad que tenemos.
Esti asentía lentamente, intentando absorber y recordar toda la información. Gurney concluyó:
—Estoy convencido de que el cadáver pertenece a Panikos. Pero desde una perspectiva puramente práctica, de salvar el cuello, no importa. Podemos probar que el cadáver pertenece a un individuo que fue responsable de las muertes de Dios sabe cuántas personas en las últimas dos horas.
—En realidad, no solo Dios lo sabe. Hay informaciones que hablan de cincuenta muertos; otras, de hasta cien.
—¿Qué?
—Es la última noticia que oí. Se espera que el número aumente. Quemaduras graves, dos edificios derrumbados, una disputa fatal en el aparcamiento, chicos pisoteados. Y lo más grande fue el derrumbe de la noria.
—¿De cincuenta a cien? —susurró Madeleine, horrorizada.
—Dios.
Gurney se recostó en su silla y cerró los ojos. Podía ver la noria inclinándose, cayendo lentamente, desapareciendo detrás de la carpa. Aún resonaba en sus oídos el estruendo del choque, los gritos que no cesaban en el horror de la noche.
Hardwick rompió aquel prolongado silencio que se había producido en la habitación.
—Podría haber sido peor, quizá mucho peor —gruñó, como volviendo a la vida—, si Dave no hubiera parado a ese pequeño cabrón cuando lo hizo.
Sin decir nada, los demás asintieron.
—Además —agregó Hardwick—, en medio de toda esa mierda horrible, logró resolver el caso del asesinato de Spalter.
Esti parecía desconcertada.
—¿Resolverlo… cómo?
—Cuéntaselo, Sherlock.
Gurney le contó cómo Carl se había convertido en el villano trágico al que el tiro le salió por la culata.
—Así que su plan era eliminar a su hermano, tomar el control de Spalter Realty, liquidar los activos para su propio uso.
Gurney asintió.
—Eso creo.
Hardwick añadió:
—Cincuenta millones de dólares, suficiente para comprar la mansión del gobernador.
—¿Y suponía que nunca lo detendríamos? Dios, qué cabrón arrogante. —Miró con curiosidad a Gurney—. Tienes una expresión extraña. ¿Qué pasa?
—Solo… estaba pensando que el asesinato de su hermano podría suponer un gran plus en la campaña de Carl. Podría haberlo presentado como el intento de la mafia para asustarlo y apartarlo de la política, el intento de impedir que un hombre íntegro se hiciera cargo del Gobierno del estado. Me pregunto si eso habría formado parte del plan desde el principio: presentar el asesinato de su hermano como prueba de su propia virtud.
—Me gusta —dijo Hardwick con un brillo cínico en las pupilas—. Cabalgar ese puto cadáver como un caballo blanco hasta su investidura.
Gurney sonrió. Que la vulgaridad de Hardwick volviera por sus fueros era una buena señal.
Esti cambió de tema.
—¿Así que Klemper y Alyssa eran solo buitres podridos que trataban de sacar partido a posteriori y a costa de Kay?
—Puedes decirlo así —dijo Gurney.
—En realidad —añadió Hardwick, deleitándose—, más bien un pequeño buitre podrido llamado Alyssa y un follabuitres idiota llamado Mick, la Bestia.
Después de observarlo durante varios segundos con el cariño con el que uno miraría a un niño encantadoramente incorregible, Esti le tomó la mano y se la apretó.
—Será mejor que me vaya. Debería estar interceptando y desviando el tráfico, los coches de idiotas que van hacia la feria desde la interestatal.
—Dispara a esos cabrones —soltó Hardwick.
La discusión se prolongó un poco después de que se fuera Esti, pero el tema fue vagando hacia teorías de culpa y autodestrucción. Al parecer, a Hardwick aquello le pareció dar sueño.
Kyle sacó a relucir algo que recordaba de una clase de psicología de la universidad, la teoría de los accidentes de Freud; la idea de que esos sucesos no eran realmente «accidentales», sino que tenían un propósito: impedir o castigar una acción sobre la que la persona tiene un conflicto.
—Me pregunto si podía haber algo así cuando Carl tropezó delante de su hermano.
Los demás no parecían nada convencidos de esa teoría.
Como si buscara algo que pudiera explicar el caos, Kyle sacó el tema del karma.
—Sus malas acciones no solo se volvieron contra Carl. Pensémoslo. Lo mismo le ocurrió a Panikos cuando la noria que él mismo hizo explotar le aplastó. Y mira lo que le ocurrió a Mick Klemper cuando fue a por papá. Incluso lo de Lex Bincher, que, más o menos, se volvió loco con ese gran alarde de ego en RAM-TV, reclamando los méritos de toda la investigación: eso lo mató. Vaya, lo del karma parece que funciona.
Kyle sonó sincero, tan excitado por esa idea…, tan joven. A Gurney le recordó a él mismo cuando era un adolescente. Tuvo ganas de abrazarlo. Pero ceder a un impulso tan espontáneo, sobre todo en público, no formaba parte de su naturaleza.
Poco después, dos camilleros vinieron para llevarse a Hardwick para hacerle algunos exámenes complementarios, unas radiografías. Cuando lo tumbaron en la camilla con ruedas, se volvió hacia Gurney.
—Gracias, Davey. Estoy…, estoy pensando que podrías haberme salvado la vida… al traerme aquí tan deprisa. —Cosa rara en Hardwick, lo dijo sin un asomo de ironía.
—Bueno… —murmuró Gurney con torpeza, siempre incómodo cuando le daban las gracias—, tienes un coche rápido.
Hardwick soltó una pequeña risa, que terminó con un grito ahogado por el dolor que le provocó. Se lo llevaron en la camilla.
Madeleine, Kyle y Gurney se quedaron en la habitación, de pie, alrededor de la cama vacía. Ya casi exhaustos, nadie tenía nada que decir.
El timbre de un teléfono rompió el silencio. Era el de Kyle. Miró la pantalla.
—Joder —dijo a nadie en particular, y miró a su padre—. Es Kim. Le dije que la llamaría, pero con todo esto… —Al cabo de un momento de indecisión, añadió—: Debería contestar. —Salió al pasillo y, hablando en voz baja, se perdió de vista.
Madeleine estaba mirando a Gurney con una expresión cargada al mismo tiempo de alivio y cautela, como su voz.
—Has superado esto —dijo. Luego añadió—: Es lo principal.
—Sí.
—Y lo adivinaste todo. Otra vez.
—Sí. Al menos, eso creo.
—Oh, de eso no cabe duda. —En su rostro vio una sonrisa amable y difícil de descifrar.
Se hizo un silencio entre ellos.
Además de una profunda ola de agotamiento emocional y físico, Gurney empezó a sentir cierto dolor, un poco de rigidez. Después de un momento de desconcierto, se acordó de aquellos dos polis que habían saltado sobre él cuando había intentado quitarle a Panikos el teléfono rosa.
De repente estaba demasiado cansado para pensar, demasiado cansado para estar de pie.
Por un momento, en esa habitación del hospital, Gurney cierra los ojos. Cuando lo hace, ve a Peter Pan, todo de negro, dándole la espalda. El hombrecillo empieza a volverse. Su cara es de un amarillo bilioso; su sonrisa, de un rojo sangre. Sigue volviéndose. Girándose hacia él, levantando los brazos como las alas de un ave depredadora.
Los ojos en la cara biliosa son los de Carl Spalter. Lleno de horror, odio y desesperación. Los ojos de un hombre que lamenta haber nacido.
Gurney retrocede ante la visión, trata de concentrarse en Madeleine.
Ella le propone que se tumbe en la cama del hospital. Le ofrece darle un masaje en cuello, hombros y espalda.
Él accede y enseguida se encuentra vagando en un estado de semiconsciencia, sintiendo solo calidez y la suave presión de las manos de Madeleine.
Su voz, suave y tranquilizadora, es de lo único que es consciente, aparte del roce de su tacto.
Entre el agotamiento y el sueño hay un espacio de profunda desconexión. En esa sencillez suele encontrar la clase de serenidad que no halla en ningún otro sitio. Imagina que podría ser similar a lo que siente respecto a la droga un adicto a la heroína: una fuente de paz pura, impermeable.
Normalmente lo vivía como un estado de aislamiento de todos los estímulos sensoriales —que llevaba consigo una bendita incapacidad para determinar dónde acababa su cuerpo y empezaba el resto del mundo—, pero esta noche es diferente. Esta noche, el sonido de la voz de Madeleine y la calidez penetrante de sus manos están allí.
Ella está hablando de pasear por la costa de Cornualles, de los campos verdes y ondulados, los muros de piedra, los acantilados sobre el mar…
De navegar en kayak en un lago turquesa de Canadá…
De pedalear por los valles de los Catskills…
De recoger arándanos…
De construir casitas para los azulejos en el borde del prado alto…
De caminar por una senda a través de una granja de las Highlands escocesas…
La voz de Madeleine es tan suave y cálida como el tacto de sus manos sobre los hombros de Gurney.
Puede verla en bicicleta, con zapatillas blancas, calcetines amarillos, pantaloncitos fucsias y un chaqueta de nailon color lavanda brillando al sol.
El sol se disuelve en un enorme círculo de luces. Una rueda de luces.
La sonrisa de Madeleine es la sonrisa de Malcolm Claret. Su voz es la voz de él.
—No hay nada en la vida que importe, salvo el amor. Nada salvo el amor.