Algunos de los asistentes a la feria que estaban pasando por allí se detuvieron, inclinaron las cabezas y se miraron, dominados por la ansiedad. Pero nadie en la barandilla hizo señal alguna de fijarse en algo fuera de lo común. Quizá, pensó Gurney, estaban demasiado absortos en el jaleo de las atracciones y en los gritos de felicidad de los que se divertían. Y si alguien en la barandilla era responsable de la última de aquella serie de explosiones ahogadas —si había activado el artefacto incendiario con un temporizador o había enviado una señal electrónica con un detonador remoto—, desde luego no había hecho nada para delatarse.
Sabía que, probablemente, esa era su mejor, y quizás última, oportunidad de averiguar si debía prestar atención a alguno de aquellos chicos, o si, por el contrario, había llegado a un callejón sin salida. Gurney se acercó hasta la barandilla. Desde allí podía ver bien, hasta cierto punto, sus perfiles.
Dejando de lado los supuestos de Hardwick, estudió uno a uno a aquellos chicos. De los doce, podía ver con suficiente claridad a nueve: no era ninguno de estos. Entre los nueve estaban los tres que él había estado siguiendo antes. Se arrepintió del tiempo perdido, aunque sabía muy bien que aquello era parte del trabajo: a menudo se trataba de descartar opciones.
En todo caso, solo quedaban tres individuos. Eran los que tenía más cerca, pero los tres le daban la espalda. Los tres llevaban el desafortunado uniforme de los jóvenes rebeldes.
Como muchas otras ciudades del norte del estado que durante años habían permanecido en una especie de deformación temporal, conservando el viejo estilo y las apariencias de una telecomedia de los años cincuenta, Walnut Crossing estaba empezando a impregnarse lentamente —como ya había ocurrido en Long Falls— de la cultura tóxica de lo peor del rap, ropa gangsta y heroína barata. Aquellos tres chicos eran un buen ejemplo. No obstante, esperaba que dos de ellos fueran simplemente unos idiotas y que el tercero…
Por raro que pudiera sonar, esperaba que el tercero fuera la encarnación del mal.
También esperaba que no le quedaran dudas al respecto. Sería bonito que estuviera todo en los ojos, que con una simple mirada pudiera identificar el mal, con la misma facilidad con la que podía excluirlo. Pero sabía que no sería tan simple, haría falta algo más que la simple observación. Tendría que confiar en alguna clase de intercambio de impresiones, en alguna forma de generar una serie de desafíos que exigieran un conjunto de respuestas. Y estas pueden llegar de muchas formas: palabras, tonos, expresiones, lenguaje corporal. La verdad es acumulativa.
Pero ¿cómo llegar hasta allí?
Las opciones se simplificaron cuando uno de los tres individuos que habían estado mirando hacia otro lado se volvió hacia Gurney el tiempo suficiente para revelar una estructura facial que no concordaba con la que aparecía en los vídeos de seguridad. Les dijo algo sobre la noria a los otros dos; al principio, parecía estar engatusándolos, luego burlándose de ellos para que lo acompañaran. De hecho, parecía que los estaba incitando a ir con él y con los otros nueve, que, excitados, ya estaban saliendo a través de la abertura en la barandilla que conducía directamente a la cola de la noria. Al final, el chico abandonó a los dos rezagados, después de gritarles que eran unos moñas, y se unió a la cola.
Fue entonces cuando uno de los dos, el que estaba más cerca de Gurney, volvió la cabeza hacia él. Llevaba una capucha negra que le tapaba el pelo y la mayor parte de la frente, y que le ensombrecía los ojos. Tenía la cara pintada de un amarillo repugnante. Una sonrisa de color óxido le oscurecía el contorno de la boca. Solo un rasgo era claramente discernible. Algo que puso en alerta a Gurney.
Era la nariz: pequeña, afilada, ligeramente ganchuda.
Gurney no podía decir que fuera como la que había visto en los vídeos, aunque sentía que se parecía lo suficiente. Pero necesitaba algo más. Además, todavía no había podido ver al otro chico que lo acompañaba.
Cuando Gurney estaba a punto de cambiar su posición, el joven volvió la cabeza lo suficiente para eliminarse: su cara era ancha y plana. Estaba diciendo algo al de la capucha negra, que Gurney solo oyó en parte. No estaba seguro pero sonó como: «¿Tienes más mierda?».
La respuesta del de la capucha negra le resultó inaudible, pero no había nada ambiguo en la decepción en el rostro del otro.
—¿Vas a tener más?
De nuevo la respuesta fue inaudible, pero el tono no era agradable. El que preguntaba estaba obviamente desconcertado y, después de lo que pareció una vacilación torpe, retrocedió, se volvió y se apresuró a meterse en la calzada que estaba más cerca de Hardwick. Después de una breve vacilación, Hardwick lo siguió y pronto los dos se perdieron de vista.
El de la capucha negra estaba solo en la barandilla. Se había vuelto hacia las atracciones y estaba mirando, con una especie de especulación distraída, el despliegue chillón de las luces de la noria. Sus movimientos tenían una suavidad mesurada. Había una calma en él que parecía mucho más adulta que infantil.
Capucha Negra (como Gurney lo llamaba para sí, reacio a darle el nombre del asesino prematuramente) mantenía las manos en los bolsillos delanteros de la sudadera, lo cual podía ser una forma conveniente de mantener las manos escondidas, pues la piel de estas delata fácilmente la edad (llevar guantes en agosto llamaría demasiado la atención). Su estatura —poco más de metro y medio— encajaba con la de Peter Pan, y parecía tener la misma clase de cuerpo enjuto que no dejaba claro su sexo. Había manchas de barro en sus pantalones de chándal negros y en sus zapatillas: aquello encajaba con haber bajado en un quad por Barrow Hill y por el prado empapado que rodeaba la feria. Por otro lado, que, tal como se desprendía del retazo de conversación que había escuchado, pudiera pasar drogas a los chicos explicaba que lo hubieran admitido en su grupo.
Cuando Gurney estaba mirando aquella figura vestida de negro, sopesando las pruebas circunstanciales, el fondo de tambores y música country que había dominado la feria hasta el momento cesó de forma abrupta. A continuación sonó un ruidoso acople durante varios segundos y finalmente alguien anunció:
Damas y caballeros, atención, por favor. Este es un aviso urgente. Por favor, mantengan la calma. Este es un aviso de emergencia. Estamos respondiendo a varios incendios de origen desconocido. Por la seguridad de todos, se interrumpen las actividades programadas para esta noche. Vamos a evacuar el recinto ferial de forma segura y ordenada. Las atracciones en marcha ahora serán las últimas de esta noche. Pedimos a todos los expositores que empiecen a cerrar sus puestos. Solicitamos que todos sigan las instrucciones del personal de seguridad, bomberos y médicos. Este es un aviso de emergencia. Todos los visitantes deben empezar a dirigirse de forma ordenada a las salidas y zonas de aparcamiento. Repito, estamos respondiendo a varios incendios de origen desconocido. Por la seguridad de todos, en este momento debemos empezar una evacuación ordenada de la…
El aviso quedó interrumpido por la explosión más ruidosa de las que se habían producido hasta ese momento.
Cundió el pánico. Gritos. Madres llamando a sus hijos. Gente desconcertada. Gente paralizada. Otra moviéndose de manera errática.
Capucha Negra, de pie en la barandilla, mirando la colosal noria, no mostró reacción alguna. Ningún asombro, ninguna curiosidad. Esa era la prueba más incriminatoria hasta el momento. No era lógico que no reaccionara, a menos que lo que estaba ocurriendo no fuera una sorpresa para él.
No obstante, como solía ocurrirle, aquella creciente convicción le inspiró una mayor cautela. Era muy consciente de cómo las percepciones pueden empezar a alinearse para apoyar una conclusión en concreto. Una vez que un patrón comienza a cobrar forma, por erróneo que pueda ser, la mente, de forma inconsciente, favorece los datos que lo apoyan y descarta aquellos que no lo hacen. Los resultados pueden ser desastrosos. De hecho, en el mundo policial pueden llegar a ser fatales.
¿Y si Capucha Negra era otro desecho patético, un colgado más, absorto por las luces de las atracciones, ajeno al peligro? ¿Y si fuera solo uno más de las cincuenta mil o cien mil personas del planeta con una nariz pequeña y ganchuda? ¿Y si el barro de sus pantalones llevara allí desde hacía una semana?
¿Y si lo que parecía un patrón cada vez más obvio no lo fuera en absoluto?
Gurney tenía que hacer algo, lo que fuera, para resolver la cuestión. Y tenía que hacerlo solo. Y tenía que hacerlo deprisa. No había tiempo para sutilezas ni para el trabajo en equipo. Solo Dios sabía dónde estaba Hardwick en ese momento. No podía contar con la ayuda de la policía local, que probablemente ya estaría desbordada por aquel creciente caos. Además, había convertido a uno de aquellos policías en su enemigo: en ese momento, era más probable que lo detuvieran que no que lo ayudaran.
Las atracciones seguían rugiendo y chirriando en sus jaulas mecánicas. La noria giraba lentamente: su tamaño y el relativo silencio de su movimiento la dotaban de una peculiar majestuosidad entre los artefactos inferiores y más ruidosos de las atracciones. La gente todavía se movía en ambas direcciones de la calzada circular. Padres ansiosos estaban empezando a congregarse junto a la barandilla, presumiblemente para reunir a sus hijos en cuanto bajaran de las atracciones.
Gurney no podía esperar más.
Agarró la Beretta en el bolsillo ancho de la sudadera, quitó el seguro y se acercó por la barandilla hasta situarse un metro por detrás de Capucha Negra. Se dejó llevar por un impulso instintivo y empezó a cantar con suavidad:
Encima de la rosa
un ramillete posa.
Cenizas, cenizas
y todos caen.
Un hombre y una mujer que estaban al lado de Gurney le lanzaron miradas extrañas, pero Capucha Negra ni se movió.
Una atracción llamada La Rueca Salvaje se detuvo con el sonido de clavos gigantes en una pizarra. De ella bajaron varias docenas de chicos mareados, a muchos de los cuales se los llevaron los adultos que los esperaban. Eso despejó la zona alrededor de Gurney.
Con la Beretta escondida, apuntando a la espalda de la figura que tenía delante, reanudó su canto, apenas audible, manteniendo el absurdo ritmo de canción infantil mientras improvisaba:
Perfecto Peter Pan
tenía un perfecto plan,
pero perdió el paso
Peter el payaso.
Cenizas, cenizas
y todos caen.
Capucha Negra giró ligeramente el cuello, lo bastante quizá para obtener una visión periférica del tamaño y posición de quien tenía detrás de él, pero no dijo nada.
Gurney alcanzó a ver varias marcas circulares de color rojo oscuro, del diámetro aproximado de unos guisantes, pintadas en la mejilla de un modo que le recordaba los tatuajes en forma de lágrima que ciertos miembros de bandas solían llevar en ese mismo lugar, en ocasiones como recordatorio de amigos muertos, a veces como anuncios de asesinatos que ellos mismos habían cometido.
Entonces sintió un pequeño escalofrío: no eran solo marcas rojas, ni siquiera lágrimas rojas.
Eran florecitas rojas.
Las manos de Capucha Negra se movieron ligeramente dentro de los enormes bolsillos de su indumentaria.
En su propio bolsillo, el dedo índice de Gurney se deslizó en el gatillo de la Beretta.
En la calzada de detrás de él, a una distancia que calculó de no más de cien metros, se produjo otra explosión, seguida de gritos, chillidos, maldiciones, el clamor agudo de varias alarmas de incendio disparándose a la vez, más gritos, alguien gimiendo el nombre «Joseph», el sonido de muchos pies que corrían.
Capucha Negra se quedó totalmente quieto.
Gurney sintió una rabia creciente al imaginar la escena detrás de él, aquella que estaba provocando esos gritos de dolor y terror. Dejó que la rabia impulsara sus siguiente palabras.
—Eres hombre muerto, Panikos.
—¿Hablas conmigo?
El tono de la pregunta era llamativamente despreocupado. El acento era como de la calle, un poco desafiante. Su edad era difícil de determinar, infantil de un modo extraño. Establecer su sexo por su voz no resultaba más fácil que determinarlo por su constitución física.
Gurney examinó lo poco que podía ver de la cara pintada de amarillo bajo la capucha negra. Las luces chillonas de las atracciones, los gritos de consternación y confusión que brotaban desde los lugares de las explosiones y el olor acre del humo arrastrado por el viento estaban transformando a la criatura que tenía delante en algo sobrenatural. Una imagen en miniatura de Jack, el Destripador. Un niño actor en el papel de un demonio.
Gurney respondió con voz firme.
—Estoy hablando al perfecto Peter Pan que disparó al hombre equivocado.
La cara bajo la capucha se volvió lentamente hacia él. Entonces el cuerpo empezó a seguirlo.
—Quieto —dijo Gurney—. No te muevas.
—He de moverme, tío. —Una tenue angustia había aflorado a la voz de Capucha Negra—. ¿Cómo puedo no moverme?
—¡He dicho que no te muevas!
Se quedó quieto. Esos ojos que no pestañeaban, los ojos de aquella cara amarilla estaban concentrados en el bolsillo donde Gurney llevaba la Beretta, lista para disparar.
—¿Qué vas a hacer, tío?
Gurney no dijo nada.
—¿Vas a dispararme?
La forma de hablar, la cadencia, el acento, todo sonaba correcto para un chico duro de la calle.
Pero, de alguna manera, no acababa de encajar. Por un momento no pudo localizar el problema, pero enseguida se dio cuenta de cuál era. Sonaba como un chico de la calle, sí, pero de ningún lugar en particular. Resultaba poco creíble. Le pasaba algo parecido a lo que les sucede a los actores británicos que hacen de neoyorquinos: sus acentos pasaban de un barrio a otro y, en última instancia, no eran de ninguna parte.
—¿Voy a dispararte? —Gurney arrugó el entrecejo—. Te dispararé si no haces justo lo que digo.
—¿Como qué, tío? —Mientras hablaba empezó a volverse otra vez para ver la cara de Gurney.
—¡Alto! —Gurney impulsó la Beretta hacia delante en el bolsillo de la sudadera, para que su presencia resultara más obvia.
—No sé quién eres, tío, pero estás como una puta cabra.
Se volvió unos grados más.
—Un milímetro más, Panikos, y aprieto el gatillo.
—¿Quién coño es Panikos? —De repente, parecía completamente desconcertado, indignado, quizá demasiado.
—¿Quieres saber quién es Panikos? —Gurney sonrió—. Es el más estúpido del negocio.
En ese momento notó un cambio fugaz en aquellos ojos fríos, algo que apareció y desapareció en menos de un segundo. Le pareció un destello de puro odio, que enseguida se transformó en asco.
—Estás loco, tío. Completamente loco.
—Quizá —dijo Gurney con calma—. Quizás estoy loco. Tal vez, como tú, voy a disparar al hombre equivocado. Quizá vas a comerte la bala solo porque estabas en el momento equivocado en el sitio equivocado. Esa clase de cosas ocurren, ¿verdad?
—Qué chorradas dices, tío. No vas a dispararme a sangre fría delante de mil personas en esta puta feria. Si haces eso es el final de tu vida, tío. No hay escapatoria. Imagínate el puto titular, tío: «Poli loco dispara a un chico indefenso». ¿Eso es lo que quieres que tu familia vea en el periódico, tío?
La sonrisa de Gurney se ensanchó.
—Ya veo. ¿Sabes?, lo que dices me resulta muy interesante. Pero, oye, dime una cosa: ¿cómo sabes que soy poli?
Por segunda vez algo ocurrió en esos ojos. Ya no era odio, más bien fue como un pequeño salto de un segundo en un vídeo antes de que la reproducción normal se reanudara.
—Has de ser poli, ¿no? Has de ser poli. Es evidente.
—¿Qué lo hace evidente?
Capucha Negra negó con la cabeza.
—Es evidente y punto, tío. —Se rio sin humor, dejando ver unos dientes pequeños y afilados—. ¿Quieres saber una cosa? Te diré una cosa. Esta conversación es una gilipollez. Estás demasiado loco, tío. Esta conversación ha terminado.
En un movimiento rápido y amplio, terminó de volverse hacia Gurney, levantando los codos al mismo tiempo como las alas de un pájaro, con los ojos desorbitados y ambas manos ocultas todavía en los pliegues de una camisa negra que le quedaba grande.
Gurney sacó su Beretta y disparó.