Más y más personal de seguridad corría hacia allí. Algunos vigilantes trataban de alejar a la gente de las proximidades del granero. Los bomberos ya desplegaban las mangueras desde su camión. Otros intentaban recuperar el control de los caballos, las vacas, los cerdos y los corderos, que se estaban escapando, incluso de un par de bueyes gigantes.
Gurney observó que había corrido la voz de las dos explosiones anteriores: más miedo y confusión. Al menos un tercio de la gente estaba ahora pegada a sus teléfonos: hablando, mandando mensajes de texto, fotografiando el fuego y dejando testimonio de la agitación que los rodeaba.
Mientras intentaba encontrar entre la multitud a las tres personas que lo habían llevado hasta allí, o a cualquier otra que pudiera parecerse a Panikos, Gurney se quedó de piedra al ver a Madeleine saliendo del granero. Vio que llevaba dos alpacas por sus cabestros, una en cada mano. Dennis Winkler iba detrás de ella, conduciendo a otras dos.
En cuanto salieron de la zona ocupada por el equipo de bomberos, se detuvieron para hablar de algo: Winkler era el que más hablaba, Madeleine asentía, seria. Enseguida continuaron, Winkler delante, siguiendo una suerte de pasillo que un equipo de seguridad iba abriendo entre la multitud, para que pudieran evacuar más fácilmente a los animales.
Eso los llevó a unos metros de Gurney.
Winkler lo vio primero.
—Eh, David, ¿quieres ayudarnos?
—Lo siento, no puedo ayudaros ahora mismo.
Winkler parecía ofendido.
—Tenemos una emergencia.
—Todos la tenemos.
Winkler lo miró, luego siguió adelante con un murmullo que se perdió por el ruido de un trueno.
Madeleine se detuvo y miró a Gurney con curiosidad.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —Incluso al decirlo, la severidad en su voz le advertía que debía mantener la calma.
—Ayudar a Dennis y a Deirdre, como te dije que haría.
—Tienes que salir de aquí. Ahora.
—¿Qué? ¿Qué pasa contigo? —El viento le estaba echando el cabello hacia delante, en torno a la cara. Con ambas manos en los cabestros, ella sacudía la cabeza para evitar que el pelo le tapara los ojos.
—No es seguro estar aquí.
Ella parpadeó, atónita.
—¿Por el fuego en el granero?
—El fuego en el granero, el fuego en el escenario, el fuego en el puesto de flores.
—¿De qué estás hablando?
—Del hombre que estoy persiguiendo…, del hombre que quemó las casas en Cooperstown…
Destelló un relámpago y sonó el trueno más ruidoso hasta el momento. Madeleine se estremeció y levantó la voz.
—¿Qué me estás queriendo decir?
—Está aquí. Petros Panikos. Aquí, esta noche, ahora. Creo que es posible que haya sembrado toda la feria de explosivos.
El cabello de Madeleine seguía tapándole el rostro, pero ella ya no hacía ningún esfuerzo para controlarlo.
—¿Cómo sabes que está aquí?
—Lo he seguido hasta aquí.
—¿Desde dónde?
Otro relámpago, otro trueno.
—Desde Barrow Hill. Lo seguí hasta aquí con la motocicleta de Kyle.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué…?
—Ha matado a Mick Klemper.
—¡Madeleine! —La voz impaciente de Winkler los alcanzó desde el lugar donde él estaba esperando, a unos diez metros.
—¡Madeleine! ¡Vamos! No podemos pararnos.
—¿Klemper? ¿Dónde?
—Al lado de nuestra casa. No tengo tiempo para explicarlo. Panikos está aquí. Lo está volando todo, lo está quemando todo, necesito que te marches de aquí.
—¿Qué pasa con los animales?
—Maddie, por el amor de Dios…
—Están aterrorizados por el fuego. —Miró atrás con angustia hacia su par de alpacas, que parecían extrañamente reflexivas.
—Maddie…
—De acuerdo, de acuerdo… Deja que lleve a estas dos a un lugar seguro y me iré. —Obviamente le resultaba una decisión difícil—. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—Estoy tratando de encontrarlo y detenerlo.
El miedo invadió los ojos de Madeleine, que empezó a protestar, pero Gurney la cortó.
—Tengo que hacerlo. Y tú has de largarte de aquí, por favor, ahora.
Ella pareció incapaz de moverse, quizá por su propio miedo. Luego se acercó y lo abrazó, casi desesperada. Se volvió sin decir otra palabra y fue hacia donde la estaba esperando Winkler. Intercambiaron unas pocas palabras, luego se movieron con rapidez, uno al lado de la otra, a través del pasillo que se había abierto entre la multitud.
Observándolos durante unos segundos hasta que se perdieron de vista, Gurney sintió una puñalada de emoción que no podía identificar. Parecían tan condenadamente hogareños, tan malditamente compatibles, como unos padres generosos que se apresuraran a buscar refugio de la tormenta.
Cerró los ojos, para escapar de aquella sensación.
Cuando los abrió, al cabo de un momento, el extraño trío de caras pintadas había reaparecido como por arte de magia. Estaban pasando a su lado en la misma dirección que habían tomado Madeleine y Winkler. Gurney tenía la inquietante impresión —aunque quizá fueran imaginaciones suyas— de que una de las caras pintadas estaba sonriendo.
Les concedió unos quince metros de ventaja. La calzada que tenía por delante era un embrollo de corrientes en conflicto. La curiosidad estaba atrayendo a gente hacia el granero en llamas, por más insensato que pareciera, mientras el personal de seguridad hacía todo lo posible para hacerles dar la vuelta y mantener un pasillo para que los animales y sus cuidadores llegaran a una serie de corrales situados en el otro extremo de la feria.
Como un impulso primitivo, el fuego parecía atraerlos, pero la amenaza de la lluvia estaba convenciendo a muchos de abandonar las calzadas peatonales y dirigirse a los puestos de expositores o a sus coches. Como ya había menos gente, a Gurney se le hacía más fácil mantener el trío a la vista.
Al final de un grandioso trueno que reverberó en el valle, se dio cuenta de que su teléfono estaba sonando.
Era Hardwick.
—¿Aún no has encontrado a ese cabrón?
—Quizás una posibilidad remota o dos, nada firme. ¿Qué zona has cubierto hasta ahora?
No hubo respuesta.
—¿Jack?
—Espera un segundo.
Gurney se encontró dividiendo su atención entre el trío al que seguía y el cubo de vídeo gigante que dominaba el centro del recinto ferial y que no dejaba de emitir música country. Al oír que Hardwick regresaba al teléfono, no pudo desintonizar del todo el siniestro coro edípico de una canción llamada Día de la Madre, sobre un tipo que trabajaba y bebía mucho, un hombre que conducía una furgoneta y que nunca había conocido a una mujer tan encantadora como su mamá.
—Ya estoy aquí.
—¿Qué está pasando?
—He estado siguiendo a un grupo, no quería perderlos de vista. Vestidos con ropa de raperos. Un par de ellos llevan esa pintura de mierda en la cara.
—¿Algo especial en ellos?
—Parece que hay un grupo central y hay uno marginado.
—¿Marginado?
—Sí. Como si estuviera con el grupo pero no formara realmente parte de él.
—Es interesante.
—Sí, pero no te entusiasmes. En todos los grupos siempre hay un chico que está un poco fuera del grupo. No tiene por qué significar nada.
—¿Puedes ver lo que tiene pintado en la cara?
—He de esperar a que se dé la vuelta.
—¿Dónde estás?
—Pasando delante de un puesto que vende ardillas disecadas.
—Vaya. ¿Alguna pista mejor?
—Hay un edificio al fondo de la calzada con una foto de una calabaza enorme en la puerta, al lado de una sala de videojuegos. De hecho, los minirraperos acaban de entrar.
—¿Y el marginado?
—Sí, él también. Están dentro. ¿Quieres que entre?
—Mejor no. Todavía no. Solo asegúrate de que hay una sola puerta. No los pierdas.
—Espera, acaban de volver a salir. Están otra vez en marcha.
—¿Todos? ¿El marginado también?
—Sí. Estoy contando… Ocho, nueve…, sí, todos.
—¿Hacia dónde van?
—Detrás del edificio de la calabaza, hacia el final de la calzada.
—Eso significa que vamos a reunirnos. Estoy a una calzada de ti, moviéndome en la misma dirección, siguiendo a una procesión de animales y a mi propio grupito de caras pintadas.
—¿Animales?
—Están llevando a los animales que estaban en el granero a los corrales que hay detrás de la noria. El granero está en llamas.
—Mierda. He oído algo sobre el granero en llamas. Pensaba que se habían confundido con el fuego en el escenario. Vale, deja que cuelgue, he de prestar atención aquí… Oye…, espera un momento…, ¿sabes algo de lo que está pasando en tu casa?
—He de llamar a mi hijo para averiguarlo.
—Cuéntamelo.
Cuando colgó, vio a Madeleine y Winkler doblando la esquina de una especie de calzada circular que rodeaba las atracciones y los corrales. Al cabo de un momento, el trío al que Gurney estaba siguiendo tomó esa misma dirección. Cuando alcanzaron la intersección, se juntaron con el grupo de nueve personas al que había estado siguiendo Hardwick.
Moviéndose entre los animales y los grupos de visitantes que permanecían ajenos al desastre e impertérritos ante la amenazante tormenta, aquella docena de pequeños cuerpos hacían casi imposible que Gurney pudiera descubrir entre ellos a un monstruoso adulto disfrazado de niño. Los chicos se acercaron a la barandilla que separaba la calzada de las atracciones.
Madeleine, Dennis y las alpacas habían dejado atrás las atracciones y se dirigían a los corrales. Gurney buscó un lugar desde el que pudiera ver los corrales, pero sin perder de vista al grupo de chicos. Vio a Hardwick cerca de allí, donde la segunda calzada recta desembocaba en la circular. Gurney sacó su teléfono y lo llamó, en vez de acercarse hasta su posición.
Cuando respondió, Hardwick lo estaba mirando.
—¿Qué es ese sombrero de paleto?
—Camuflaje para la ocasión. Es una larga historia. Dime: ¿has localizado a alguien más o tenemos a nuestros principales candidatos justo delante?
—Solo ellos. Y puedes descartar a la mitad por el factor fofo.
—¿Qué?
—Algunos de estos chicos están demasiado gordos. Por lo que he visto en los vídeos, nuestro pequeño Peter es delgado…, incluso parece algo famélico.
—Eso nos deja unas seis posibilidades, ¿no?
—Diría que, más bien, dos o tres. Además del factor del peso, está el de la altura y el de la estructura facial. Como mucho: uno de tu grupo y dos del mío. Y aun eso parece muy exagerado.
—¿De qué tres estás hablando?
—El que está más cerca de ti, con una estúpida gorra de béisbol y la mano en la barandilla. El que está a su lado, con la capucha negra y las manos en los bolsillos. Y el que está más cerca de mí, con el uniforme azul de baloncesto que le queda tres tallas grande. ¿Tienes alternativas mejores?
—Deja que mire más de cerca. Te volveré a llamar.
Se guardó el teléfono en el bolsillo, estudiando los doce pequeños cuerpos de la barandilla, prestando especial atención a los tres que Hardwick había señalado. Una de las palabras que había dicho su amigo resonaba en su cabeza: exagerado.
Tenía una sensación mareante de que había algo absurdo en toda esa idea, la de que uno de aquellos escolares inquietos y vestidos de manera absurda pudiera ser realmente Peter Pan. Al cambiar su posición para observar más de cerca sus caras, estuvo tentado de abandonar todo el esfuerzo, de aceptar la probabilidad de que Peter Pan hubiera escapado de la feria y de que, en ese momento, se dirigiera a un lugar desconocido, lejos de Walnut Crossing. A buen seguro, era una posición más sensata que creer que una de las pequeñas personas de la barandilla, aparentemente cautivadas por el rugido y el repiqueteo de las atracciones, era un asesino despiadado.
¿Era concebible que el hombre al que la Interpol atribuía cincuenta asesinatos, que abrió el cráneo de Mary Spalter en el borde de la bañera, que clavó unos clavos en los ojos de Gus Gurikos, que mató a siete personas quemándolas en Cooperstown, que cortó la cabeza de Lex Bincher… estuviera en ese momento haciéndose pasar por uno de esos niños? Al pasar tranquilamente junto a los chicos, como si estuviera tratando de ver mejor la noria, consideró imposible que uno de aquellos chavales fuera un asesino especializado en asesinatos que otros consideraban imposibles.
Entonces volvió a plantearse algo que se había preguntado varias veces en los últimos días, pero a lo que había dedicado poco tiempo. Era probablemente la cuestión más desconcertante de todas: ¿qué era tan difícil en el asesinato de Carl Spalter?
¿Cuál era el aspecto «imposible»? ¿Qué lo convertía en un trabajo para Panikos?
Quizá la respuesta a esa pregunta desenredaría todos los demás secretos del caso. En ese preciso momento, lo vio claro: tenía que responder a esa pregunta. Examinar la cuestión desde todos los ángulos, hasta que emergiera la verdad. Su sencillez lo convenció de que esa era la pregunta correcta. Incluso se sintió algo optimista. Estaba tras la pista adecuada.
Entonces ocurrió algo desconcertante.
Se le ocurrió una respuesta que era tan sencilla como la pregunta.
Al principio temió incluso respirar, como si la solución fuera frágil como el humo, como si el mero hecho de respirar pudiera hacerla desaparecer. Pero cuanto más la examinaba y más probaba su solidez, más convencido estaba de que tenía razón. Y si tenía razón, es que había resuelto el misterio del asesinato de Spalter.
Esa explicación asombrosamente simple fue cobrando forma en su mente. Sintió ese hormigueo que siempre acompañaba a un gran descubrimiento.
Se repitió la pregunta a sí mismo. ¿Qué era tan difícil en el asesinato de Carl Spalter? ¿Qué hacía que fuera tan imposible?
Entonces no pudo por más que reírse en voz alta.
Porque la respuesta era muy sencilla. Nada.
Nada hacía que pareciera imposible.
Pasó junto a las figuras de la barandilla. Volvió a plantearse qué luz arrojaba sobre los aspectos más oscuros del caso esa respuesta tan sencilla. A medida que se disipaba un misterio tras otro, su excitación fue en aumento.
Ya comprendía por qué tenía que morir Mary Spalter.
Sabía quién ordenó el disparo que terminó con la vida de Carl Spalter. El motivo estaba claro como el día. Y era más oscuro que una noche en el Infierno.
Ya sabía cuál era aquel terrible secreto, qué significaban los clavos en la cabeza de Gus y cuál era su finalidad.
Alyssa, Klemper y Jonah encajaban en el puzle.
El misterio del disparo procedente de un lugar del que no podía proceder ya no era tal misterio.
De hecho, todo en el caso del homicidio de Carl Spalter era sencillo. Asquerosamente sencillo.
Tenía que detener a Peter Pan de inmediato.
Entonces otro zumbido interrumpió sus pensamientos.