Había reconocido el sonido: el zumbido ahogado de un pequeño artefacto incendiario.
En cuanto llegó a la escena, a dos calzadas de distancia, confirmó su impresión. Vio una pequeña cabina envuelta en llamas y humo. Ya había dos hombres con brazaletes de seguridad apresurándose hacia allí con extintores y gritando a los mirones que se quitaran de en medio. Dos mujeres de seguridad llegaron y empezaron a abrirse paso por la parte de atrás de la cabina, gritando repetidamente:
—¿Hay alguien dentro? ¿Hay alguien dentro?
Un vehículo de emergencias con luces destellando y la sirena en marcha se acercaba por el centro de la explanada.
Al ver que allí no podía hacer nada, Gurney se centró en la multitud que estaba cerca del fuego. Los pirómanos tienen inclinación a deleitarse con su obra, pero reconocer a Peter Pan entre toda aquella gente pronto se le antojó imposible. Pero entonces se fijó en algo más. El cartel medio quemado de la cabina decía: FONDO CONTRA EL DILUVIO DE WALNUT CROSSING. Y en medio de los escombros de la explosión había unos ramos chamuscados de crisantemos de color rojo oxidado, esparcidos por el suelo.
Al parecer, Panikos tenía una relación de amor-odio con los crisantemos, o quizá con todas las flores, o con cualquier cosa que le recordase a Florencia. Pero eso solo no explicaba por qué estaba allí. Había otra posibilidad, por supuesto. Una más aterradora. Los lugares públicos eran perfectos para dejar una huella indeleble.
¿Por eso Panikos había visitado la feria antes, para preparar el terreno? ¿Acaso había sembrado el lugar de explosivos? ¿La destrucción del puesto de flores era solo la frase inicial de su mensaje?
Gurney se planteó si debía compartir esa hipótesis con la gente de Seguridad. ¿Con el Departamento de Policía de Walnut Crossing? ¿Con el DIC? ¿O eso no haría más que hacerle perder el tiempo? Al fin y al cabo, si todas sus suposiciones eran ciertas, cuando acabara de contar la historia (y cuando los otros se decidieran a creerle), podía ser demasiado tarde.
Por muy descabellado que pudiera parecer, solo había una salida. Y para eso debía identificar a Peter Pan, algo que era casi imposible. Pero no había más opciones sobre la mesa.
Así que empezó a hacer la única cosa que sabía hacer. Comenzó a avanzar entre la gente. Usaría la altura como primer filtro, el peso como el segundo, la estructura facial como el tercero.
Al avanzar por la siguiente calzada, fijándose no solo en los individuos que paseaban por la feria, sino también en los clientes de cada caseta, de cada tienda de expositor, se le ocurrió una idea irónica: la ventaja del peor escenario, que Peter Pan había acudido a la feria para volarla pieza a pieza, era que se quedaría allí durante un rato. Y mientras estuviera allí, era posible atraparlo. Antes de que pudiera enfrentarse a la pregunta moral de cuánta más destrucción humana y material estaría dispuesto a cambiar por atrapar a Peter Pan, Hardwick lo llamó. Estaba en la puerta principal. Le preguntó dónde quería que se reunieran.
—No hemos de reunirnos —le contestó—. Podemos cubrir más terreno por separado.
—Bien. Entonces…, ¿qué hago, solo empezar a buscar al enano?
—Lo mejor que puedas, básate en lo que recuerdas de las imágenes de los vídeos de seguridad. Puede que sea bueno prestar especial atención a grupos de niños.
—¿Para qué…?
—Querrá pasar desapercibido. Un adulto de metro y medio llama la atención, pero un niño de ese tamaño no, así que es muy probable que se haga pasar por un chaval. La piel de la cara puede delatarlo, así que supongo que habrá intentado ocultarla de alguna forma. Muchos niños llevan la cara pintada. Esa sería la solución más sencilla.
—Lo entiendo, pero ¿por qué iba a estar en un grupo?
—Por lo mismo, para pasar desapercibido. Un niño solo llama más la atención que si va acompañado de otros chavales.
Hardwick soltó un suspiro, puro escepticismo.
—Me suena a conjeturas.
—No te lo discutiré. Una cosa más: da por hecho que va armado, y, por el amor de Dios, no lo subestimes. Recuerda, él sigue vivito y coleando, pero un montón de gente que se ha cruzado en su camino está muerta.
—¿Qué hago si creo que lo he identificado?
—Mantenlo controlado y llámame. Yo haré lo mismo. Ese será el momento en que tendremos que ayudarnos. Por cierto, por aquí ha volado un puesto de flores, justo después de tu última llamada.
—¿Qué?
—Ha sonado como un artefacto incendiario de poca intensidad. Probablemente como los de Cooperstown.
—¿Por qué un puesto de flores?
—No soy psicoanalista, Jack, pero las flores, sobre todo los crisantemos, significan algo para él.
—¿Sabes que por aquí a los crisantemos los llaman «mamás»?
—Claro, pero…
Una serie de explosiones rápidas cortaron su respuesta. Se agachó de manera instintiva. Las explosiones se habían producido por encima de él.
Examinó con rapidez la zona que lo rodeaba y se llevó el teléfono al oído a tiempo de oír a Hardwick.
—Joder, ¿qué ha sido eso?
La respuesta llegó en forma de una serie de explosiones similares, con líneas geométricas de luz y estallidos de chispas de color que se extendían por el cielo nocturno. Gurney soltó una risa aguda y corta.
—¡Fuegos artificiales! Son solo fuegos artificiales.
—¿Fuegos artificiales? ¿Para qué cojones…? El Cuatro de Julio fue hace un mes.
—Ni idea.
Se produjo una tercera serie, más alta y más estruendosa.
—Capullos —murmuró Hardwick.
—Sí, bueno, da igual. Tenemos trabajo.
Hardwick se quedó en silencio unos segundos, luego cambió de dirección de manera abrupta.
—Entonces, ¿qué piensas de Jonah? No reaccionaste cuando lo saqué a relucir. ¿Crees que tengo razón?
—¿Crees que fue él quien planificó el asesinato de Carl?
—Sale beneficiado en todo. En todo. Y has de admitir que es el único que tiene dinero.
—¿Qué le parece a Esti? ¿Está de acuerdo contigo?
—Cielos, no. Ella está centrada en Alyssa. Está convencida de que todo era una represalia porque Carl la violó, aunque no haya pruebas reales de eso. Son suposiciones que nos han llegado a través de Klemper… Y eso me recuerda que he de avisarla de la muerte de Mick. Te garantizo que se pondrá a bailar de alegría.
Gurney tardó unos segundos en sacarse esa imagen de la cabeza.
—Vale, Jack, hemos de concentrarnos en esto. Panikos está aquí. Con nosotros. A nuestro alcance. Vamos a encontrarlo.
Al terminar la llamada, una ensordecedora explosión final de fuegos artificiales iluminó el cielo. Aquello le hizo pensar en el tiroteo que había descrito Esti. ¿Qué tenía en común con el caso Spalter? Le seguía intrigando… De todos modos, por importante que pareciera esa pregunta, tenía que centrarse en lo que ahora tenía ante sí.
Reanudó su avance a través de la feria, fijándose en las caras de todas las personas de baja estatura con las que se cruzaba. Mejor estudiar demasiadas que quedarse corto. Si alguien del tamaño adecuado estaba mirando para otro lado, o si su rostro quedaba oculto por las gafas, por una barba o por el ala de un sombrero, lo seguía con discreción, buscando otro ángulo para verlo mejor.
Empezó a seguir a una persona pequeña, de edad indefinida, que vestía vaqueros negros y anchos y un jersey holgado, hasta que un hombre enjuto, quemado por el sol y con un sombrero de John Deere la saludó con afecto en una tienda de la Iglesia Evangélica de Cristo Resucitado, la llamó Eleanor y le preguntó por sus vacas.
Siguió a otras dos personas, pero la cosa acabó de un modo parecido. Empezaba a perder la esperanza de dar con él. Mientras, los temas country cantados con voz nasal atronaban desde la pantalla de cuatro lados situada en el centro de la feria. Aquello saturaba la atmósfera de un sentimentalismo desconcertante. Y el efecto se multiplicaba por una combinación de olores igual de extraña: palomitas, patatas fritas y estiércol.
Tras doblar la esquina, donde una unidad de refrigeración del tamaño de una habitación con un cristal frontal mostraba una enorme escultura bovina de mantequilla, atisbó la misma banda ambulante de alrededor de una docena de niños con las caras pintadas que había visto antes. Aceleró el paso para acercarse.
Aparentemente, habían tenido éxito con su empresa de flores por donaciones. Solo dos miembros del grupo llevaban todavía ramos, y no parecían tener prisa por repartirlos. Entonces vio que el policía de la puerta de expositores se acercaba por la calzada desde el otro lado, acompañado por lo que parecían un par de colegas de paisano.
Gurney se metió por una puerta abierta y se encontró en la sala de exposiciones del club 4-H, rodeado por puestos de verduras grandes y brillantes.
Una vez que aquellos hombres pasaron de largo, Gurney retrocedió. Se estaba acercando otra vez a los chicos que llevaban la cara pintada cuando hubo otra explosión, no muy lejos. Un poderoso zumbido, posiblemente el doble de fuerte del que había destruido el puesto de flores. No obstante, la gente siguió caminando como si nada, probablemente porque los petardos habían sido aún más ruidosos.
Sin embargo, algo captó la atención de los niños que llevaban la cara pintada. Se detuvieron y se miraron entre sí, como si la explosión hubiera despertado su apetito por el desastre. Enseguida se volvieron y se apresuraron por la calzada que conducía al origen del sonido.
Gurney los atrapó dos calles más allá. Se habían reunido a mirar al borde de una gran multitud. Desde el recinto que era la sede de los concursos de demolición, se elevaba una columna de humo. Algunas personas estaban corriendo hacia allí. Otras volvían, sosteniendo entre sus brazos a niños pequeños. Algunos se preguntaban entre sí, con los ojos como platos, ansiosos. Otros estaban sacando teléfonos móviles, marcando números. Empezó a sonar una sirena en el fondo.
Y entonces, apenas discernible por encima del murmullo general, hubo otro zumbido.
Apenas unos pocos miembros del grupo en el que se estaba fijando parecieron reaccionar, aunque solo para informar a sus compañeros. El grupo parecía estar dividiéndose: por un lado, estaban los que habían oído la última explosión; por el otro, los que no lo habían hecho (o lo habían hecho pero consideraban que la conmoción que estaban presenciando era más interesante). En todo caso, Gurney vio que tres individuos se separaban del resto del grupo y se dirigían a la última escena de destrucción.
Gurney, intrigado por saber qué había sucedido exactamente, decidió seguirlos. Cuando pasó al lado del grupo de mirones, observó la cara de todos aquellos niños, por si alguna coincidía con lo que había visto en el vídeo.
Nada. Así pues, decidió ir tras los tres que se habían alejado.
Por momentos, la gente que empezaba a salir del recinto le impedía avanzar. Al parecer, por lo que oyó, la gente no comprendía el significado de aquello que acababa de ver: la enorme explosión en llamas de uno de los coches en la parte final del concurso, la horrorosa inmolación del conductor y las múltiples heridas de otros pilotos. Lo atribuían a algún defecto en el funcionamiento del depósito o al uso de combustible prohibido. Incluso alguien sugirió que era más siniestro: podría haberse producido alguna clase de sabotaje cuyo origen era una disputa familiar.
Así pues, dos bombas incendiarias en un periodo de veinte minutos, y todavía no había cundido el pánico. Esa era la buena noticia. La mala era que la única razón de que no hubiera cundido era que nadie había entendido qué estaba ocurriendo. Gurney se preguntó si ese tercer zumbido que había oído cambiaría las cosas.
Unos doscientos metros por delante de él, un camión de bomberos trataba de abrirse paso entre la multitud, haciendo sonar repetidamente la bocina. Por encima, flotaba una nube de humo que procedía de la zona hacia la que se dirigía el camión de bomberos. Era una noche nublada y sin luna. El humo estaba extrañamente iluminado desde abajo por las luces de la calzada.
La gente estaba empezando a mostrar signos de inquietud. Muchos iban en la misma dirección que el camión de bomberos, algunos caminaban deprisa a su lado, otros corrían por delante. Las expresiones de sus rostros iban desde el miedo a la excitación. Las tres pequeñas figuras que Gurney había estado siguiendo habían sido devoradas por la masa de cuerpos en movimiento.
Al doblar la esquina del cruce de calzadas, un centenar de metros detrás del camión de bomberos, vio llamas contra el cielo negro. Procedían del tejado de una gran estructura de madera de una sola planta: aquel era el refugio principal para los animales que participaban en las diversas exhibiciones y competiciones. Cuando se acercó más, vio unas pocas vacas y caballos a los que sus cuidadores sacaban por las puertas principales del edificio.
Luego otros animales, desatendidos y asustados, empezaron a salir de otras puertas, algunos vacilando con incertidumbre y pisando con fuerza, otros trotando hacia la multitud. Aparecieron los primeros gritos de alarma.
Un tipo, completamente alterado y con un desafortunado sentido del drama, exclamó:
—¡Estampida!
La sensación de pánico, que brillaba por su ausencia apenas hacía unos segundos, se estaba empezando a propagar. La gente se empujaba para intentar ir hacia un lugar, en apariencia, más seguro. El ruido era más y más grande. El viento arreciaba. Las llamas del techo del granero se desplazaban lateralmente. Paneles de lona sueltos en las carpas de los expositores se agitaban con fuerza a lo largo de la calzada.
Al parecer, se acercaba una tormenta de verano. Un destello de luz en las nubes y un rugido en las colinas lo confirmó. Al cabo de unos instantes, los relámpagos destellaron de forma más brillante y el rugido se hizo más intenso.