57. Un ramillete posa

Una vez más, Gurney se enfrentó a aquella pregunta sencilla pero urgente: ¿ahora qué?

Con menos presión podría haber elegido la opción más sensata y segura: llamar de inmediato a Emergencias. Tenía allí el cadáver de un agente de la policía estatal, fueran cuales fueran las razones que hubieran llevado a Klemper hasta allí. Aunque quizá no había sido intencionada, su muerte difícilmente podía considerarse accidental. Si se había producido como resultado directo de un delito —la detonación insensata del explosivo— era asesinato. No avisar de ello, así como no informar de todo lo que había detrás, podría considerarse obstrucción a la justicia.

Por otro lado, tenía la excusa de que debía perseguir al sospechoso.

Aunque quizás hubiera una forma de hacer que la policía local fuera hasta allí sin que, por ello, tuviera que quedarse atrapado en el interrogatorio correspondiente, y perder así la que podría ser su última oportunidad real de atrapar a Panikos y esclarecer el caso Spalter.

Después de volver a colocar el cadáver de Klemper en la posición original —confiando en que los técnicos que acudieran a la escena no vieran rápidamente ningún indicio de que había movido el cuerpo—, Gurney volvió a situarse detrás de la esquina de la casa y llamó a Kyle en voz baja.

Menos de medio minuto después, su hijo estaba a su lado.

—Joder, ¿hay… alguien… allí…, en el suelo?

—Sí, pero olvídalo por ahora. No lo has visto. ¿Tienes tu teléfono?

—Mi teléfono. Sí, claro. Pero ¿qué…?

—Llama a Emergencias. Explica lo que ha ocurrido hasta el momento en que hemos salido por la ventana: la rueda pinchada, la explosión, mi convicción de que habían disparado al neumático. Diles que soy exdetective de la policía de Nueva York, que después de la explosión he visto algún movimiento en Barrow Hill, que te he dicho que te escondas en el bosquecillo, que he cogido tu motocicleta y que he ido en persecución de quien ha disparado. Y eso es todo lo que sabes.

La mirada de Kyle seguía en el cadáver de Klemper.

—Pero… ¿qué pasa…?

—Las luces estaban apagadas, está oscuro, tu padre te envió a esconderte a ese bosquecillo. Nunca viste el cadáver. Deja que lo encuentren los de Emergencias. Puedes mostrarte tan sorprendido e inquieto como ellos.

—Sorprendido e inquieto, eso debería ser fácil.

—Quédate en el bosquecillo hasta que veas el primer coche patrulla saliendo del prado. Entonces sal despacio y deja que te vean. Deja que te vean las manos.

—Todavía no me has contado lo que le ha ocurrido.

—Cuanto menos sepas, menos necesitarás olvidar, y más fácil será estar sorprendido y confundido.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Eso depende de qué me encuentre en la colina. Lo pensaré mientras subo allí. Pero, sea lo que sea, tiene que ocurrir ahora.

Volvió a la moto, la puso en marcha de la manera más silenciosa posible, la giró y empezó a rodear lentamente la parte posterior de la casa. Seguro de que la estructura le proporcionaba cobertura suficiente, encendió el faro y se dirigió lentamente hacia la vieja senda de vacas que conducía al gran campo que separaba su propiedad de Barrow Hill.

Estaba razonablemente convencido de que el rodeo que pensaba dar impediría que alguien, desde lo alto de la colina, pudiera ver la luz de la moto acercándose. Luego podría subir por la senda norte, una carretera con cambios de rasante y sin visibilidad directa desde la cima.

Todo eso sonaba bien, por el momento. Pero no por mucho tiempo. Había demasiadas incógnitas. Gurney no podía evitar tener la sensación de que se dirigía a una situación donde el tipo situado al otro lado de la mesa no solo contaba con mejores cartas, sino también con una mejor posición y un arma más grande. Por no mencionar el hecho de que tenía un historial de ganador.

Gurney estuvo tentado de culpar de todo a los cínicos de RAM-TV, cuyo «error» de programación respecto a la promoción de Conflicto criminal, estaba casi seguro, poco tenía de error. Más publicidad significaba más audiencia, y más audiencia era su objetivo número uno. De hecho, era su único objetivo. Si alguien tenía que morir como resultado de eso, bueno…, incluso podía disparar las audiencias más que nunca.

Aun así, no podía responsabilizarlos de todo, por repugnantes y corruptos que fueran, pues Gurney sabía que parte de la culpa era suya. Había fingido, incluso ante él mismo, que el plan tenía sentido. Era difícil aferrarse a esa ilusión, al esforzarse por mantener la BSA recta, avanzando por una carretera tortuosa a través de raíces de brezo, álamos jóvenes hasta la altura de la cadera, y madrigueras de marmota que habrían convertido el borde exterior de ese campo sin segar en un desafío incluso con visibilidad perfecta. En una noche oscura era una pesadilla.

Al acercarse al pie de la colina, el terreno se hizo más desigual, y los movimientos de sacudida del haz del faro a través de los hierbajos llenaron de sombras erráticas la zona que tenía delante. Gurney se había enfrentado a condiciones duras antes, en el final de otras batallas con oponentes peligrosos, pero esa era peor. Sin tiempo para pensar ni evaluar los pros y contras, los niveles de riesgo, se sintió obligado a actuar.

«Obligado» no era una palabra demasiado contundente para expresarlo. Ahora que tenía a Panikos a su alcance, dejarlo escapar resultaba impensable. Al estar tan cerca de su presa, se sintió movido por un impulso de caza y la valoración racional del riesgo empezó a desvanecerse.

Y había algo más. Algo más específico.

El eco del pasado, que agitaba en su interior una fuerza mucho más fuerte que la razón.

El recuerdo desgarrador de un coche dándose a la fuga, Danny tendido en el pavimento, muerto. Un recuerdo que alumbró una convicción férrea de que nunca más, nunca más, fuera cual fuese el peligro, dejaría que un asesino, tan cerca, huyera de él.

Era algo que iba más allá de las sutilezas de la razón. Era algo que aquella pérdida insoportable había grabado a fuego en su cerebro.

Ya en la entrada a la senda norte, necesitaba tomar una decisión inmediata, pero ninguna de las opciones de las que disponía resultaba alentadora. Probablemente, Panikos contaría con una mira de infrarrojos y binoculares del mismo tipo, así que cualquier intento de llegar a la cumbre de la colina podía resultar fatal antes de que su Beretta pudiera hacer nada por protegerlo. La única forma que se le ocurría de conseguir que perdiera su ventaja era hacerle huir. Y el único modo de lograrlo era darle la impresión de que lo superaban en número y en armas, y eso no era nada fácil. Por un momento, consideró subir a toda velocidad y ruidosamente por la carretera de cambios de rasante, gritando órdenes a seguidores imaginarios, imitando otras voces que le respondieran. Pero no era muy buena idea: resultaba un tanto ingenua.

Entonces se le ocurrió que tenía una solución a mano. Aunque no contaba con refuerzos, podría bastar con aparentar que sí tenía, y eso se solucionaría rápido. Un coche patrulla o dos, quizá tres, por fortuna con todas las luces destellando, aparecerían pronto por el prado tras el aviso de Kyle. Desde el lugar donde creía que estaba Panikos, junto a la laguna de montaña, este podía llegar a pensar que Gurney contaba con los refuerzos suficientes. Quizás entonces huyera por la senda posterior a Beaver Cross Road.

Sin embargo, eso no serviría de nada si Panikos conseguía una ventaja suficiente sobre Gurney para desaparecer en la noche, o peor, para salir de la senda sin ser visto y esperar para tenderle una emboscada. Para evitar tal posibilidad, decidió maniobrar su BSA lo más silenciosamente posible hasta un punto a tres cuartos del camino de cambios de rasante. Allí esperaría la llegada de los coches patrulla, en el prado. Después, en función de cómo reaccionara Panikos, actuaría de un modo o de otro.

No tuvo que esperar mucho. Al cabo de poco más de un minuto, a través de los árboles, vio las luces de colores intermitentes en el otro extremo del campo. Y casi inmediatamente oyó el sonido que estaba esperando: un quad, ruidoso al principio, algo menos audible después. Al menos por el momento, Panikos se estaba comportando como él había previsto.

Gurney aceleró la BSA, que tenía al ralentí, maniobró lo más deprisa que se atrevió por los tramos que faltaban de la carretera de cambios de rasante. Cuando alcanzó la pequeña zona despejada junto a la laguna de montaña, volvió a poner el motor al ralentí un momento para escuchar el quad y calcular su posición y velocidad. Supuso que no estaría a más de cien metros del descenso por la senda posterior.

Cuando viró hacia el inicio de la senda y su faro barrió el calvero, reparó primero en una cosa extraña; luego en otra. En la roca plana que ofrecía la mejor vista de la casa de Gurney había un ramillete de flores. Los tallos estaban envueltos en tela amarilla. Los capullos eran de un color rojo amarronado, un tono típico de la sangre seca, y también el más común de los crisantemos locales en agosto.

No pudo evitar preguntarse si aquel ramillete, como el de la canción infantil, estaba destinado a él, quizá como mensaje final, para dejarlo sobre su cadáver.

El segundo elemento extraño era un objeto metálico de color negro, de la mitad del tamaño de un cartón de cigarrillos, que yacía sobre el suelo entre Gurney y el ramo. Su reacción a eso fue repentina y física: giró bruscamente el manillar a la derecha y aceleró. La moto pivotó de forma violenta, salpicando tierra y piedrecitas en la oscuridad y acelerando por el borde de la laguna.

Si no hubiera logrado alejarse tan deprisa, la explosión que siguió lo habría matado. Por suerte solo sintió un doloroso golpe de tierra y de piedrecitas en la espalda.

Sacó su mejor voz de líder de equipo y dijo:

—Todas las unidades converjan, ladera trasera. Barrow Hill. Explosión remota. No hay bajas.

Quería presionarle más, lograr que Panikos se volviera imprudente, que cometiera errores, que perdiera el control, que, quizá, chocara contra un árbol o volcara en una zanja. El objetivo era detenerlo, de una forma o de otra.

Lo imperdonable sería permitir que huyera.

Dejar que el BMW rojo se alejara y desapareciera para siempre.

No. Eso no iba a ocurrir. Pagaría el precio que fuera, pero eso no iba a volver a suceder.

No podía dejar que Panikos le tomara mucha ventaja. A doscientos metros, por ejemplo, podría disponer del tiempo y el espacio que necesitaba para detenerse de repente, volverse, levantar el arma y disparar un buen tiro, mientras que Gurney todavía estaría demasiado lejos para usar su Beretta.

Alternando rápidamente su atención entre las luces traseras del quad y la carretera bacheada, no estaba ni perdiendo ni ganando terreno. Aun así, con cada segundo que pasaba en la BSA, sentía que recordaba cómo dominar mejor aquella moto. Bajar por ese sendero le estaba devolviendo la sincronía y la coordinación, como cuando llevas mucho tiempo sin esquiar y, poco a poco, vas recobrando los movimientos. Al llegar a la carretera pavimentada en Beaver Cross, el quad conservaba unos cien metros de ventaja. Gurney ya se sentía con confianza para abrir gas al máximo.

El quad parecía inusualmente veloz —tal vez lo habían construido o modificado para carreras—, pero la BSA era más rápida. Al cabo de poco más de un kilómetro, Gurney había reducido la distancia entre ellos a cincuenta metros…, cuarenta, todavía demasiado lejos para disparar. Calculaba que estaría lo bastante cerca al cabo de poco más de medio kilómetro.

Panikos giró para tomar un camino de tierra que discurría aproximadamente en paralelo, a lo largo del borde de un extenso campo de maíz. Gurney hizo lo mismo, por si acaso el hombrecillo decidía meterse en el maizal mismo.

La senda agrícola, más bacheada incluso que la de Barrow Hill, imponía su propio límite de velocidad de treinta o cuarenta kilómetros por hora, cosa que eliminaba la superioridad de la BSA en carretera abierta. Panikos incluso se estaba distanciando un poco más, pues la suspensión de su vehículo estaba más adaptada a la superficie que la de la moto.

La pista y su campo de maíz adyacente descendían al terreno relativamente más llano, pero todavía muy desigual, del valle del río. Al final de la pista, Panikos continuó por el prado abandonado de lo que —según le habían contado a Gurney— había sido la granja lechera más grande de la región. El terreno, convertido en un mosaico de grandes montículos de hierba y arroyuelos de agua turbia, dio al quad una clara superioridad sobre la BSA. Panikos volvió a alejarse los cien metros de hacía un rato, incluso un poco más, lo que obligó a Gurney a apretar a fondo el acelerador. Aquello era como estar disputando una carrera de eslalon a oscuras. Había una sencillez primaria en el fragor de la persecución que anestesiaba el miedo y le hacía no pensar en los riesgos.

Además de las luces rojas de freno en las que se estaba centrando, empezó a captar destellos de otras luces en el valle, más adelante. Luces de colores, luces blancas, algunas aparentemente fijas en un lugar, otras en movimiento. Al principio, lo desorientaron. ¿Dónde demonios estaba? Un despliegue de luces brillantes era algo tan poco común en Walnut Crossing como un tordo petirrojo en Manhattan. Poco después, cuando vio un arco de luces naranjas dando vueltas lentamente, lo comprendió.

Era la noria de la Feria Estival de Montaña.

Panikos estaba ampliando su ventaja a través de una depresión húmeda de tierra pantanosa que separaba el antiguo prado de un campo más alto y más seco de unas doscientas cincuenta hectáreas, que formaba el recinto ferial y sus áreas de aparcamiento. Durante unos pocos segundos de desesperación, Gurney pensó que había perdido a Panikos en el mar de vehículos que rodeaban el perímetro de la valla de la feria, pero entonces divisó sus luces de freno moviéndose a lo largo de un carril exterior del aparcamiento, en dirección a la entrada de expositores.

Cuando Gurney llegó a la entrada, el quad ya había pasado. Vio a tres mujeres jóvenes con brazaletes de SEGURIDAD DE LA FERIA. Estaban a cargo del control de acceso y parecían desconcertadas. Una estaba hablando por un intercomunicador; la otra, por un móvil. Gurney se detuvo junto a la tercera. De pie en la moto, sacó sus credenciales de policía retirado del Departamento de Policía de Nueva York mientras hablaba.

—¿Acaba de pasar un quad por esta puerta?

—¡Sí! Un chico en un cuatro por cuatro de camuflaje. ¿Va tras él?

Vaciló un momento por la palabra chico antes de darse cuenta de que, visto fugazmente, esa sería justo la impresión que daría Panikos.

—Sí. ¿Cómo iba vestido?

—¿Vestido? Joder…, eh…, quizás con una chaqueta negra brillante. Como uno de esos cortavientos de nailon. No estoy segura.

—Vale. ¿Sabe qué dirección ha tomado?

—Sí, maldito zumbado. Justo por ahí, recto. —Señaló un improvisado callejón entre una de las tiendas principales y una larga fila de autocaravanas.

Gurney franqueó la entrada, se dirigió al estrecho pasaje y avanzó hasta el final, donde el pasaje conectaba con una de las calzadas principales de la feria. El aspecto descuidado de la multitud que caminaba parecía descartar un encuentro reciente con un quad que hubiera pasado a toda velocidad. Eso significaba que Panikos probablemente se había esfumado a través de uno de los muchos espacios que quedaban entre las autocaravanas, y podía estar en cualquier lugar de la feria.

Gurney pivotó en la BSA y aceleró otra vez por el callejón hasta la zona de entrada, donde vio que a las tres mujeres jóvenes se les había unido en su consternación un hombre de rostro adusto, sin duda un policía local que también trabajaba, como extra, en el servicio de seguridad.

El vigilante, de pelo gris y con una barriga importante, vestía un uniforme que podría haberle quedado bien diez años antes. Miró la BSA con una combinación de envidia y desprecio.

—¿Cuál es el problema aquí?

Gurney mostró su identificación.

—El tipo que ha entrado hace un par de minutos está armado y es peligroso. Tengo motivos para pensar que disparó a mi neumático.

El vigilante estaba mirando la identificación como si fuera un pasaporte de Corea del Norte.

—¿Va usted armado?

—Sí.

—Esta identificación dice que está retirado. ¿Lleva encima el permiso de armas?

Gurney pasó con rapidez a la sección de su cartera que mostraba el permiso.

—El tiempo es muy importante aquí, agente. El tipo del quad es un…

El vigilante lo interrumpió.

—Saque eso de la cartera y démelo.

Gurney lo hizo, levantando la voz.

—Escúcheme. El tipo del quad es un sospechoso de asesinato. Perderlo ahora no sería nada bueno.

El vigilante examinó el permiso.

—Frene…, detective. Está muy lejos de la Manzana Podrida. —Arrugó la nariz de manera desagradable—. ¿Este fugitivo suyo tiene nombre?

Gurney no pensaba abrir esa lata, pero no le quedó alternativa.

—Se llama Petros Panikos. Y es un asesino profesional.

—¿Es qué?

Las tres mujeres encargadas de vigilar la puerta estaban detrás del policía, con los ojos como platos.

Gurney trataba de mantener la calma.

—Petros Panikos mató a siete personas en Cooperstown esta semana. Podría haber causado la muerte de un agente de policía hace media hora. Está en su feria ahora mismo. ¿Lo está entendiendo?

El policía puso la mano en la culata de su pistola, que llevaba enfundada.

—¿Quién demonios es usted?

—Mi identificación dice exactamente quién soy: David Gurney, detective de primera clase del Departamento de Policía de Nueva York, retirado. También le he dicho que estoy persiguiendo a un sospechoso de asesinato. Si su obstrucción hace que el sospechoso pueda huir, su carrera habrá terminado. ¿Ha oído lo que le estoy diciendo, agente?

La turbia hostilidad en los ojos del policía estaba convirtiéndose en algo mucho más peligroso. Tenía los labios retraídos, revelando las puntas de unos dientes amarillos apretados. Dio un paso atrás. Con la mano tensándose en su pistola, el movimiento era mucho más amenazador que un paso adelante.

—Ya basta. Baje de la moto.

Gurney miró más allá del hombre y habló a las mujeres boquiabiertas en voz alta y decidida.

—¡Llamen a su jefe de seguridad! ¡Que venga a esta puerta ahora!

El policía se volvió levantando su mano libre en un gesto de stop.

—No hay que llamar a nadie. A nadie. Ninguna llamada. Yo me ocuparé de esto.

Gurney comprendió que podría ser su única oportunidad. Al cuerno el riesgo, perder a Panikos no era una opción aceptable. Giró rápidamente la maneta del gas, viró el manillar a la derecha, giró la máquina ciento ochenta grados y, con el neumático trasero echando humo, volvió hacia el callejón de detrás de las autocaravanas. A medio camino de la calzada principal, giró bruscamente entre dos de los grandes vehículos y se encontró abriéndose paso entre un laberinto de autocaravanas de todas las formas y tamaños. Enseguida salió a una de las calzadas más estrechas de la feria, en la cual las tiendas de expositores mostraban de todo, desde sombreros peruanos de colores chillones a esculturas de osos con motosierra. Gurney abandonó la BSA en un espacio medio escondido entre dos de las tiendas: una vendía sudaderas de Walnut Crossing; la otra, sombreros de vaquero de paja.

En un impulso compró una sudadera y un sombrero. Se detuvo en un lavabo que encontró en la misma calzada, para cubrirse la camisa oscura que llevaba con la sudadera gris. Pasó la Beretta de la cartuchera de tobillo al bolsillo de la sudadera y examinó su aspecto en el espejo del baño. El cambio, junto con el borde del sombrero vaquero que le tapaba los ojos, le convenció de que sería menos reconocible, al menos a cierta distancia, tanto para Panikos como para aquel poli molesto.

Entonces se le ocurrió que Panikos podría haber tomado medidas similares para mezclarse entre los que le rodeaban. Eso le planteaba una pregunta de lo más obvio: cuando empezara a buscar entre la multitud a aquel tipo, ¿qué es lo que esperaba ver?

Podía medir alrededor de metro y medio, como un estudiante de secundaria más, de los muchos, centenares, que había en ese momento en la feria, confundidos entre la multitud de gente que visitaba el lugar. ¿Qué más? Los vídeos de seguridad habían sido útiles para establecer ciertos hechos, pero no para lograr una descripción física de Panikos, pues aparecía con gafas de sol, una cinta del pelo y una bufanda. La nariz era visible y peculiar, así como la boca, pero poco más. Con esos datos no se podía hacer mucho.

La chica de seguridad de la puerta le había dicho que creía que llevaba una chaqueta negra, pero Gurney no confiaba mucho en su palabra. No parecía muy segura, y, además, estaba demasiado tensa. Y al margen de lo que llevara al pasar por la puerta, Panikos podría haber alterado su apariencia con la misma rapidez y facilidad que Gurney. Así pues, al menos por el momento, buscaba una persona baja y delgada, con nariz aguileña y boca infantil.

Como para subrayar lo insuficiente de esa descripción, un excitado grupo de, al menos, una docena de chicos, de diez, once o quizá doce años, cruzaron la explanada justo por delante de él. La mitad de ellos respondían a los parámetros de su búsqueda. Panikos podía mezclarse entre ellos y pasar desapercibido.

¿Y si se había mezclado? ¿Y si Panikos estuviera entre ellos, justo delante de él? ¿Cómo podría distinguirlo?

Era desalentador, sobre todo porque resultaba evidente que todo el grupo había visitado uno de los puestos de la feria donde pintaban la cara, oscureciendo sus rasgos bajo los rostros de lo que Gurney suponía que eran superhéroes de cómic. ¿Y cuántos grupitos similares podría haber allí, todos circulando a través de la feria en ese momento?

Se fijó en lo que estaban haciendo aquellos chicos. Se estaban acercando a otros visitantes de la feria, adultos sobre todo, con ramos de flores. Él aceleró el paso y los siguió a la calzada más grande para observar con más atención.

Estaban vendiendo flores. Regalaban un ramo a cualquiera que hiciera una donación mínima de diez dólares para un fondo de ayuda a los afectados por la inundación de Walnut Crossing. Pero lo que captó por completo su atención era la apariencia de esos ramos.

Las flores eran crisantemos de color rojo óxido. Los tallos estaban envueltos en tela amarilla, aparentemente idénticos a los que Panikos había dejado en la roca, junto a la laguna.

¿Qué significaba eso? Pues que las flores que había visto junto a la laguna probablemente procedían de la feria, y eso significaba que Panikos ya había estado allí antes de su visita a Barrow Hill. Eso planteaba una pregunta interesante.

¿Por qué?

Seguramente no había ido a la feria para comprar un ramo que llevar a la propiedad de Gurney. ¿Cómo iba a saber que allí vendían flores? En todo caso, una floristería local habría sido una alternativa más sencilla. No, había ido a la feria por alguna otra razón. Los crisantemos habían sido algo secundario.

Pero ¿por qué había ido? A buen seguro no era por la diversión rústica que ofrecía, por el algodón de azúcar y por el bingo de caca de vaca. ¿Por qué demonios…?

El sonido de su teléfono interrumpió sus pensamientos. Era Hardwick, que parecía más que agitado.

—¡Mierda, tío! ¿Estás bien?

—Eso creo. ¿Qué pasa?

—Eso es lo que quiero saber. ¿Dónde coño estás?

—Estoy en la feria. Y Panikos también.

—¿Qué coño está pasando en tu casa?

—¿Cómo sabes…?

—Estoy en la ruta del condado, acercándome a tu rotonda, y hay un puto convoy de dos coches patrulla, un coche del sheriff y un monovolumen del DIC, todos subiendo hacia tu casa. ¿Qué coño está pasando?

—Klemper está al lado de mi casa. Muerto. Es una larga historia. Parece que los que respondieron primero han encontrado el cadáver y han pedido ayuda. El convoy que ves es la segunda ola.

—¿Muerto? ¿Mick, la Bestia? ¿Muerto…? ¿Cómo?

Gurney se lo resumió lo más deprisa que pudo, desde la rueda pinchada a la explosión de la madera, el gancho fatal clavado en el cuello de Klemper, las flores en Barrow Hill y las de la feria.

Repasarlo todo aquello hizo que sintiera la necesidad urgente de llamar a Kyle.

Hardwick le escuchó en silencio.

—Lo que tienes que hacer —dijo Gurney— es venir aquí, a la feria. Has visto los mismos vídeos que yo, así que tienes las mismas posibilidades de reconocer a Panikos que yo.

—O sea, que apenas tengo opciones.

—Bueno, supongo. Pero hemos de intentarlo. Está aquí, en alguna parte. Ha venido por alguna razón.

—¿Qué razón?

—No tengo ni idea. Pero antes, hoy mismo, estuvo aquí, y ahora otra vez está aquí. No es una coincidencia.

—Mira, ya sé que crees que pillar a Panikos es la clave de todo, pero no olvides que alguien lo contrató, y creo que es Jonah.

—¿Has descubierto algo nuevo?

—Solo me lo dice mi instinto. Hay algo raro en ese cabrón.

—¿Un motivo que vaya más allá de cincuenta millones de dólares?

—Sí, creo que sí. Creo que es demasiado sonriente, demasiado frío.

—Quizá sea el gen encantador de los Spalter.

Hardwick soltó una risa flemática.

—No tiene nada de encantador.

Gurney empezaba a sentirse ansioso. Tenía ganas de llamar a Kyle y de ponerse a buscar a Panikos de inmediato.

—Vale, Jack. Date prisa. Llámame cuando estés aquí.

Justo cuando estaba colgando, oyó la primera explosión.