56. Una rabia fatal

—¿Papá?

Estaban al lado de la chimenea, la zona del salón más alejada de la cocina y de las puertas. Habían bajado las persianas de todas las ventanas. La única luz procedía de la lámpara de la mesita.

—¿Sí?

—Antes de que sonara el teléfono, ¿estabas empezando a decir que deberíamos suponer que el tal Peter Pan podría estar en cualquier sitio? —Kyle lanzó una mirada nerviosa a las puertas de cristal.

Gurney se tomó un buen rato para responder. Su mente seguía perdida en el siniestro mensaje de la canción infantil, y en cómo la letra no hacía referencia a sus grotescos orígenes, la peste bubónica, sino también a Flores Florence y al modus operandi de Panikos.

—Podría estar ahí fuera, sí.

—¿Tienes alguna idea de dónde?

—Si tengo razón sobre lo del neumático pinchado, ha de estar al oeste de nosotros, y Barrow Hill es el lugar más probable.

—¿Crees que podría bajar a la casa?

—Lo dudo. Si lo de la rueda es lo que creo, lleva un rifle con mira telescópica. La distancia le da una ventaja fundamental. Apuesto a que se quedará…

Hubo un extraordinario destello de luz, una fuerte explosión y algo entró a través de una de las ventanas de la cocina, lanzando fragmentos de cristal por doquier.

—¿Qué cojones…? —gritó Kyle.

Gurney lo agarró y lo tiró al suelo. Acto seguido se sacó la Beretta del tobillo, apagó la lámpara arrancando el cable del enchufe y reptó por el suelo hasta la ventana más cercana. Esperó un momento, escuchando. Luego separó los dos listones inferiores de la persiana y miró al exterior. Tardó varios segundos en comprender lo que estaba viendo. Los restos de los materiales del gallinero estaban dispersos por una amplia zona más allá del patio, muchos de ellos ardiendo.

La voz de Kyle detrás de él sonó como un susurro bronco.

—¿Qué demonios…?

—La pila de tablones… la ha… volado.

—¿Volado…? ¿Qué…? ¿Cómo?

—Con alguna clase de… No lo sé… ¿Un artefacto incendiario?

—¿Incendiario? ¿Qué demonios…?

Gurney estaba absorto examinando la zona lo mejor que podía en aquella oscuridad casi total.

—¿Papá?

—Un momento.

Movido por la adrenalina, estaba examinando el perímetro de la zona, buscando cualquier movimiento. También inspeccionaba los pequeños fuegos, muchos de los cuales ahora parecían estar extinguiéndose en los tablones húmedos casi tan deprisa como se habían encendido.

—¿Por qué? —Había una desesperación en la pregunta de Kyle que hizo que Gurney respondiera.

—No lo sé. Quizá tiene el mismo propósito que la rueda pinchada. ¿Quiere que salga? Parece que tiene prisa.

—¡Joder! Quieres decir que estaba simplemente…, simplemente ahí fuera…, poniendo una bomba.

—Quizás antes, mientras yo estaba en casa de los Winkler, antes de que tú volvieras de Syracuse.

—Joder. ¿Una bomba? ¿Con un temporizador?

—Es más probable que la haya detonado desde el móvil. Es más controlable. Más preciso.

—Entonces…, ¿ahora qué?

—¿Dónde están las llaves de tu motocicleta?

—En el contacto. ¿Por qué?

—Sígueme.

A rastras, guio a Kyle por el suelo para salir de la estancia, iluminada de manera intermitente a través de las puertas de cristal por la madera en llamas esparcida por allí fuera. Continuaron por el pasillo de atrás hasta el estudio oscuro. Gurney avanzó a tientas —rodeando los muebles hasta la ventana norte—, levantó la persiana, abrió la ventana y, con la Beretta todavía en la mano, se dejó caer con cuidado al suelo.

Kyle hizo lo mismo.

Quince metros por delante de ellos, entre la casa y el prado de la ladera, apenas visible en el borde exterior de la zona de tenue luz proyectada por el fuego, había un bosquecito de árboles de madera noble. A veces aparcaba allí su cortacésped. Señaló la forma gruesa de un roble gigante.

—Justo detrás de ese árbol hay dos rocas, con algo de espacio entre ellas. Métete en ese hueco y quédate allí hasta que te llame.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a neutralizar el problema.

—¿Qué?

—No hay tiempo para explicarlo. Haz lo que te digo. Por favor. —Señaló otra vez, con más urgencia—. Allí. Detrás del árbol. Entre las rocas. Nos estamos quedando sin tiempo. ¡Ahora!

Kyle corrió hacia el bosquecillo y desapareció en la oscuridad. Gurney rodeó la esquina de la casa hasta el lugar donde estaba aparcada la BSA. Estaba casi seguro de que en esa posición quedaría a cubierto de la cima de Barrow Hill. Esperaba que Kyle no se hubiera equivocado con la llave. Si no estaba en el contacto… Pero estaba.

Volvió a guardarse la Beretta en la cartuchera del tobillo y se subió a la moto. Hacía más de veinticinco años que no utilizaba una moto como esa, la vieja Triumph 650 que llevaba en sus días en la universidad. Enseguida se familiarizó con las posiciones de los frenos, embrague, cambio de marcha. Al mirar el depósito de gasolina, el manillar, el faro cromado, el guardabarros delantero, la rueda delantera…, lo recordó todo. Incluso evocó la sensación física de equilibrio e impulso; estaba todo allí, como si se hubiera preservado en algún contenedor hermético de la memoria, vivo y sin menoscabo alguno, preparado para su uso inmediato.

Agarró los extremos del manillar y empezó a enderezar la moto de su posición inclinada. Las llamas se avivaron e iluminaron algo oscuro y abultado en el suelo, junto a los espárragos. Gurney dejó que la moto se quedara en su pie de apoyo, se estiró lentamente y recuperó la pistola. Algo se movía en el suelo. Por su tamaño, podía tratarse de un cuerpo humano. Le pareció entrever un brazo extendido.

Gurney levantó el arma, bajó con cuidado de la moto y avanzó hasta la esquina de la casa. Ya no le cabía duda de que estaba mirando el cuerpo tendido boca abajo de un hombre. Al final de ese supuesto brazo extendido le pareció entrever la forma de un rifle.

Se arrodilló y echó un vistazo rápido en torno al lateral de la casa, confirmando que su coche bloqueaba la línea de visión entre Barrow Hill y el espacio que tenía que cruzar para alcanzar la figura en el suelo. Sin más dilación, reptó con rapidez hacia delante, con la Beretta preparada y los ojos fijos en el rifle. A un metro, su mano libre aterrizó en un trozo de tierra pegajoso.

Por su olor sutil pero característico, se dio cuenta de que estaba reptando sobre un charco de sangre.

—¡Aj! —susurró, en un acto reflejo, y retiró la mano.

Había iniciado su carrera en el Departamento de Policía de Nueva York en la época en la que había pavor a contagiarse del sida, así que le habían enseñado a considerar la sangre como una toxina letal hasta que se demostrara lo contrario. Todavía conservaba esa idea. Aun así, aunque echara de menos tener por allí unos guantes, necesitaba averiguar qué estaba pasando, por lo que siguió adelante. Apenas se veía nada entre la luz agonizante que alumbraba los restos esparcidos cerca de los espárragos.

Alcanzó primero el rifle. Lo agarró con fuerza y lo arrancó de la mano que lo empuñaba. Era un rifle de caza, común, de palanca. Pero faltaban meses para que empezara la temporada de caza de ciervos. Deslizó el rifle para situarlo detrás de él y se acercó al cuerpo, lo suficiente para ver que el origen del charco de sangre era una herida desagradable en el lado del cuello, una herida tan profunda que había destrozado por completo la arteria carótida, con lo que la muerte se habría producido en cuestión de segundos.

El objeto que lo había causado seguía incrustado allí. Parecía como dos hojas de cuchillo unidas en un extremo para formar un arma extraña en forma de U. Entonces reconoció de qué se trataba. Era uno de los afilados ganchos de metal que le habían entregado junto con los tablones. Al parecer, la explosión había propulsado el objeto con una fuerza terrible contra el hombre del rifle, y le había cortado la garganta. Pero eso conducía a otras preguntas.

¿El hombre había desencadenado la explosión él mismo y luego había caído víctima de su propia trampa? Parecía improbable que hubiera detonado el artefacto mientras todavía estaba cerca. Quizá se había detonado por accidente. O bien el hombre desconocía la fuerza de la carga explosiva. ¿O era el desafortunado cómplice de un segundo individuo que había actuado demasiado pronto? Pero preguntas como esa planteaban una cuestión más fundamental.

¿Quién demonios era?

Violando el protocolo de escena del crimen, Gurney agarró el hombro musculoso del tipo y, con cierto esfuerzo, lo hizo girar para verle mejor la cara.

Su primera conclusión fue que, desde luego, el hombre no era su vecino. La segunda, que dificultó la falta de luz y que el tipo tuviera la nariz destrozada (probablemente como consecuencia de haberse caído de bruces), era que había visto esa cara antes. Tardó un momento en darse cuenta de quién era.

Mick Klemper.

Fue entonces cuando Gurney reparó en un segundo olor, no tan sutil como el de la sangre. Alcohol. Y eso condujo a una tercera conclusión, hipotética pero plausible.

Klemper, posiblemente como Panikos, había visto (o tal vez se lo hubieran contado) el anuncio de Conflicto criminal y había decidido pasar a la acción. Borracho y dominado por la rabia —y quizás en un descabellado esfuerzo de controlar los daños, o impulsado por una explosión de furia a lo que seguramente había percibido como una promesa rota—, había ido tras el hombre que lo estaba traicionando, el hombre que estaba terminando con su carrera y con su vida.

Borracho y lleno de rabia, había ido hasta allí para matar a Gurney. Se había escondido en el bosque y había reptado hacia la casa al caer la oscuridad. Borracho y lleno de rabia, no había pensado en que aquel era un lugar de lo más peligroso.