Prólogo. El rugido del tigre

Los mirlos están cantando.

Levanta la mirada de su teléfono móvil, en el que ha estado introduciendo la lista especial de números. Sabe que el reclamo de los mirlos es una defensa territorial, una alerta roja a los de su especie, una llamada a las armas contra el intruso.

En cambio, ninguna de sus alarmas electrónicas está destellando, lo que significa que no hay ninguna invasión humana. No obstante, mira por cada una de las cuatro pequeñas ventanas del pequeño edificio de ladrillos de hormigón, examinando el dique del castor y los bosques empantanados.

Hay cuervos encaramados a las copas de tres árboles muertos, con las raíces inundadas. Los cuervos, concluye, son los intrusos que han inquietado a los mirlos y han provocado su canto agudo. La protección que proporcionan le resulta cómoda. Como los peldaños que crujen en una escalera podrían alertarlo de la llegada de un intruso. O como esa misma construcción lúgubre, en medio de decenas de hectáreas de bosque bajo y pantanos, le resultaba tranquilizadora. Casi inaccesible, hostil hasta el extremo, es su hogar ideal lejos del hogar. Tiene muchos hogares lejos del hogar. Lugares donde quedarse cuando se ocupa de sus negocios. Cuando cumple con sus encargos. Este lugar en particular, sin sendero visible desde la carretera, siempre le ha producido una sensación de seguridad.

Fat Gus había representado otra clase de senda. Una senda de información sensible. Información que podía resultar ruinosa. Pero que había sido erradicada en su nacimiento. Lo que hacía que este asunto con Bincher, Hardwick y Gurney fuera tan incomprensible. Tan exasperante.

Al pensar en Bincher, su mirada vaga hasta una esquina en sombra de la estancia que parece un garaje. Una nevera de pícnic de plástico azul y blanca. Sonríe. Pero la sonrisa se desvanece pronto.

La sonrisa se desvanece porque la pesadilla es recurrente en su cabeza, cada vez más vívida. Sus imágenes lo acompañan casi de manera continua, desde que vio esa noria en la feria.

La noria se le había insinuado en su pesadilla, mezclada con la música de tiovivo, la risa terrible. El horrendo y apestoso payaso de respiración sibilante. La vibración grave del rugido del tigre.

Y ahora Hardwick y Gurney.

Girando en torno a él, acercándose.

La espiral que se va tensando. La confrontación final es inevitable.

Será un gran riesgo, pero obtendrá una gran recompensa. Un gran alivio.

La pesadilla podrá extinguirse por fin.

Va al rincón más oscuro de la habitación, a una mesita. En ella hay una vela grande y una caja de cerillas. Coge las cerillas y enciende la vela.

Levanta la vela y observa la llama. Le encanta su forma, su pureza, su poder.

Imagina el enfrentamiento final, la conflagración. Recupera la sonrisa.

Vuelve a su teléfono móvil. Continúa introduciendo los números especiales.

Los mirlos están cantando. Los cuervos siguen, inquietos, en las copas negras y muertas.