Después de que Hardwick y Esti se hubieran marchado, después de que el pequeño y ágil Mini de ella y el ruidoso GTO de él pasaran junto al granero y enfilaran la carretera de montaña, Gurney se sentó mirando la pila de madera y sopesando el proyecto de gallinero que representaba.
Entonces su mente pasó del gallinero a Horace. Se obligó a levantarse de la silla y salió por el pasillo lateral al lavadero.
De nuevo en la casa un rato más tarde, después de volver a enterrar al gallo, descubrió que la sensación de que lo tenía todo bajo control se había evaporado. El plan le pareció improvisado y lleno de lagunas. Parecía tramado por un aficionado, impulsado más por rabia, orgullo y suposiciones optimistas que por hechos reales. Su propia calma y las bravatas de Hardwick parecían fuera de lugar. La incredulidad y la preocupación de Esti parecían más apropiadas.
Lo que «sabían» de Petros Panikos, al fin y al cabo, era poco más que un batiburrillo de rumores y anécdotas de fuentes de muy diversa credibilidad. La procedencia incierta de los datos abría la puerta a una amplia gama de inquietantes posibilidades.
Se preguntó de qué estaba seguro.
En realidad, de muy poco. Más allá de la naturaleza implacable de su enemigo, de su voluntad probada de hacer cualquier cosa para lograr un objetivo o demostrar algo, no sabía nada. Si el mal era, como en cierta ocasión había apuntado uno de los profesores de filosofía de Gurney, «el intelecto al servicio del apetito pero sin el freno de la empatía», entonces Peter Pan era la encarnación del mal.
¿De qué más estaba seguro?
Bueno, no podía haber dudas sobre el riesgo para la carrera de Esti. Ella se lo había jugado todo para unirse a un equipo que cada vez parecía más un tren fuera de control.
Y había al menos otro hecho innegable. De nuevo se estaba poniendo en el punto de mira de un asesino. Estuvo tentado de creer que en esta ocasión era diferente, que las circunstancias lo exigían, que actuaba con precaución, pero sabía que no podría convencer a nadie más de eso. A Madeleine desde luego que no. Y a Malcolm Claret tampoco.
«No hay nada en la vida que importe, salvo el amor».
Eso era lo que Claret le había dicho cuando Gurney estaba saliendo del jardín de invierno de su consulta.
Al reflexionar sobre eso, se dio cuenta de dos cosas. Era absolutamente cierto. Pero era absolutamente imposible tenerlo siempre presente. Aquella contradicción era como otro truco desagradable que su propia naturaleza le juega a las personas.
El sonido del teléfono fijo en el estudio lo salvó de deslizarse más en un pozo de especulación inútil y depresión.
La pantalla de identificación anunciaba que era Hardwick.
—¿Sí, Jack?
—Diez minutos después de salir de tu casa recibí una llamada de mi contacto de la Interpol. Por su tono de voz, deduzco que, probablemente, sea la última que recibiremos. Había estado insistiéndole mucho por cada maldito detalle que pudiera encontrar en sus viejos archivos sobre la familia Panikos. Me he convertido en un pesado, y esa no es mi manera de ser, pero querías más información y vivo al servicio de los que son superiores a mí.
—Una cualidad muy positiva. ¿Y qué has descubierto?
—¿Recuerdas el fuego que destruyó la tienda de regalos de la familia en el pueblo de Lykonos? ¿En el que todos murieron quemados, menos el crío adoptado? Bueno, resulta que no era solo una tienda de regalos. Había un pequeño anexo, un segundo negocio que llevaba la madre. —Hizo una pausa—. ¿Necesito decir más?
—Deja que lo adivine. El anexo era una floristería. Y el nombre de la madre era Florence.
—Florencia para ser exactos.
—Murió con el resto de la familia, ¿verdad?
—Consumidos por las llamas, todos y cada uno de ellos. Y ahora al pequeño Peter le gusta ir en una furgoneta en la que pone «Flores Florence». ¿Alguna idea sobre eso, campeón? ¿Supones que simplemente le gusta pensar en su madre mientras está matando gente?
Gurney no respondió de inmediato. Por segunda vez durante ese día, como antes le había pasado cuando Esti dijo aquello de «tiros en la colina», una pequeña frase hizo que dejara de prestar atención y pensara en otra cosa. Esta vez fue Hardwick con «consumidos por las llamas».
Recordó un viejo caso en el que hubo un accidente con un coche en llamas. Era uno de los ejemplos instructivos que había usado en un seminario de la academia sobre «la mentalidad del investigador». Lo extraño era que se trataba de la tercera vez en otros tantos días que algo le había recordado ese caso. En esta ocasión, oír «consumidos por las llamas» parecía un desencadenante más simple, pero en las dos anteriores no fue nada tan claro.
Gurney no se tenía por supersticioso, pero cuando algo así, un caso en concreto, volvía a su mente una y otra vez, sabía que no debía pasarlo por alto. Pero ¿qué se suponía que tenía que sacar de eso?
—Eh, ¿sigues ahí, campeón?
—Estoy aquí. Solo me he quedado pensando en algo que has dicho.
—Estás pensando como yo que nuestro pequeño maniaco podría tener algunos problemas con su mami.
—Muchos asesinos en serie los tienen.
—Eso es un hecho. Magia materna. De todos modos, no tengo nada más por ahora. Solo pensaba que querrías saber lo de Florencia.
Hardwick colgó. Gurney seguía pensando en aquel viejo caso. Lo primero que se lo había traído a la mente había sido la historia de Esti sobre los disparos en el callejón. ¿Había semejanzas entre aquellos dos casos? ¿Era posible que ambos se relacionaran de algún modo con el caso Spalter? No podía ver ninguna conexión. Pero quizás Esti sí fuera capaz.
Llamó a su número de móvil, le salió el buzón de voz y dejó un breve mensaje.
Al cabo de tres minutos, ella le devolvió la llamada.
—Hola. ¿Algo va mal? —Su voz todavía conservaba parte de la ansiedad que había expresado en la reunión de la mañana.
—Nada va mal. Puede que solo sea una pérdida de tiempo. No dejo de establecer algún tipo de conexión entre dos casos, el del callejón que contaste antes y un viejo caso del Departamento de Policía de Nueva York, y quizás entre ellos y el caso Spalter.
—¿Qué clase de conexión?
—No lo sé. A lo mejor si te cuento el caso de Nueva York ves algo que a mí se me está pasando.
—Claro. ¿Por qué no? No sé si podré ayudar, pero adelante.
—Bueno…, pues… la escena del accidente al principio parecía bastante fácil de explicar. Un hombre de mediana edad que vuelve del trabajo de noche bajando por una colina. Al pie de la colina, la carretera giraba. Su coche, en cambio, siguió recto, atravesó la barrera de seguridad y se detuvo boca abajo en un barranco. El depósito de gasolina explotó. Se produjo un fuego intenso, pero quedó lo suficiente del conductor para hacer una autopsia y concluir que había sufrido un ataque cardiaco antes del incendio. El ataque al corazón constaba como la causa que precipitó su pérdida de control y el posterior accidente. La historia habría terminado ahí de no haber sido porque el agente de la investigación tenía una sensación incómoda que no podía quitarse de encima. Acudió al sitio al que la grúa había llevado el vehículo y lo examinó una vez más. Fue entonces cuando se fijó en que las zonas del impacto más severo y los daños causados por el fuego dentro del coche no coincidían del todo con los daños en el exterior. En ese punto, ordenó un completo examen forense del vehículo.
—Espera un momento —dijo Esti—. ¿El interior y el exterior no coincidían?
—El detective se fijó en que había daños por calor y por el impacto dentro del asiento del pasajero que no parecían alineados directamente con puntos de daños similares en el exterior. En el laboratorio forense descubrieron que hubo dos explosiones. Antes de que estallara el depósito de gasolina se produjo una explosión más pequeña dentro del vehículo, bajo el asiento del conductor. Fue esa primera explosión la que provocó la pérdida de control del hombre, así como el ataque cardiaco. Posteriores test químicos revelaron que tanto la explosión inicial como la del depósito de gasolina habían sido detonadas a distancia.
—¿Desde dónde?
—Posiblemente desde un coche que seguía al vehículo siniestrado.
—Hum. Interesante. Pero ¿adónde quieres ir a parar?
—No lo sé, puede que a ninguna parte. Pero no dejo de acordarme de ese caso. Lo recordé inmediatamente con lo de la historia sobre el tiroteo en el callejón. Conozco a una psicóloga que habla de algo llamado «patrón de resonancia»: las cosas nos recuerdan otras cosas porque comparten una similitud estructural. Y esto puede ocurrir sin que nuestra mente consciente sepa de qué similitud se trata.
Más allá de un «hum» apenas audible, Esti no respondió.
Gurney se sentía incómodo, incluso un poco avergonzado. No le importaba compartir sus ideas, preocupaciones e hipótesis. En cambio, se sentía mucho menos a gusto compartiendo su confusión, su incapacidad para captar alguna conexión que esperaba que estuviera presente.
Cuando ella habló por fin, su voz estaba llena de cautela:
—Creo que entiendo lo que quieres decir. Deja que lo piense, ¿vale?