44. La emoción de la caza

Gurney se retiró otra vez al estudio. El anochecer había cambiado el color de la cumbre boscosa: de una docena de tonos verde y oro a un gris verdoso monocromático. Le hizo pensar en la colina de enfrente de la casa de Jack Hardwick, la colina de la que habían procedido los disparos que habían cortado la luz y la línea telefónica.

Pronto sus pensamientos empezaron a centrarse en los fragmentos del caso Spalter, sobre todo en sus incongruencias. Pensó en algo, en que uno de sus instructores de la academia había insistido en un curso avanzado sobre la interpretación de las pruebas de la escena del crimen: «Las piezas que aparentemente no encajan terminan siendo las más reveladoras».

Cogió una libreta amarilla y grande del cajón de su escritorio y empezó a escribir. Al cabo de veinte minutos, leyó lo que había escrito:

  1. Testigos oculares situaron a la víctima en el momento en que le dispararon en una posición que haría imposible que una bala lo alcanzara desde el apartamento donde se encontró el arma y los residuos de pólvora.
  2. Matar a su madre para asegurarse de la presencia de la víctima en el cementerio parece una trama innecesariamente elaborada. ¿Podrían haber matado a la madre por otra razón?
  3. El profesional que ejecutó el encargo era conocido por aceptar solo los encargos más difíciles. ¿Qué podría haber puesto el asesinato de Carl Spalter en esa categoría?
  4. Si Kay Spalter no es la asesina ¿podría haber contratado al asesino?
  5. ¿Podría Jonah haber contratado al asesino para obtener el control de los activos de Spalter Realty?
  6. ¿Podría Alyssa haber contratado al sicario —además de conspirar con Klemper después del disparo para incriminar a Kay— con objeto de heredar los bienes de su padre?
  7. ¿Qué secreto tenía Gurikos por el que lo mataron y mancillaron su cadáver?
  8. ¿Asesinaron a Carl como venganza por intentar que mataran a otra persona?

Examinando aquellos ocho puntos, sopesándolos de uno en uno, se sintió mal consigo mismo por lo poco que había progresado.

No obstante, había algo positivo: en un caso con tantas peculiaridades, una vez que tenías una teoría que resultaba coherente con todas ellas podías estar seguro de que la teoría era correcta. Una sola curiosidad en una investigación podía explicarse de formas diversas. En cambio, era poco probable que pudiera haber más de una teoría capaz de explicar el problema de línea de disparo desde el apartamento, la grotesca forma en que se había mancillado el cadáver de Gus Gurikos y la extraña y oportuna muerte de Mary Spalter.

Al cabo de unos minutos, cuando miró por la ventana norte del estudio, el verde había desaparecido por completo de la cumbre boscosa. Los árboles y la cima que estos cubrían eran una masa uniformemente oscura contra la pizarra gris del cielo. La caída de la noche sobre la colina le recordó el ataque a la casa de Hardwick y cómo quien había disparado había huido a través de las sendas del bosque.

En ese momento oyó el sonido de un motor de motocicleta. Por un segundo, pensó que eran imaginaciones suyas. Entonces el ruido se volvió más fuerte y más claro. Salió del estudio a la cocina para mirar por la ventana. Una motocicleta subía por la carretera, de eso ya no había duda. Al cabo de medio minuto, la única luz del faro de la moto rodeó el granero y empezó a ascender por el sendero bacheado del prado.

Gurney entró en el dormitorio para coger su Beretta calibre 32 de la mesilla de noche, puso una bala, se guardó la pistola en el bolsillo y se acercó a la puerta lateral. Esperó hasta que la moto se detuvo junto a su coche antes de encender las luces exteriores.

Una figura de aspecto atlético, vestida con un mono de cuero negro y con un casco integral del mismo color, se bajó de la moto, cogió un maletín delgado de uno de los maleteros y se acercó a la puerta. Llamó firmemente, aún con los guantes puestos.

Fue entonces cuando Gurney, que ya estaba a punto de sacar la pistola del bolsillo, reconoció el casco.

Era el suyo, de sus días de motero, de hacía unos treinta años. Era el casco que le había regalado unos meses antes a Kyle.

Encendió las luces interiores y abrió la puerta.

—Hola, papá.

Kyle le pasó el maletín, se quitó el casco con una mano y se pasó la otra por el pelo corto y oscuro. Era la viva imagen de su padre.

Intercambiaron sonrisas idénticas, aunque en la de Gurney había un toque de desconcierto.

—¿Me he perdido un mensaje de correo o de teléfono?

—¿De mi visita? No. Ha sido un capricho. Pensaba que podía ocuparme de mejorar tu vídeo con más facilidad aquí que en casa, así puedes ver lo que estoy haciendo y podemos hacerlo como quieras. Es la razón principal de que haya venido, pero también hay una segunda razón.

—¿Oh?

—El bingo de mierda de vaca.

—¿Perdón?

—El bingo de mierda de vaca en tu Feria Estival de Montaña. ¿Sabes que lo hacen en serio? Y queso frito. Y el domingo por la tarde, un concurso de demolición solo para mujeres. Y un concurso de lanzamiento de calabacines gigantes.

—¿Un qué?

—Esto último me lo he inventado. Pero, qué demonios, no es tan raro como lo que hacen. Nunca he estado en una feria de campo de verdad. Con mierda de vaca de verdad. Suponía que ya iba siendo hora. ¿Dónde está Madeleine?

—Es una larga historia. Se va a quedar con una pareja de amigos suyos. Tiene que ver con la feria y con… una especie de precaución. Te hablaré de todo eso después. —Retrocedió, sosteniendo la puerta abierta—. Pasa, pasa, quítate la ropa de moto y ponte cómodo. ¿Has comido?

—Una hamburguesa y un yogur en el área de descanso de Sloatsburg.

—Eso está a casi doscientos kilómetros. ¿Quieres compartir una tortilla conmigo?

—Bien. Gracias. Voy a buscar mi otra bolsa y me cambio.

—Bueno, ¿cuál es la «precaución» de la que hablas? —le preguntó Kyle cuando se sentaron a cenar veinte minutos después.

No le sorprendió que le preguntara eso para empezar. Gurney, en lugar de minimizar la amenaza, que habría sido su inclinación natural, le contó el ataque a la casa de Hardwick y la atrocidad de Cooperstown. Si quería convencerlo para que se fuera (a su casa o a otro lugar seguro) cuanto antes, no tenía sentido minimizar el peligro.

Mientras habló, su hijo escuchó en silencio, preocupado, pero también con la visible excitación que un atisbo de peligro suele provocar en los hombres jóvenes.

Después de comer, Kyle puso su portátil en la mesa del comedor y Gurney le llevó la memoria USB con los archivos de vídeo de Axton Avenue. Localizaron los dos breves fragmentos que quería mejorar. El primero era el de la secuencia del cementerio que empezaba con Carl levantándose de su silla y terminaba con el mismo Carl tendido boca abajo con una bala en el cerebro. El segundo era la secuencia de la calle que mostraba a Petros Panikos, al menos pensaba que era él, entrando en el edificio con la caja envuelta en papel de regalo; una caja que presumiblemente contenía el rifle que después se encontró en el apartamento.

Kyle estaba estudiando las imágenes en la pantalla de su ordenador.

—¿Quieres ampliarlo al máximo detalle con la mínima interpolación de software?

—¿Puedes repetirlo?

—Cuando amplías algo, extiendes los datos digitales reales. La imagen se hace más grande, pero también más borrosa, porque hay menos información real por centímetro cuadrado. El software puede compensar eso haciendo algunas suposiciones, llenando los huecos de datos, afinando, suavizando. Pero eso introduce un elemento de poca fiabilidad en la imagen, porque no todo lo que aparece en la imagen mejorada está presente en los píxeles originales. Para evitar que la ampliación quede borrosa, el software hace suposiciones basadas más en la probabilidad que en datos reales.

—Entonces, ¿qué recomiendas?

—Recomendaría elegir un punto entre la nitidez de la ampliación y la fiabilidad de los datos que lo componen.

—Bien. Busca el equilibrio que te parezca correcto.

Gurney sonrió no solo por cómo su hijo manejaba aquellas cosas, sino también por el punto de excitación que había en su voz. Era como el arquetipo feliz de esa generación de menores de treinta años criados con una afinidad natural por todo lo digital.

—Solo dame un poco de tiempo para toquetear y hacer unas cuantas pruebas. Ya te avisaré cuando tenga algo que valga la pena mirar.

Kyle abrió la barra de herramientas del programa, hizo clic en uno de los iconos de zoom y luego paró. Miró a Gurney, que estaba llevando los platos de la tortilla a la isleta y planteó una pregunta inesperada.

—Aparte de tratar con asesinatos extraordinarios y esas cosas, ¿cómo os va?

—¿Cómo nos va? Bien, supongo. ¿Por qué lo preguntas?

—Parece que tú estás metido en tus cosas y Madeleine en las suyas.

Gurney asintió lentamente.

—Supongo que se puede decir así. Mis cosas y sus cosas. Generalmente separadas, pero, en general, compatibles.

—¿Te gusta que sea así?

La pregunta le pareció extrañamente difícil de responder.

—Funciona —dijo, aunque de inmediato se sintió incómodo con la respuesta—. No quería que sonara tan gris y pragmático —continuó—. Nos queremos. Todavía nos atraemos físicamente. Nos gusta vivir juntos. Pero nuestras mentes funcionan de forma diferente. Yo me meto en algo y me quedo allí. Madeleine, por su parte, es capaz de cambiar de interés, de prestar atención total a lo que tenga delante, de adaptarse al momento. Ella siempre está presente, no sé si me explico. Y, por supuesto, es infinitamente más sociable que yo.

—La mayoría de la gente lo es. —Kyle eliminó el tono negativo del comentario con una gran sonrisa.

—Cierto. Así pues, la mayor parte del tiempo, terminamos haciendo cosas diferentes. O ella termina haciendo cosas y yo termino pensando en cosas.

—¿Quieres decir que ella está fuera dando de comer a las gallinas mientras tú estás aquí dentro tratando de descubrir quién troceó el cadáver en el contenedor del pueblo?

Gurney rio.

—No es exactamente así. Cuando ella está en la clínica, se ocupa de lo que tienen allí (cosas bastante espantosas); cuando está aquí, se ocupa de lo que hay aquí. Yo tiendo a estar dentro de mi cabeza, obsesionado con algún problema en marcha, esté donde esté. Es una diferencia entre nosotros. Además, Madeleine pasa mucho tiempo mirando, aprendiendo, haciendo. Yo paso mucho tiempo reflexionando, formulando hipótesis, analizando. —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. Supongo que cada uno de nosotros se ocupa de lo que le hace sentir más vivo.

Kyle permaneció pensativo un momento, como si intentara sintonizar su mente con la de su padre, para comprenderle mejor. Finalmente, se volvió hacia la pantalla de su ordenador.

—Será mejor que empiece con esto, por si resulta más difícil de lo que pensaba.

—Buena suerte.

Gurney fue a su estudio y abrió el correo electrónico. Paseó la mirada por la docena de mensajes que le habían llegado desde la mañana. Uno de ellos captó su atención. El remitente se identificaba como «Jonah», sin más.

El texto del mensaje parecía ser una respuesta personal a la petición de Gurney de que se vieran para discutir sobre cómo estaba yendo la investigación.

Me interesaría tener la conversación que me propone lo antes posible. No obstante, en este momento no es posible que nos veamos en persona. Le propongo que mantengamos una videoconferencia a través de Internet mañana a las ocho de la mañana. Si está de acuerdo, por favor, mándeme por correo electrónico su nombre en el servicio de videollamada. Si no lo tiene instalado, puede descargar el programa en Skype. Espero su respuesta.

Gurney aceptó de inmediato la invitación de Jonah. Ya tenían el programa Skype. Madeleine, por petición de su hermana, que vivía en Ridgewood, lo había instalado en su ordenador cuando se mudaron a las montañas. Pulsó el botón «enviar» y sintió un subidón de adrenalina. Algo estaba a punto de cambiar.

Necesitaba prepararse. Faltaban menos de doce horas para la conversación de las ocho de la mañana. Y luego, a las nueve, él, Hardwick y, con un poco de suerte, Esti se reunirían para ponerse al día, ordenar los detalles del caso e intercambiar puntos de vista.

Fue a la web de la Catedral del Ciberespacio y se sumergió durante los siguientes cuarenta y cinco minutos en la filosofía insípida y de sonrisa positiva de Jonah Spalter.

Estaba a punto de concluir que aquel tipo era un especie de genio de la sacarina, un Walt Disney de la autosuperación, cuando Kyle le llamó desde la otra sala.

—Eh…, ¿papá? Creo que tengo este material lo mejor que se puede tener.

Gurney acudió a la mesa del comedor y se sentó al lado de su hijo. Kyle pulsó un icono y empezó a reproducirse en pantalla una versión mejorada de la secuencia del cementerio: aumentada, más nítida y reducida a la mitad de velocidad. Todo era como lo recordaba de su primer visionado, solo que más claro y más grande. Carl estaba sentado en el extremo derecho de la fila de sillas. Se levantó y se volvió hacia el atril situado al otro lado de la tumba. Dio un paso delante de Alyssa, empezó a dar otro y entonces cayó hacia delante, boca abajo, justo más allá del último asiento del final de la fila. Jonah, Alyssa y las damas de la Vieja Fuerza se levantaron. Paulette corrió hacia allí. Los porteadores y el sepulturero rodearon las sillas.

Gurney se acercó más a la pantalla, pidiéndole a Kyle que hiciera una pausa en el vídeo para tratar de discernir las expresiones en los rostros de Jonah y Alyssa, pero no había tanto detalle. De manera similar, incluso con aquel nivel de ampliación, el rostro de Carl contra el suelo era poco más que un perfil. Había una mancha oscura a lo largo de la línea del pelo de la sien que podría haber sido el orificio de entrada de la bala, o podría haber sido un poco de suciedad, una pequeña sombra o una creación del propio software.

Le pidió a Kyle que reprodujera otra vez esa parte, con la esperanza de que surgiera alguna revelación. No fue así. Pidió examinarlo por tercera vez. Observó el lateral de la cabeza de Carl al volverse hacia el atril, dar un paso, empezar a dar otro y caer hacia delante. Alguna brisa o el propio movimiento entrecortado de Carl le había despeinado, impidiendo ver ese sutil punto oscuro hasta que su cabeza golpeó el suelo y dejó de moverse, justo a los pies de Jonah.

—Estoy seguro de que el FBI tiene un software que podría darte una imagen mejorada —dijo Kyle con una disculpa—. Yo he sacado todo lo posible de este programa sin producir una imagen que, en esencia, sería de ficción.

—Lo que me has dado es mucho mejor que lo que teníamos al empezar. Echemos un vistazo a la escena de la calle.

Kyle cerró unas cuantas ventanas, abrió una nueva y pulsó el icono de reproducir. La ampliación, empezando con un sujeto mucho más cercano a la cámara y que llenaba una porción mayor del encuadre, era en este caso mucho más nítida y más detallada. El supuesto asesino de Mary Spalter, Carl Spalter, Gus Gurikos y Lex Bincher se acercaba caminando por Axton Avenue y entraba en el edificio de apartamentos. Gurney lamentó que el hombrecillo no hubiera dejado una mayor parte del rostro al descubierto. Pero, por supuesto, lo había hecho a propósito.

Kyle pensaba lo mismo.

—No nos sirve de mucho para un cartel de SE BUSCA.

—No mucho para un cartel de SE BUSCA ni tampoco para un programa de reconocimiento facial.

—¿Porque los ojos están escondidos por gafas de sol enormes?

—Sí. La forma de los ojos, la posición de las pupilas, las comisuras de los ojos. La bufanda esconde la línea de la mandíbula y la punta de la barbilla. La cinta oculta las orejas y la posición del nacimiento del pelo. No queda nada para trabajar con algoritmos de medida.

—Aun así, si lo viera otra vez, podría reconocer esa cara, solo por la boca.

Gurney asintió.

—La boca, y lo que puede verse de la nariz.

—Sí, eso también. Parece un puto pajarito, con perdón.

Se sentaron en sus sillas y miraron la pantalla, a la cara medio oculta de uno de los asesinos más extraños del mundo. Petros Panikos. Peter Pan. El Mago.

Gurney no podía quitarse de la cabeza la descripción final que Donny Angel había hecho de él: «Loco de atar».