Gurney se detuvo en la primera estación de servicio que encontró en la ruta desde Long Falls a Walnut Crossing para echar gasolina y tomar café (porque apenas había tocado la taza en el Aegean Odyssey), así como para enviar otro mensaje de correo a Jonah Spalter. Decidió empezar por esto último.
Comprobó la redacción y el tono de su anterior mensaje, y decidió escribir este nuevo de un modo más irregular, más inquietante, menos claro, con un nivel de urgencia casi enfermizo, más como un mensaje de texto acelerado que como un correo electrónico:
Creciente flujo de nuevos datos, corrupción obvia. Revisión de condena y nueva investigación agresiva inminente. ¿Dinámica familiar cuestión clave? ¿Podría ser tan simple como «sigue el dinero»? ¿Cómo podría influir la tensión financiera de la Catedral del Ciberespacio en la investigación? Deberíamos vernos lo antes posible para una discusión franca de hechos nuevos.
Lo leyó dos veces. Si su nerviosismo y su ambigüedad no provocaban que Jonah le dijera algo, no tenía ni idea de qué podría hacerlo. Entró en la pequeña y desvencijada tienda abierta las veinticuatro horas para comprar un café y un bagel, que resultó estar rancio y duro. Tenía tanta hambre que se lo comió de todos modos. El café, en cambio, estaba sorprendentemente recién hecho, lo que le proporcionó una fugaz sensación de bienestar.
Estaba a punto de dirigirse a los surtidores de gasolina cuando se dio cuenta de que todavía no le había contado a Hardwick su reunión con Mick Klemper en Riverside y la consiguiente llegada a su buzón del vídeo de seguridad de Long Falls. Decidió ocuparse de ello de inmediato.
La llamada fue a parar al buzón de voz y dejó un mensaje.
—Jack, tengo que contarte algunas novedades de Klemper. Tuvimos una pequeña discusión sobre las distintas formas en que puede terminar esto, algunas menos dolorosas para él que otras; y mágicamente me encontré el vídeo desaparecido en mi buzón. El hombre podría estar tratando de amortiguar su caída. Hemos de hablar de lo que eso implica. Además, querrás ver el vídeo. No hay inconsistencias obvias con los informes de los testigos, pero, desde luego, merece que le eches una mirada. Llámame cuando puedas.
Esto le recordó otra tarea urgente que había dejado de lado: ver fragmentos del vídeo de las otras tres cámaras, sobre todo las dos etiquetadas Este y Oeste, porque podrían haber capturado imágenes de individuos acercándose o saliendo del edificio. Pensar en el impulso que tales pruebas podrían darle a la investigación hizo que Gurney condujera muy por encima del límite de velocidad de vuelta a casa.
Le sorprendió, luego le confundió y finalmente le preocupó encontrar el coche de Madeleine todavía aparcado donde estaba cuando él había partido hacia Long Falls esa mañana. Suponía que ella se habría marchado poco después a la granja de los Winkler.
Entró en la casa con un ceño ansioso y la encontró ante el fregadero de la cocina, lavando platos.
—¿Qué estás haciendo aquí todavía? —Había un tono de acusación en la voz de David del que Madeleine no hizo caso.
—Justo después de que te fueras, cuando estaba subiendo al coche, llegó Mina en su monovolumen.
—¿Mina?
—Del club de yoga, ¿recuerdas? Cenaste con ella hace poco.
—Ah, esa Mina.
—Sí, esa Mina. No es que conozcamos a muchas Minas.
—Exacto. ¿Así que llegó en su monovolumen? ¿Para qué?
—Bueno, aparentemente para traernos los frutos de su huerto. Echa un vistazo al lavadero: calabaza amarilla, ajo, tomates, pimientos.
—Te creo. Pero eso fue hace horas. Y sigues…
—Llegó hace horas, pero hace poco que se ha ido.
—Joder.
—A Mina le gusta hablar. Puede que te fijaras en eso en la cena. Para ser justos, ha pasado por algunas dificultades importantes en su vida, problemas familiares, cosas que tenía que sacarse de dentro. Necesitaba hablar con alguien. No podía dejarla en la estacada.
—¿Qué clase de problemas?
—Oh, Señor, de todo, desde padres con alzhéimer hasta un hermano en prisión por tráfico de drogas, pasando por sobrinas y sobrinos con toda clase de trastornos psiquiátricos… No lo sé, ¿de verdad quieres que te lo cuente?
—Quizá no.
—La cuestión es que he preparado algo de comer, un té…, más té. Total que se fue hace unos quince minutos. No quería dejarte los platos sucios, así que los estoy lavando ahora. ¿Y tú? Da la impresión de que tienes prisa por hacer algo.
—Estaba pensando revisar los vídeos de seguridad de Long Falls.
—¿Vídeos de seguridad? Oh, Dios, casi me olvido. ¿Sabías que Jack Hardwick salió anoche en RAM-TV?
—¿Que salió dónde?
—En RAM-TV. En ese espantoso Conflicto criminal con Brian Bork.
—¿Cómo es que…?
—Kyle llamó hace una hora para preguntar si lo habías visto.
—La última vez que Hardwick habló conmigo fue desde Cooperstown… ¿ayer a mediodía? No me contó que tuviera ningún plan para…
—Será mejor que eches un vistazo —lo interrumpió Madeleine—. Está en la sección de emisiones recientes de su web.
—¿Lo has visto?
—He echado un vistazo después de que se marchara Mina. Kyle dijo que teníamos que verlo lo antes posible.
—¿Hay algún problema?
Madeleine le señaló el estudio.
—La web de RAM está abierta en el ordenador. Míralo, luego me dices si hay algún problema.
La expresión inquieta de Madeleine le decía que ella ya había llegado a su propia conclusión.
Al cabo de un minuto, Gurney estaba ante su escritorio, contemplando el estudiado gesto de preocupación y el pelo con gel de Brian Bork. El presentador de Conflicto criminal ocupaba una de las dos sillas colocadas a ambos lados de una mesita. Estaba inclinado hacia delante, como si la importancia de lo que se disponía a decir le impidiera relajarse. La segunda silla estaba vacía.
Se dirigió directamente a la cámara.
—Buenas noches, amigos. Bienvenidos al drama de la vida real de Conflicto criminal. Esta noche queríamos recibir una segunda visita de Lex Bincher, el controvertido abogado que nos anonadó hace solo unos días con su ataque frontal al FBI, un ataque concebido para desmantelar lo que calificó de condena plagada de defectos contra Kay Spalter por el asesinato de su marido. Desde entonces se han producido nuevos acontecimientos asombrosos en este caso ya sensacional. Lo último es la historia de caos desatado y de tragedia en el idílico pueblo de Cooperstown, Nueva York. Estamos hablando de incendios, múltiples homicidios y la inquietante desaparición del propio Lex Bincher, que tenía que estar con nosotros esta noche. En su lugar, escucharemos a Jack Hardwick, un detective privado que está trabajando con Bincher. El investigador Hardwick se une a nosotros desde la corresponsalía de RAM-TV en Albany.
Apareció una pantalla partida con Bork a la izquierda y Hardwick, en un estudio similar, a la derecha. Hardwick, vestido con uno de sus polos oscuros habituales, parecía relajado, lo que Gurney reconoció como la cara pública con la que solía disimular su rabia. La probable furia que sentía por lo que había ocurrido en Cooperstown y su desprecio personal por Bork y RAM-TV estaban bien disimulados.
Gurney no dejaba de preguntarse por qué Hardwick había accedido a aparecer en un programa que aborrecía.
—Para empezar —dijo Bork—, gracias por aceptar mi invitación a participar con tan poco margen de aviso y en un momento de tanta tensión. Comprendo que viene de esa escena terrible junto al lago Otsego.
—Así es.
—¿Puede describírnosla?
—Tres casas junto al lago arrasadas por el fuego. Seis personas han muerto quemadas, entre ellas dos niños. Se encontró una séptima víctima en el lago, bajo un pequeño muelle.
—¿Esa última víctima ha sido identificada?
—Podría llevar algo de tiempo —dijo Hardwick con voz pausada—. Falta la cabeza.
—¿Ha dicho que falta la cabeza?
—Eso he dicho.
—¿El asesino cortó la cabeza de la víctima? ¿Y luego qué? ¿Hay alguna indicación de lo que podría haber ocurrido con ella?
—Tal vez la escondió en alguna parte. O la tiró en otro sitio. O se la llevó. La investigación está en curso.
Bork negó con la cabeza: el gesto de un hombre que simplemente no puede entender en qué se está convirtiendo el mundo.
—Es realmente atroz. Investigador Hardwick, tengo que plantearle la pregunta obvia: ¿está pensando que el cuerpo mutilado podría pertenecer a Lex Bincher?
—Podría ser.
—La siguiente pregunta obvia: ¿qué demonios está ocurriendo? ¿Tiene una explicación que pueda compartir con nuestros televidentes?
—Es muy sencillo, Brian. Un detective completamente corrupto incriminó a Kay Spalter por el asesinato de su marido. Kay Spalter es la víctima de una gran manipulación de pruebas, una burda manipulación de testigos y una defensa completamente incompetente. Su condena, por supuesto, deleitó al verdadero asesino. Lo dejó libre para seguir con su mortífera labor.
Bork empezó a plantearle otra pregunta, pero Hardwick lo cortó.
—Las personas implicadas en este caso (no solo el detective deshonesto que engañó a una mujer inocente para llevarla a prisión, sino todo el equipo que aprobó esa farsa de juicio y la condena) son en última instancia los responsables de la masacre de hoy en Cooperstown.
Bork hizo una pausa, como si le pillara a contrapié lo que acababa de oír.
—Es una acusación muy grave. De hecho, es la clase de acusación que probablemente disparará la indignación en la comunidad policial. ¿Le preocupa eso?
—No estoy acusando a la comunidad policial en general de nada. Estoy señalando a los miembros específicos de esa comunidad que falsificaron pruebas y actuaron en connivencia en la detención y acusación injusta de Kay Spalter.
—¿Tiene las pruebas que necesita para demostrar estas acusaciones?
La respuesta de Hardwick fue inmediata, calmada y sin pestañear.
—Sí.
—¿Puede compartir esas pruebas con nosotros?
—Las compartiremos cuando llegue el momento.
Bork le hizo varias preguntas más a Hardwick, tratando sin éxito de que fuera más concreto. Entonces, de repente, cambió de estrategia y planteó lo que obviamente consideraba la pregunta más provocadora de todas:
—¿Y si usted se impone? ¿Y si avergüenza por completo a todos los que asegura que se equivocan? ¿Y si tiene éxito y logra poner en libertad a Kay Spalter…, y después se descubre que era culpable del asesinato? ¿Cómo se sentiría por eso?
Por primera vez en la entrevista, el desprecio de Hardwick por Bork empezó a hacerse evidente en su rostro.
—¿Cómo me sentiría respecto a eso? Sentir no tiene nada que ver con esto. Se trata de saber. Lo que sabría sería exactamente lo mismo que sé ahora: que el proceso legal estaba podrido. Podrido de principio a fin. Y los responsables saben quiénes son.
Bork levantó la cabeza como si mirara un reloj, luego se dirigió a la cámara.
—Muy bien, amigos, ya lo han oído.
La mitad de la pantalla dedicada al presentador se expandió hasta ocupar toda la imagen. Poniendo la cara de un testigo valiente de sucesos funestos, invitó a sus telespectadores a que prestaran mucha atención a algunos mensajes importantes de sus patrocinadores.
—Quédense con nosotros —concluyó—. Volveremos dentro de dos minutos con la noticia de un desagradable nuevo enfrentamiento sobre los derechos reproductivos en el Tribunal Supremo. No lo olviden, soy Brian Bork para Conflicto criminal, su asiento nocturno de primera fila a las batallas legales más explosivas de la actualidad.
Gurney cerró la ventana de vídeo, apagó el ordenador y volvió a sentarse en su silla.
—Entonces, ¿qué opinas de eso? —La voz de Madeleine, justo detrás de él, le sorprendió.
Se volvió hacia ella.
—Estoy tratando de entenderlo.
—¿De entender qué?
—Por qué ha aparecido en ese programa.
—O sea, aparte del hecho de que le ofrecía una gran plataforma para golpear a sus enemigos, los tipos que le quitaron su trabajo.
—Sí, aparte de eso.
—Supongo que, si todas esas acusaciones tenían un propósito más allá de desahogarse, podría estar tratando de captar la atención de los medios, arrastrar al máximo de periodistas de investigación que pueda, conseguir que todos escarben en el caso Spalter y lo mantengan en los titulares el máximo tiempo posible. ¿Crees que se trataba de eso?
—O podría querer provocar un pleito por calumnias, difamación…, un pleito que está seguro de que puede ganar. O podría estar pretendiendo acorralar al Departamento de Policía del Estado de Nueva York, sabiendo que los individuos implicados no pueden demandarlo porque ganaría él. Tal vez su verdadero objetivo es forzar a la organización a echar a Klemper a los leones para mitigar los daños.
Madeleine parecía escéptica.
—No habría pensado que sus motivos fueran tan sutiles. ¿Estás seguro de que no es solo rabia, que busca algo que aplastar?
Gurney negó con la cabeza.
—A Jack le gusta presentarse como un objeto contundente. Pero no hay nada tosco en la mente que empuña el bate de béisbol.
Madeleine todavía parecía escéptica.
—No estoy diciendo que no haya nada de resentimiento —continuó Gurney—. Eso está claro. No puede soportar la idea de que gente a la que desprecia lo haya obligado a dejar una profesión que amaba. Ahora los detesta todavía más. Está cabreado con ellos, quiere venganza. Todo eso es cierto. Solo estoy diciendo que no es estúpido y que su táctica podría ser más inteligente de lo que parece.
Se hizo un breve silencio, que Madeleine rompió.
—Por cierto, no me contaste ese…, ese pequeño horror final.
Gurney la miró socarronamente.
Madeleine imitó la expresión.
—Creo que sabes de qué estoy hablando.
—Oh. La cuestión de la desaparición de la cabeza. No… No te hablé de eso.
—¿Por qué no?
—Parecía demasiado truculento.
—¿Tenías miedo de que me resultara terrible?
—Algo así.
—¿Control de información?
—¿Perdón?
—Recuerdo que un político empalagoso explicó una vez que nunca engañaba, él simplemente manejaba el flujo de información de manera ordenada para evitar confundir a la opinión pública.
Gurney estuvo tentado de contestar que se trataba de una situación completamente distinta, que su motivo era noble y bondadoso, pero ella lo desequilibró con un sorprendente guiño, como para liberarlo de esa obligación, e inmediatamente otra tentación ocupó su lugar.
Las mujeres listas tenían una suerte de efecto erótico en él, y Madeleine era una mujer muy lista.