Angelidis respondió de inmediato. Después de que Gurney le contara lo que estaba pasando, quedaron en reunirse en el Aegean Odissey al cabo de dos horas.
Antes tenía que asegurarse de que Madeleine estaba a salvo, de camino a la granja de los Winkler en Buck Ridge. Le complació encontrarla preparando una gran mochila de nailon en el dormitorio.
Habló al meter un par de calcetines dentro de unas zapatillas.
—Las gallinas tienen suficiente comida y mucha agua, así que no has de preocuparte por eso. Pero quizá por la mañana podrías darles algunas fresas cortadas.
—Claro —dijo Gurney, que parecía estar pensando en otra cosa.
No sabía qué sentir respecto a que Madeleine estuviera tan implicada en el asunto de Winkler y la feria. Le molestaba y al mismo tiempo era una bendición. Le molestaba porque los Winkler nunca le habían caído bien, y le caían todavía peor después de que convencieran a su mujer para que pasara una semana como vaquera de alpacas para hacerles la vida más fácil. Pero tenía que reconocer que también era una bendición, ya que le daba un lugar seguro donde refugiarse justo cuando lo necesitaba. Y, por supuesto, el trabajo con los animales era algo con lo que ella disfrutaba. Le gustaba ser útil, sobre todo si había implicadas criaturas con plumas o pelaje.
Perdido en sus pensamientos, de repente descubrió que ella lo estaba mirando con una de aquellas expresiones suyas, tan dulces e impenetrables.
De alguna manera le relajó y le hizo sonreír.
—Te quiero —dijo ella—. Por favor, ten cuidado.
Madeleine alargó los brazos y se abrazaron, tan fuerte y durante tanto tiempo que pareció que no había nada que añadir con palabras.
Cuando Gurney llegó a Long Falls, la calle del restaurante estaba desierta. El local estaba más vacío que la vez anterior. Solo había un empleado a la vista, un camarero musculoso de ojos inexpresivos. No había comensales. No había nadie en aquella barra sin iluminar. Por supuesto, apenas eran las diez y media, y era altamente improbable que en el Aegean Odissey sirvieran desayunos. Tal vez el lugar había abierto solo porque así lo había exigido Angelidis.
El camarero condujo a Gurney hasta un pasillo oscuro. Pasaron junto a dos lavabos y dos puertas sin ningún letrero hasta llegar a un puerta de salida de acero pesado. El camarero empujó con fuerza con el hombro, y la puerta se abrió con un chirrido metálico. Se echó a un lado y le hizo un gesto a Gurney para que entrara en un colorido jardín tapiado.
El jardín era de la misma anchura que el edificio, de doce o quince metros, y se extendía al menos dos veces esa distancia a lo largo. La única entrada en las paredes de ladrillo rojo que lo circundaban era una gran puerta de dos hojas en el otro extremo. Estaban abiertas de par en par, enmarcando una vista del río, del camino donde la gente salía a correr y de la tranquilidad del cuidado cementerio Willow Rest. Aquella vista era similar a la que había desde el apartamento desde donde supuestamente habían disparado a Spalter, a tres manzanas de distancia. Solo el ángulo era diferente.
El jardín en sí era una combinación agradable de sendas de hierba, planteles y plantas herbáceas en los bordes. El camarero señaló un rincón en sombra, donde había una pequeña mesita de café con dos sillas de hierro forjado. Adonis Angelidis estaba sentado en una de ellas.
Cuando Gurney llegó a la mesa, Angelidis le señaló con la cabeza la silla vacía.
—Por favor.
Un segundo camarero apareció de repente y puso en el centro de la mesa una bandeja con dos tazas de café, dos vasos de licor y una botella casi llena de ouzo, el licor griego de gusto anisado.
—¿Le gusta el café fuerte? —La voz de Angelidis era baja y ruda, como el ronroneo de un gran gato.
—Sí.
—A lo mejor lo quiere con ouzo. Es mejor que el azúcar.
—Quizá. Lo probaré.
—¿Ha tenido un buen viaje hasta aquí?
—Ningún problema.
Angelidis asintió.
—Precioso día.
—Precioso jardín.
—Sí. Ajo fresco. Menta. Orégano. Muy bien. —El tipo se movió un poco en su silla—. ¿Qué puedo hacer por usted?
Gurney se acercó la taza de café y dio un sorbo, pensativo. De camino desde Walnut Crossing había concebido una táctica de apertura que, en ese momento, al sentarse enfrente de ese hombre que bien podría ser uno de los mafiosos más listos de Estados Unidos, le pareció bastante débil. Decidió probarlo de todos modos. En ocasiones solo te queda un intento a la desesperada.
—He recibido cierta información que podría interesarle.
La mirada de Angelidis era levemente curiosa.
—Solo es un rumor —continuó Gurney—, por supuesto.
—Por supuesto.
—Sobre la Unidad contra el Crimen Organizado.
—Son unos corruptos sin principios.
—Lo que he oído —dijo Gurney, que tomó otro sorbo de su café— es que están tratando de colgarle lo de Spalter.
—¿Carl? Ve lo que quiero decir. Son un puñado de mierdas. ¿Por qué iba a querer perder a Carl? Ya le dije que era como un hijo para mí. ¿Por qué iba a hacer una cosa semejante? ¡Qué asco! —Las grandes manos de boxeador de Angelidis se cerraron en puños.
—El escenario que están montando es que usted y Carl discutieron y…
—Chorradas.
—Como digo, es el escenario que están montando.
—¿Qué coño es un escenario?
—La hipótesis, la historia que están preparando.
—Preparando, exacto. ¡Capullos babosos!
—Su hipótesis es que usted y Carl discutieron, y usted contrató a un sicario a través de Fat Gus; entonces se puso nervioso y decidió borrar su rastro deshaciéndose de Gus. Piensan que tal vez lo matara usted mismo.
—¿Yo mismo? ¿Creen que le llené la cabeza de clavos?
—Solo estoy diciendo lo que he oído.
Angelidis se recostó en la silla y una mirada astuta sustituyó la rabia de sus ojos.
—¿De dónde viene esto?
—¿El plan de colgarle el asesinato?
—Sí. ¿Esto sale de lo alto de la unidad?
Algo en su tono le hizo pensar que Angelidis podría tener vía directa con alguien dentro de la unidad. Alguien que podría estar al corriente de las principales iniciativas.
—No es lo que he oído. Tengo la impresión de que el movimiento contra usted no es central. No es oficial. Un par de tipos que están cabreados con usted. ¿Eso le suena?
Angelidis no respondió. Los músculos de su mandíbula se tensaron. Permaneció callado durante un buen rato. Cuando habló, su tono era plano.
—¿Ha conducido desde Walnut solo para darme esta información?
—También por otra cosa. He descubierto quién era el sicario.
Angelidis se quedó muy quieto.
Gurney lo miró con atención.
—Petros Panikos.
Algo cambió en las pupilas de Angelidis. Si Gurney tenía que adivinarlo, habría dicho que el tipo estaba tratando de ocultar una punzada de miedo.
—¿Cómo lo sabe?
Gurney negó con la cabeza y sonrió.
—Mejor no decir cómo lo sé.
Por primera vez desde que había llegado, Angelidis miró a su alrededor en el jardín y a sus muros de ladrillos. Sus ojos se detuvieron en las puertas que estaban abiertas a la vista del río y el cementerio.
—¿Por qué me está contando esto?
—Pensaba que a lo mejor querría ayudarme.
—¿Ayudarle a qué?
—Quiero encontrar a Panikos. Quiero detenerlo. Para hacer un trato podría estar dispuesto a decirnos quién contrató el crimen de Spalter. Como no fue usted, los de Crimen Organizado pueden irse a la mierda. Le gustaría, ¿no?
Angelidis apoyó sus gruesos antebrazos en la mesa y negó con la cabeza.
—¿Cuál es el problema?
—¿El problema? —Angelidis emitió una risa corta y sin humor—. La parte de detenerlo. Eso no ocurrirá. Confíe en mí. Eso no ocurrirá. No tiene ni idea de con quién coño está tratando.
Otra vez Gurney se encogió de hombros levantando sus palmas.
—Quizá necesitaría saber un poco más.
—Quizá mucho más.
—Dígame qué me estoy perdiendo.
—¿Como qué?
—¿Cómo trabaja Panikos?
—Dispara a la gente. Sobre todo en la cabeza. Sobre todo en el ojo derecho. O los hace explotar. O les prende fuego.
—¿Y sus encargos? ¿Cómo lo contratan?
—A través de un intermediario.
—¿Un tipo como Fat Gus?
—Como Fat Gus. De alto nivel para Panikos. Solo trata con un puñado de tipos en el mundo. Hacen la transacción. Transfieren el pago.
—¿Recibe instrucciones de ellos?
—¿Instrucciones? —Angelidis soltó una risa gutural—. El nombre, la fecha límite y el dinero. El resto solo depende de él.
—No estoy seguro de que lo entienda.
—Digamos que quiere liquidar a cierto objetivo. En teoría. Por poner un ejemplo. Paga el precio a Peter Pan. El objetivo es eliminado. Fin de la historia. Cómo lo eliminan es asunto de Peter. No recibe instrucciones.
—A ver si me aclaro. ¿Los clavos en la cabeza de Fat Gus no formarían parte del trato?
La cuestión pareció interesar a Angelidis.
—No… Eso no habría formado parte del trato si el sicario era Peter.
—Entonces habría sido una iniciativa y no una orden del cliente.
—Estoy diciéndole que no acepta órdenes, solo nombres y dinero en efectivo.
—Entonces…, ¿esa barbaridad que le hizo a Gus habría sido idea suya?
—¿Me oye? No acepta órdenes.
—Pero… ¿por qué iba a hacer lo que hizo?
—No tengo ni puta idea. Ese es el problema aquí. Conociendo a Panikos y a Gurikos, no tiene sentido.
—¿No tiene sentido que Panikos se preocupara de que Gurikos pudiera saber algo dañino? ¿O de que pudiera hablar? ¿O de que pudiera haber hablado ya?
—Tiene que entender algo. Gus cumplió condena, una larga condena. Doce putos años en un agujero en Attica, cuando podría haber salido en dos. Lo único que tenía que hacer era dar un nombre. Pero no lo hizo. Y el tipo no podría haberlo tocado. No habría habido ninguna represalia. Así que no era miedo. ¿Sabe lo que era?
Gurney había oído historias como esa antes y conocía el final.
—¿Principios?
—Puede apostar el puto cuello. ¡Principios! ¡Huevos de acero!
Gurney asintió.
—Lo que hace que me pregunte: ¿por qué demonios iba Panikos a hacer lo que hizo? Nada de esto se sostiene.
—Le he dicho que no tiene sentido. Gus era como Suiza. Tranquilo. No habla con nadie de nadie. Eso era un hecho conocido y respetado. El secreto de su éxito. Principios.
—De acuerdo. Gus era una roca. ¿Qué hay de Panikos? ¿Qué pasa con él?
—¿Peter? Peter es… especial. Solo acepta trabajos que parecen imposibles. Mucha determinación. Alta tasa de éxito.
—¿Y aun así…?
—¿Aun así qué?
—Estoy oyendo una reserva en su voz.
—¿Una reserva? —Angelidis hizo una pausa antes de proseguir con evidente cautela—. Solo se utiliza a Peter en… situaciones muy difíciles.
—¿Por qué?
—Porque además de sus cualidades hay… ciertos riesgos.
—¿Como cuáles?
Angelidis puso cara de estar regurgitando el ouzo del día anterior.
—El KGB solía asesinar a gente poniendo veneno radioactivo en su comida. Tremendamente eficaz. Pero has de tener mucho mucho cuidado usando esa mierda. Así es Peter.
—¿Panikos da tanto miedo?
—Estar contra él podría ser un problema.
Gurney pensó en ello. La idea de que estar en contra de un asesino decidido y loco podía ser un problema le dio ganas de reír en voz alta.
—¿Ha oído alguna vez que le gusten los incendios?
—Podría haber oído eso. Es parte del paquete con el que está tratando. No creo que lo entienda del todo.
—Me he encontrado con alguna gente difícil a lo largo de los años.
—¿Difícil? Eso tiene gracia. Deje que le cuente una historia de Peter, así sabrá algo sobre «gente difícil». —Angelidis se inclinó hacia delante, extendiendo las palmas sobre el tablero de la mesa—. Había dos ciudades no muy distantes. Un hombre fuerte en cada una de ellas. Eso creaba problemas. Sobre todo, quien tenía derechos a varias cosas entre las dos ciudades. Cuando las ciudades se hicieron más grandes, más cercanas, los problemas aumentaron. Pasaron muchas cosas chungas. Escalada. —Articuló la palabra con cuidado—. Escalada. De un lado y de otro. Finalmente no hay posibilidad de paz. No hay posibilidad de acuerdo. Así que uno de los hombres decide que el otro ha de morir. Decide contratar a Peter para que se encargue. Peter en ese momento está entrando en el negocio.
—¿El negocio de los sicarios? —preguntó Gurney.
—Sí. Su profesión. La cuestión es que cumple con el trabajo. Limpio, deprisa, sin problemas. Entonces se presenta en la casa del hombre para cobrar. El hombre para el que hizo el trabajo. El hombre le dice que tiene que esperar. Un problema de liquidez. Peter dice que no, que le pague ya. El hombre dice que no, que ha de esperar. Peter dice que eso lo entristece. El hombre se ríe de él. Así que Peter le dispara. Bang. Sin más.
Gurney se encogió de hombros.
—Nunca es buena idea no pagar a un sicario.
La boca de Angelidis se torció durante lo que pareció una fracción de segundo.
—Nunca es una buena idea. Cierto. Pero la historia no termina ahí. Peter va a casa del hombre y dispara a su mujer y a sus dos hijos. Luego va por la ciudad, dispara al hermano del hombre y a cinco primos, a sus mujeres… Mata a toda la puta familia. Veintiuna personas. Veintiún tiros en la cabeza.
—Menuda reacción.
La boca de Angelidis se ensanchó, mostrando una fila de dientes con fundas brillantes. Entonces soltó una especie de rugido. Gurney pensó que, probablemente, era la risa más enervante que había oído nunca.
—Sí. Menuda reacción. Es un hombre gracioso, Gurney. Menuda reacción. Tengo que recordar eso.
—Aunque parece una medida arriesgada, desde el punto de vista del negocio.
—¿Qué quiere decir arriesgada?
—Diría que, después de eso, después de matar a veintiuna personas por el retraso en un pago, a los potenciales clientes podría preocuparles tratar con él. Podrían preferir tratar con alguien menos sensible.
—¿Sensible? Se lo digo, Gurney, es usted la monda. Sensible… ¡Está bien! Pero lo que no entiende es que Peter tiene una ventaja especial. Peter es único.
—¿Cómo es eso?
—Peter acepta los trabajos imposibles. Los que los otros tipos no pueden hacer, los que son demasiado arriesgados, en los que el objetivo está demasiado protegido… Ese tipo de mierda. Allí es donde entra Peter. Le gusta demostrar que es mejor que nadie. ¿Lo entiende? Peter es un recurso único. Altamente motivado. Alta determinación. Nueve de cada diez veces cumple con el trabajo, pero la cuestión es que siempre se corre el riesgo de que se produzca una carnicería colateral.
Gurney estuvo a punto de echarse a reír por la manera de expresarse de Angelidis. En cambio frunció el ceño, serio.
—¿Puede ponerme un ejemplo?
—¿Un ejemplo? Pues cuando lo contrataron para matar a un objetivo en uno de los transbordadores de alta velocidad de las islas griegas. Y resulta que no conocía el aspecto del hombre, solo que iba a estar en ese barco a una hora en concreto. ¿Qué hizo? Voló el barco y mató a un centenar de personas. Carnicería colateral. Pero le diré otra cosa. No se trata solo de que produzca carnicerías colaterales, la cuestión es que le gusta. Fuego. Explosiones. Cuanto más grande mejor.
Gurney se preguntaba mucha cosas al respecto, pero siguió volviendo a la cuestión central: exactamente, ¿qué hizo que Panikos pareciera la elección correcta para matar a Spalter? ¿Qué hizo que ese trabajo pareciera imposible?
Angelidis interrumpió sus pensamientos.
—Ah, casi olvido una cosa más, la cuestión de la que todavía hablan todos los que estuvieron allí. La cuestión que les afectó de verdad. ¿Está preparado para esto? —Era una pregunta retórica—. Mientras Peter iba por la ciudad, borrando a toda esa familia de la faz de la Tierra, adivine lo que estaba haciendo. —Hizo una pausa, con verdadera excitación en sus ojos—. Adivine.
Gurney negó con la cabeza.
—No adivino.
—No importa. No podría adivinarlo de ninguna manera. —Se inclinó unos centímetros más hacia delante—. Estaba cantando.
Antes de que Gurney saliera del jardín del restaurante, miró otra vez a través de las puertas abiertas en la pared posterior. Vio con claridad la parcela de los Spalter: toda ella, sin ninguna luz que obstruyera ninguna parte.
Oyó que los dedos de Angelidis tamborileaban en la mesa.
Gurney se volvió hacia él y preguntó:
—¿Alguna vez piensa en Carl cuando mira a Willow Rest?
—Claro. Pienso en él.
Observando los dedos de Angelidis, que tamborileaban en la superficie de metal, Gurney preguntó:
—¿Saber que Panikos era el sicario contratado le dice algo de quién le contrató?
—Claro. —El tamborileo se detuvo—. Me dice que sabía lo que hacía. No coges la agenda y buscas Panikos y dices: «Eh, tengo un trabajo para ti». No funciona de ese modo.
Gurney asintió, como si hablara para sí:
—Muy poca gente sabe cómo ponerse en contacto con él.
—Peter acepta contratos a través de, quizá, media docena de tipos, en todo el mundo. Hay que estar bien situado para saber quiénes son esos tipos.
Gurney dejó que se hiciera un silencio entre ellos antes de preguntar:
—¿Diría que Kay Spalter estaba bien situada?
Angelidis lo miró. Al parecer la sugerencia le sorprendió, pero solo respondió con un encogimiento de hombros.
Se volvió para marcharse, pero Gurney aún tenía una pregunta final.
—¿Qué estaba cantando?
Angelidis parecía confuso.
—Panikos, cuando estaba matando a toda esa gente.
—Ah, sí. Alguna canción infantil.
—¿Sabe cuál?
—¿Cómo iba a saberlo? Algo sobre rosas, flores, alguna mierda así.
—¿Estaba cantando una canción infantil sobre flores? ¿Mientras iba por allí disparando a la gente en la cabeza?
—Exacto. Sonriendo como un ángel y cantando su cancioncita con voz de niña. La gente que lo oyó no lo olvidó nunca. —Angelidis hizo una pausa—. Lo más importante, lo que tiene que saber de él es que son dos personas. Una es precisa, exacta, completamente segura. La otra es un loco de atar.