39. Criaturas terribles

Con la situación volviéndose más oscura a cada hora, pensando en la ansiosa salida de Hardwick de la escena del crimen —temiendo ser reconocido y que se cuestionara su presencia—, una pregunta que había estado evitando hasta entonces se abrió paso en su mente: ¿dónde terminaba el derecho a llevar a cabo una investigación privada en interés de un cliente y dónde empezaba la obstrucción a la justicia?

¿En qué punto tenía la obligación de compartir con los cuerpos de seguridad lo que había descubierto del sicario que se llamaba a sí mismo Petros Panikos y su probable implicación en la cada vez más larga cadena de homicidios asociada con el caso Spalter? ¿Cambiaba algo el hecho de que la implicación de Panikos fuera solo «probable»? Seguramente, concluyó Gurney con una sensación casi de alivio, no tenía obligación de compartir escenarios especulativos con la policía, que sin duda ya tendría muchos. Pero, en realidad, ¿hasta qué punto era honesto ese argumento?

Inquieto, siguió dándole vueltas a aquello mientras atravesaba el inhóspito Barleyville, donde se encontró con que el pequeño bar en el que esperaba tomar café estaba cerrado. Continuó por las colinas boscosas que separaban Barleyville del pueblo de Walnut Crossing, y siguió hasta su carretera de montaña. Sus pensamientos culminaron en una pregunta escalofriante: ¿y si las muertes de Cooperstown eran una señal de sucesos por llegar? ¿Cuánto tiempo podía mantener la confidencialidad de una investigación privada si la guerra que aparentemente había declarado Panikos continuaba cobrándose víctimas?

Cuando vio su buzón al final de la carretera cambió el foco de Panikos a Klemper. ¿Le habría dejado el vídeo de seguridad que le había pedido, tal como daba a entender su mensaje de teléfono? ¿O el buzón contendría una sorpresa menos agradable?

Pasó de largo, aparcó el coche junto al granero y volvió caminando.

Habría apostado mil dólares contra la posibilidad de una bomba, pero no estaba dispuesto a apostar su vida. Miró el buzón y se decidió por una forma de abrirlo de bajo riesgo. Primero necesitaba encontrar una rama caída lo bastante larga para levantar la tapa desde un lugar protegido, junto al tronco de una cicuta situada a un par de metros del buzón.

Después de una búsqueda de cinco minutos y de varios intentos torpes con una rama que no llegaba en absoluto, logró levantar la tapa. Esta se abrió con un ruido metálico. Esperó unos segundos antes de acercarse a la parte delantera del buzón para mirar en su interior. Lo único que contenía era un sobre blanco. Lo sacó, apartando una pequeña hormiga.

El sobre, que no llevaba sello ni matasellos, estaba dirigido a él con letras mayúsculas. Palpó un pequeño objeto rectangular a través del papel, que pensó que podía ser una memoria USB. Abrió el sobre con cautela y comprobó que tenía razón. Se guardó el lápiz de memoria en el bolsillo, se metió en el coche y condujo hasta la casa.

El reloj del salpicadero marcaba las 16:38. El coche de Madeleine estaba en su sitio, lo cual le recordó que había ido al primer turno ese día y que probablemente había llegado a casa alrededor de las dos. Esperaba que estuviera leyendo, quizá sumida en su asalto sisífeo de Guerra y paz.

—Estoy en casa —dijo en voz alta al entrar por la puerta lateral.

No hubo respuesta.

Al pasar por la cocina de camino al estudio, dio otra voz; tampoco hubo respuesta. Pensó que Madeleine se habría ido a disfrutar de uno de sus paseos.

En el estudio dio unos golpecitos en su portátil abierto para devolverlo a la vida. Sacó la memoria USB del bolsillo y la conectó en la ranura adecuada. El icono que apareció decía 02 DIC 2011 08:00-11:59, el intervalo temporal en el que se había producido el asesinato de Spalter. Fue al menú de obtener información y descubrió que la pequeña memoria tenía 64 GB de capacidad, mucho más que suficiente para cubrir las horas especificadas, incluso en alta resolución.

Hizo clic en el icono del dispositivo e, inmediatamente, se abrió una ventana con cuatro iconos de archivos de vídeo titulados: CAM A (INT), CAM B (ESTE), CAM C (OESTE), CAM D (SUR).

Interesante. Un conjunto de cuatro cámaras constituía un nivel de seguridad de vídeo inusual para una modesta tienda de electrónica de una pequeña localidad. Gurney supuso que la configuración era una muestra activa del propósito de vender cámaras de seguridad —como tener un muro de televisiones todas encendidas—, o bien, una posibilidad que se le había ocurrido antes: Harry, el Peludo, y su novia se dedicaban a un negocio más arriesgado que la electrónica.

Como la cámara orientada al sur sería la que ofrecería imágenes del cementerio Willow Rest, ese fue el archivo que Gurney eligió primero. En cuanto hizo clic en el icono, apareció una ventana de vídeo con controles para reproducir, pausar, retroceder y cerrar, además de una barra deslizante vinculada con el código de tiempo del archivo para llegar a puntos específicos del vídeo. Hizo clic en «reproducir».

Y lo que vio fue lo que esperaba ver. Era casi demasiado bueno para ser cierto. No solo la resolución del archivo era magnífica, sino que la cámara que había producido el archivo, evidentemente, incluía la última tecnología de seguimiento de objetos y zoom según acción. Y, por supuesto, como la mayoría de las cámaras de seguridad, se activaba por el movimiento —grabando vídeo solo cuando estaba ocurriendo algo—, y, además, tenía un indicador de tiempo real en la parte inferior del encuadre.

La característica de activación por movimiento significaba que el periodo nominal de cuatro horas ocuparía mucho menos tiempo de grabación en el archivo, porque los intervalos de inactividad en el campo de visión de la cámara no estarían representados. De este modo, la primera hora había producido menos de diez minutos de grabación digital, activada sobre todo por gente paseando a sus perros y personas que hacían footing por el camino que discurría en paralelo al muro bajo del cementerio. La escena quedaba iluminada por la luz solar pálida del invierno y una fina capa de nieve.

Hasta poco después de las nueve, la cámara no respondió a actividad dentro de Willow Rest. Una furgoneta pasó lentamente por el encuadre. Se detuvo delante de lo que Gurney reconoció como la parcela familiar de Spalter (o, para usar el término de Paulette Purley, la «propiedad»). Dos hombres con monos de trabajo bajaron de la furgoneta, abrieron los portones traseros y empezaron a descargar varios objetos oscuros, planos y rectangulares. Pronto quedó claro que se trataba de sillas plegables que los hombres colocaron con evidente cuidado en dos filas orientadas de cara a una zona alargada de tierra oscura: la tumba abierta destinada a Mary Spalter. Uno de los hombres, después de hacer algunos ajustes en la posición de las sillas, instaló un atril en el extremo de la tumba, mientras que el otro sacó una gran escoba de la furgoneta y empezó a barrer la nieve de la zona de hierba entre las sillas y la tumba.

Mientras lo hacían, apareció un pequeño coche blanco y se detuvo detrás de la furgoneta. Aunque no podía estar seguro de la cara, demasiado pequeña en el encuadre del vídeo, Gurney tenía la sensación de que la mujer que salió del automóvil, envuelta en una chaqueta de piel y con un sombrero del mismo material, haciendo gestos como si diera instrucciones a los trabajadores, era Paulette Purley. Los hombres, después de barrer con energía en torno a las sillas y a la fosa abierta durante varios minutos, volvieron a la furgoneta y desaparecieron del encuadre.

La mujer se quedó sola, mirando la parcela, como si le estuviera dando a todo un repaso final. A continuación, volvió a meterse en su coche, condujo hasta más allá de la zona de césped y aparcó al lado de unos rododendros marchitos por el frío. El vídeo continuó un minuto más antes de detenerse. Se reanudó veintiocho minutos después —9:54— con la llegada de un coche fúnebre y varios vehículos más.

Un hombre que llevaba un abrigo negro salió del lado del pasajero del coche fúnebre. La mujer que Gurney suponía que era Paulette Purley bajó de nuevo de su vehículo. Se encontraron, se estrecharon las manos y hablaron brevemente. El hombre caminó de nuevo hacia el coche fúnebre, sin dejar de gesticular. Media docena de hombres vestidos de oscuro bajaron de una limusina, abrieron la puerta posterior del vehículo fúnebre y lentamente sacaron un ataúd, que luego llevaron con sumo cuidado a la tumba abierta, para colocarlo en una estructura que lo sostenía a la altura del suelo.

A una señal que Gurney no detectó, los familiares y amigos empezaron a salir de los otros automóviles aparcados en una fila a lo largo del callejón de detrás del coche fúnebre. Envueltos en abrigos de invierno y con sombreros, se acercaron a las dos filas de sillas situadas ante la tumba, llenando todos menos dos de los dieciséis asientos. Las dos vacantes estaban situadas al lado de las primas trillizas de Mary Spalter.

El hombre alto con el abrigo negro, presumiblemente el director de la funeraria, fue a situarse detrás de los asistentes al funeral que estaban sentados. Los seis portadores del féretro, después de hacer algunos ajustes a la posición del ataúd, se quedaron hombro con hombro al lado del hombre alto. Paulette Purley se colocó un poco separada del último de ellos.

La atención de Gurney permanecía fija en el hombre del último asiento de la primera fila. La futura víctima, que no sospechaba nada. El reloj en la parte inferior del vídeo indicaba que en el cementerio Willow Rest eran las 10:19. Eso significaba que en ese momento a Carl Spalter le quedaba solo un minuto. Un minuto más de la vida que había conocido.

La mirada de Gurney pasó adelante y atrás entre Carl y el reloj, sintiendo la erosión del tiempo y de la vida con una precisión dolorosa.

Solo quedaba medio minuto, antes de que una bala 220 Swift —la bala más rápida y más precisa del mundo— perforara la sien derecha de aquel hombre, se fragmentara en su cerebro y pusiera fin al futuro que pudiera haber imaginado.

En su larga carrera en la policía de Nueva York, había visto innumerables delitos en vídeos de seguridad —incluidos atracos, palizas, robos y homicidios— de estaciones de servicio, licorerías, tiendas abiertas las veinticuatro horas, lavanderías, cajeros automáticos.

Pero el que tenía delante era diferente.

El contexto humano, con sus relaciones de familia complejas y tensas, era más profundo. El contexto emocional era más vívido. Él, en apariencia, tranquilo ambiente de la escena —los asistentes sentados, la sugerencia de un retrato de grupo formal— no era muy diferente a lo que solía verse en una grabación típica de cámara de seguridad. Y Gurney sabía más del hombre que al cabo de unos segundos iba a recibir un disparo de lo que había sabido inicialmente sobre cualquier otra víctima grabada en vídeo.

Entonces llegó el momento.

Gurney se inclinó hacia la pantalla de su ordenador, literalmente al borde de su silla.

Carl Spalter se levantó y se volvió hacia el atril que habían instalado al otro lado de la tumba abierta. Dio un paso en esa dirección, pasando junto a Alyssa. Entonces, justo cuando empezaba a dar otro paso, se tambaleó hacia delante dando una especie de traspié que lo propulsó a lo largo de toda la fila delantera. Cayó al suelo de cara y se quedó inmóvil en la hierba, entre el ataúd de su madre y la silla de su hermano.

Jonah y Alyssa fueron los primeros en ponerse en pie, seguidos por las damas de la Vieja Fuerza que estaban en la segunda fila. Los portadores del féretro llegaron desde detrás de las sillas. Paulette corrió hacia Carl, se dejó caer de rodillas y se inclinó sobre él. Después de eso era difícil precisar lo que estaba ocurriendo, a medida que cada vez más gente se congregaba en torno a Carl. Durante los momentos que siguieron, al menos tres personas habían sacado los teléfonos y estaban haciendo llamadas.

Gurney comprobó que Carl Spalter fue herido, como indicaba el informe del incidente, exactamente a las 10:20. El primero en responder a la llamada de emergencia fue un agente uniformado de la policía local, que llegó en un coche patrulla de Long Falls a las 10:28. En el curso de los siguientes minutos, llegaron dos más, seguidos de inmediato por un coche patrulla. A las 10:42, apareció un equipo médico en una gran ambulancia. Al aparcar justo delante de la actividad principal que se desarrollaba en la escena y bloquear el campo de visión de la cámara de seguridad, la ambulancia hizo que el resto del vídeo resultara inútil para Gurney. Incluso el primer coche no identificado —presumiblemente conducido por Klemper— quedó tapado cuando se detuvo del otro lado de la ambulancia.

Después de repasar el resto del vídeo sin encontrar datos adicionales importantes, Gurney se recostó en la silla de su escritorio para considerar lo que había visto.

Además de la desafortunada posición de la ambulancia, había otro problema con el material. A pesar de la alta resolución de la cámara, de su formidable lente zoom y de sus capacidades de autoencuadre, la distancia real entre la cámara y la escena provocaba que se viera con cierta dificultad. Aunque había comprendido lo que había visto en el vídeo, sabía que, en parte, lo hacía por lo que sabía a priori. Había aceptado desde hacía mucho tiempo un principio cognitivo contraintuitivo: no creemos lo que pensamos porque vemos lo que vemos, sino que vemos lo que vemos porque pensamos lo que pensamos. Las ideas preconcebidas pueden fácilmente invalidar datos ópticos, incluso hacernos ver cosas que no están ahí.

Deseaba ver las cosas de un modo incuestionable, para asegurarse de que sus ideas no lo estaban llevando en la dirección equivocada. En una situación ideal, habría proporcionado el archivo digital a un sofisticado laboratorio informático para obtener una mejora máxima, pero parte del precio del retiro era la falta de acceso libre a esa clase de recursos. Se le ocurrió que quizás Esti podría conocer una puerta trasera que los llevara al laboratorio del Departamento de Policía del Estado de Nueva York, algo que permitiera que el trabajo se realizara sin una identificación o un número de seguimiento que pudiera volverse contra ella; pero no estaba cómodo con la idea de empujarla en ese camino. Al menos hasta que se hubieran agotado opciones menos arriesgadas.

Cogió el teléfono y llamó a Kyle, que sabía muchísimo sobre ordenadores; cuanto más complejo fuera el desafío, mejor. Saltó el buzón de voz y le dejó un mensaje:

—Hola, hijo. Tengo un problema de tecnología digital. No cuento con los canales de ayuda oficiales. Esta es la cuestión: tengo un archivo de vídeo de alta definición que podría ser más revelador si pudiéramos aplicar un efecto de zoom digital sin diluir la nitidez. Es una especie de contradicción, pero creo que hay algún software de mejora con ciertos algoritmos que tienen una forma de abordar esa cuestión…, así que quizá podrías señalarme la dirección correcta. Gracias, hijo. Estoy seguro de que todo lo que puedas contarme será mucho más de lo que ya sé.

Después de colgar, Gurney decidió volver al principio del vídeo y verlo otra vez. Pero entonces se fijó en que en la esquina inferior de su portátil se decía que eran las 17:48. Aunque Madeleine hubiera dado el más largo de sus paseos habituales por el bosque, el que pasaba por encima de la cumbre de Carlson, ya debería haber regresado.

Era la hora de cenar y ella nunca… «Oh, Dios, claro».

Se sintió como un idiota. Era el día en el que tenía que irse para quedarse con los Winkler. Estaban ocurriendo demasiadas cosas demasiado deprisa. Era como si su cerebro no pudiera contener ni un pizca más de información. Como si cada vez que algo nuevo entraba, algo tuviera que salir por el otro lado. Le asustaba un poco pensar en ello. ¿Qué más podría haber olvidado?

Fue entonces cuando recordó que al llegar había visto el coche de Madeleine aparcado junto a la casa.

Si estaba con los Winkler, ¿por qué demonios estaba su coche allí?

Desconcertado y con una creciente sensación de desasosiego, llamó al móvil de su mujer.

Le sorprendió oír que, al cabo de unos segundos, el teléfono sonaba en la cocina. ¿No se había ido con los Winkler al fin y al cabo? ¿Estaba en algún lugar de la casa? La llamó, pero no hubo respuesta. Fue del estudio a la cocina. Siguiendo el sonido del timbre, encontró el teléfono en la encimera, al lado del horno. Eso era realmente extraño. Por lo que sabía, Madeleine nunca salía de casa sin él. Desconcertado, miró por la ventana, con la esperanza de verla subiendo por el prado hacia la casa.

No había signo de ella. Solo su coche. No estaría muy lejos, a menos que hubiera ido a algún sitio con una amiga que hubiera pasado a recogerla. O, a menos, Dios no lo quisiera, que hubiera sufrido un accidente y se la hubieran llevado en ambulancia.

Se tensó para recordar algo que pudiera haberle dicho que…

Justo entonces una brisa agitó las plantas de espárragos, separándolas brevemente, y algo brillante destelló en la comisura de su ojo.

Algo rosa, pensó.

Entonces las plantas se juntaron otra vez, y se preguntó si de verdad había visto algo.

La curiosidad lo hizo salir a cerciorarse.

En cuanto llegó al otro lado del lecho de espárragos, vio a Madeleine sentada en la hierba con una de sus camisetas rosas. A su lado, en el suelo, había unas pocas losetas de granito colocadas sobre lo que parecía tierra removida. En el otro extremo de las piedras, una pala, recién usada, yacía en la hierba. Con su mano derecha, iba aplastando con suavidad la tierra oscura en torno a los bordes de las piedras.

Al principio no dijo nada.

—¿Maddie?

Ella levantó la mirada con la boca en una línea tensa y triste.

—¿Qué es? ¿Qué pasa?

Horace.

—¿Horace?

—Una de esas criaturas terribles lo ha matado.

—¿A nuestro gallo?

Madeleine asintió.

—¿Qué clase de criatura terrible? —preguntó Gurney.

—No lo sé. Supongo que lo que Bruce dijo la otra noche cuando estuvo aquí. ¿Una comadreja? ¿Una zarigüeya? No lo sé. Nos advirtió. Debería haberle escuchado. —Se mordió el labio inferior.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Esta tarde. Cuando llegué a casa los saqué del granero para que tomaran un poco el aire. Era un día muy bonito. Tenía algo de maíz partido, que les encanta, así que me siguieron a la casa. Estaban justo aquí. Correteando. Picoteando en la hierba. Entré en la casa a por… algo. Ni siquiera sé qué. Solo… —Se detuvo un momento, negando con la cabeza—. Solo tenía cuatro meses. Aún estaba aprendiendo a cacarear. Parecía muy orgulloso. Pobre Horace. Bruce nos advirtió…, nos advirtió… sobre lo que podía ocurrir.

—¿Lo has enterrado?

—Sí. —Madeleine se estiró y suavizó el suelo junto a las piedras—. No podía dejar ese pequeño cuerpo allí tendido. —Sollozó y se aclaró la garganta—. Probablemente estaba tratando de proteger a las gallinas de la comadreja, ¿no crees?

Gurney no tenía ni idea de qué pensar.

—Supongo que sí.

Después de apretar el suelo varias veces más, Madeleine se levantó de la hierba y los dos se dirigieron a la casa. El sol ya había empezado a deslizarse detrás de la cumbre oeste. La pendiente de la otra colina estaba bañada en esa luz rojiza y dorada que nunca duraba más de un minuto o dos.

Era una tarde extraña. Después de una cena de sobras, breve y silenciosa, Madeleine se arrellanó en uno de los sillones junto a la gran chimenea vacía, en el otro extremo del gran salón, sosteniendo abstraídamente una de sus eternas labores de punto en el regazo.

Gurney le preguntó si quería que le encendiera la lámpara de pie de detrás del sillón. Ella negó con la cabeza de manera casi imperceptible. Cuando estaba a punto de decirle si había cambiado su plan para ir a la granja de los Winkler, Madeleine le preguntó por su cita de esa mañana con Malcolm Claret.

¿Esa mañana?

Habían ocurrido tantas cosas desde su viaje al Bronx que sentía que había pasado una semana desde entonces. Le estaba costando concentrarse en ello, encajarlo en su día. Empezó con lo primero que se le vino a la mente:

—Cuando le pediste hora, ¿te dijo Malcolm que se estaba muriendo?

—¿Muriendo?

—Sí. Está en las últimas fases de un cáncer fatal.

—Y todavía está… Oh, Dios.

—¿Qué?

—No me lo contó, no directamente, pero… recuerdo que dijo que tu cita tenía que ser muy pronto. Supuse que tenía algún compromiso importante y… Oh, Dios. ¿Cómo está?

—Sobre todo igual. Quiero decir, se le ve muy viejo, muy delgado. Pero está… muy…, muy lúcido.

Se hizo un silencio entre ellos.

Madeleine fue la primera en hablar.

—¿Es de eso de lo que hablasteis? ¿De su enfermedad?

—Oh, no, en absoluto. De hecho, ni siquiera se refirió a eso hasta el final. Hablamos sobre todo de… mí… y de ti.

—¿Fue útil?

—Eso creo.

—¿Todavía estás enfadado conmigo por pedirte hora?

—No. Fue positivo. —Al menos eso pensaba. Aún tenía problemas para expresarlo con palabras.

Después de un momento, Madeleine sonrió con dulzura y dijo:

—Bien.

Tras un largo silencio, Gurney se preguntó si podría volver a la cuestión de los Winkler y resolverla. Todavía estaba decidido a alejar a Madeleine de la casa. Pero suponía que habría tiempo suficiente para eso por la mañana.

A las ocho en punto, ella se fue a la cama.

Al cabo de un rato, él la siguió.

No es que tuviera mucho sueño. De hecho, lo estaba pasando mal intentando definir sus sentimientos. El día lo había dejado confundido y abrumado. Para empezar, estaba el impacto visceral del mensaje de Claret. Y más allá de eso, volver al Bronx de su infancia, la escalada de horrores en Cooperstown que le había contado Hardwick y, finalmente, el dolor de Madeleine por la muerte del gallo, que, por insignificante que pareciera, tal vez, de forma inconsciente, le hacía revivir otra pérdida.

Entró en el dormitorio, se quitó la ropa y se deslizó en la cama al lado de su mujer. Dejó que su brazo descansara suavemente contra el de ella. Sintió que no había mejor forma de comunicarse.