38. Afición al fuego

Gurney no tenía un recuerdo claro de haber salido de City Island, de atravesar el Bronx o de cruzar el puente George Washington. Cuando recuperó la sensación de normalidad ya estaba conduciendo hacia el norte por la carretera de Palisades. Junto con esa normalidad llegó el descubrimiento de que no le quedaba suficiente gasolina para llegar a Walnut Crossing.

Veinte minutos después, estaba sentado en el aparcamiento de una gran gasolinera, donde pudo cargar combustible, para el coche y para él. Después de tomarse un café y un par de bagels que le hicieron sentir que estaba restableciendo contacto con su vida cotidiana, sacó el teléfono, que había desconectado para su cita con Claret, y buscó los mensajes.

Había cuatro. La voz del primero, que provenía de un número desconocido, era de Klemper, cuya voz era más dura y arrastraba más las palabras que el día anterior: «Después de Rivermall… Riverside. Nuestra conversación. Mire su buzón. Recuerde lo que dijo. No me joda. La gente que me jode… No es buena idea. No me joda. Un pacto es un pacto. Recuerde eso. No se le ocurra olvidarlo. Mire su buzón».

Gurney se preguntó si el tipo estaba tan borracho como aparentaba. Más importante, se preguntó si en su buzón de correo estaría, realmente, el vídeo de seguridad desaparecido que había solicitado. No pudo evitar recordar que alguien había puesto en una ocasión una serpiente allí. También era un lugar natural para una bomba. Pero eso parecía exagerado.

El mensaje también le recordó que tenía que informar a Hardwick y a Esti de la reunión de Riverside y del pacto al que se estaba refiriendo Klemper.

Continuó con el segundo mensaje, que era de Hardwick: «Eh, Sherlock. Acabo de colgar con Ankara. Parece que el hombrecillo que nos dejó sin luz es todo un personaje. Llámame».

El tercer mensaje también era de Hardwick, más agitado: «¿Dónde coño te estás escondiendo, Sherlock? Estoy llegando a Cooperstown, de camino a la casa de Bincher. Sigue sin haber noticias suyas. Tengo un mal presentimiento. Y hemos de hablar de nuestro sicario loco. Y con loco quiero decir loco. Llámame, por el amor de Dios».

El cuarto y último mensaje era de un Hardwick más grosero y enfadado: «Gurney, donde coño estés, responde el puto teléfono. Estoy en la casa de Lex Bincher. O en lo que era su casa. Se quemó anoche. Junto con las casas de los vecinos. Tres casas de golpe. Hasta los cimientos. Incendios grandes y rápidos, empezó en la casa de Lex, aparentemente algún artefacto incendiario, más de uno. ¡Llámame! ¡Ahora!».

Gurney decidió telefonear antes a Madeleine. Le salió el buzón de voz y dejó un mensaje.

—Hazme un favor y no abras el buzón hoy. Estoy seguro de que no hay ningún problema, pero he recibido una llamada agitada de Klemper y prefiero abrirlo yo. Solo es una precaución. Te lo explicaré después. Estoy en el área de descanso de Sloatsburg. Te quiero. Te veré dentro de un par de horas.

Pensó en lo que había dicho y deseó haber dicho otra cosa. Era demasiado siniestro. Necesitaba contexto, explicación. Estuvo tentado de volver a llamar y dejar un mensaje más largo, pero temía acabar empeorando la situación.

Llamó al número de Hardwick y le salió el buzón de voz. Dejó un mensaje diciendo que estaba de camino a Walnut Crossing. Preguntó si había habido alguna víctima en los incendios de Cooperstown o alguna señal de Bincher. Y, en relación con el asesino loco, ¿qué había encontrado? Colgó, asegurándose de que todavía tenía batería en el móvil, y volvió hacia el puesto de comidas a pedir otro café.

Hardwick llamó cuando estaba en las colinas rurales, por encima de Barleyville.

—Hemos tenido un aquelarre demencial aquí, campeón. Tres casas grandes, tres grandes pilas de cenizas. La casa de Lex y las de ambos lados. Seis personas muertas, ninguna de ellas Bincher. Dos cadáveres en la casa de la izquierda; cuatro en la casa de la derecha, entre ellos dos niños. Todos atrapados en los incendios. Dicen que ocurrió después de medianoche y que prendió muy rápido. El tipo de la Unidad de Antiincendios dice que probablemente se trata de pequeños artefactos incendiarios; cuatro, uno en cada esquina de la casa de Bincher. Quien los lanzó no hizo esfuerzo alguno para que no pareciera provocado.

—¿Y las otras dos casas eran solo daños colaterales? ¿Estás seguro?

—No estoy seguro de nada. Estoy fuera de la cinta amarilla, mezclándome con los mirones capullos; solo me entero de lo que los polis locales le están contando a sus colegas. Pero corre la voz de que las pruebas del cromatógrafo de gases para detectar acelerantes químicos dieron positivo en la casa de Bincher y no en las otras.

—Pero ¿la casa de Bincher estaba vacía? Quiero decir, ¿no había cadáveres dentro?

—Hasta el momento no. Pero veo que los técnicos siguen a cuatro patas en torno a las cenizas húmedas. Es una escena de cine. El Departamento de Bomberos, el DIC, la Unidad Antiincendios, el Departamento del Sheriff, agentes uniformados. —Hizo una pausa—. Joder, Davey, se supone que era… una forma de advertir a Lex para que dejara el caso… —Su voz se fue apagando.

Gurney no dijo nada.

Hardwick tosió, se aclaró la garganta.

—¿Sigues ahí?

—Sigo aquí. Solo pensando en tu comentario sobre la advertencia. —Hizo una pausa—. Diría que cortar tu tendido eléctrico fue probablemente una advertencia. La mutilación de la cabeza de Gurikos fue probablemente una advertencia. Pero esto…, esto de Bincher… parece otra cosa. Como la guerra. Sin ninguna preocupación por quién muere.

—Estoy de acuerdo. El cabrón tiene apetito por la destrucción seria. Y el incendio parece un tema recurrente.

—¿Tema recurrente? —Gurney frenó, se detuvo en una zona de hierba, junto a un acantilado con vistas al embalse. Apagó el motor y abrió las ventanillas—. ¿Qué quiere decir tema recurrente? ¿Qué sacaste de la Interpol?

—Quizá mucho, o quizás un montón de nada. Es difícil decirlo. La cuestión es que la información que han juntado en su base de datos podría referirse a un solo individuo o no. El material actual, de los pasados diez años más o menos, puede que sea preciso, al menos en su mayor parte. Pero lo de antes de eso, hace más de diez años, es muy poco firme. También es más estrambótico.

Gurney se preguntó qué podía ser más estrambótico que meterle unos clavos en la cabeza a alguien.

—El tipo de Ankara —explicó Hardwick— decidió hablarme por teléfono, para evitar dejar rastro por correo electrónico, así que tomé notas. Lo que me dio se resume en dos pequeñas historias. En función de cómo las mires, pueden parecer muy conectadas, o sin ninguna conexión en absoluto. Las historias se remontan en el tiempo, empezando con el material reunido en, más o menos, la última década sobre el asesino que se hace llamar Petros Panikos. ¿Estás preparado?

—Soy todo oídos, Jack.

—El nombre de Panikos, usado como elemento principal de la búsqueda, conduce a un suceso que ocurrió hace veinticinco años en el pueblo de Lykonos, en el sur de Grecia. Vivía allí una familia Panikos propietaria de una tienda de regalos. Había cuatro hijos en la familia, el menor de los cuales, al parecer, era adoptado. Un incendio destruyó la tienda de regalos, junto con la casa familiar. Murieron los dos progenitores y los tres hijos. El cuarto hijo, el adoptado, desapareció. Se sospechó que fue un incendio provocado, pero nunca se probó. Jamás se encontró un certificado de nacimiento formal ni papeles de adopción del hijo desaparecido. La familia era muy reservada, sin parientes próximos, y había cierto desacuerdo en el pueblo sobre el nombre del hijo desaparecido. Pero, atento a esto, los dos nombres posibles mencionados eran Pero y Petros.

—¿Qué edad tenía?

—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Según el expediente de investigación del viejo incendio, su edad en ese momento se calculaba entre los doce y los dieciséis años.

—¿No hay información de su nombre de nacimiento o de dónde procedía originalmente?

—Nada oficial. No obstante, en el archivo de investigación del incendio hay una afirmación de un sacerdote del pueblo que pensaba que el niño procedía de un orfanato búlgaro.

—¿Qué le hizo pensar eso?

—No hay indicación en el archivo de que nadie se molestara en preguntar. Pero el sacerdote dio el nombre del orfanato.

Gurney soltó una risa breve. No tenía nada que ver con el humor. Si hubiera tenido que explicarlo, probablemente habría dicho que era energía desbordándose. Había algo respecto al proceso de búsqueda, el paso de un elemento de información a otro, las piedras para cruzar el arroyo, que activó su cerebro.

—Y supongo que la pista al orfanato nos lleva a otro suceso relevante.

—Bueno, en realidad, nos lleva a un orfanato inhóspito de la época comunista del que no quedan registros. ¿Adivinas por qué?

—¿Otro incendio?

—Sí. Así que lo único que sabemos sobre los residentes en el momento del incendio, en el cual la mayoría de ellos murieron, procede de un viejo y somero expediente policial, en realidad de una entrevista de ese expediente con una enfermera que sobrevivió al incendio. Por cierto, no hubo problema en establecer que fue provocado. Aparte de que los cuatro edificios del orfanato ardieron al mismo tiempo, y aparte de las latas de gas que se encontraron en cada uno de ellos, las puertas exteriores estaban cerradas con cuñas de madera.

—Lo que significa que el objetivo era el asesinato en masa. Pero me da la impresión de que el incendio era el final de la historia. ¿Cuál era el principio?

—Según el testimonio de la enfermera, un par de años antes del incendio, una mañana de invierno, se encontró a un niño extraño en los escalones de entrada. El niño parecía mudo y analfabeto. Pero después descubrieron que no solo hablaba búlgaro con fluidez, sino también ruso, alemán e inglés. Esta enfermera tuvo la idea de que el crío era una especie de idiot savant políglota. Así que le dio algunos libros de gramática básica; y, claro está, durante los dos años que estuvo allí aprendió francés, turco y Dios sabe qué más.

—¿Alguna vez les dijo de dónde venía?

—Alegó amnesia total, ningún recuerdo anterior a llegar allí. Su único vínculo con el pasado era una pesadilla crónica. Algo relacionado con un tiovivo y un payaso. Terminaron poniéndolo en una habitación separada por la noche, lejos de los otros niños, porque solía despertarse gritando. Por alguna razón, quizá por el payaso del sueño, la enfermera se hizo la idea de que su madre había estado en alguna clase de pequeño circo itinerante.

—Parece un niño peculiar. ¿Hubo alguna alerta roja antes del incendio?

—Oh, sí. Una gran alerta. —Hardwick hizo una pausa dramática.

Era uno de sus hábitos con los que Gurney había aprendido a convivir.

—¿Quieres hablarme de ello?

—Un par de chicos se burlaron de él, algo sobre las pesadillas. —Otra pausa.

—Jack, por el amor de Dios…

—Desaparecieron.

—¿Los chicos que se burlaban de él?

—Exacto. Desaparecieron de la faz de la Tierra. Lo mismo que un ayudante que no creía la historia de su amnesia y que no dejaba de acosarlo por ello. Desaparecido. Ningún rastro.

—¿Algo más?

—Más información extraña. Nadie tenía idea de su edad, porque en los dos años que estuvo allí nunca cambió, nunca creció, nunca pareció mayor que el día que llegó.

—Como Peter Pan.

—Exacto.

—¿Alguna vez lo llamaron por ese apodo en el orfanato?

—No hay nada sobre eso en el expediente búlgaro.

Gurney repasó mentalmente la historia.

—Me estoy perdiendo algo. ¿Cómo sabemos que el niño de ese orfanato es el mismo chaval que adoptó la familia Panikos?

—No lo sabemos. La enfermera dijo que lo adoptó una familia griega, pero no sabía el nombre. Eso lo manejó un departamento distinto. Pero el día que se marchó con sus nuevos padres fue cuando el orfanato se quemó, y casi todos murieron atrapados allí.

Gurney se quedó en silencio.

—¿En qué estás pensando, Sherlock?

—Estoy pensando que alguien pagó cien mil dólares para soltar a ese pequeño monstruo contra Carl Spalter.

—Y contra Mary Spalter, Gus Gurikos y Lex Bincher —añadió Hardwick.

—Peter Pan —murmuró Gurney—. El niño que nunca creció.

—Muy divertido, campeón, pero ¿dónde coño nos deja eso a nosotros?

—Diría que nos deja en medio de ninguna parte, arrastrados por una confusión absoluta. Tenemos algunas historias coloristas, pero no sabemos casi nada. Estamos buscando a un asesino profesional cuyo nombre podría ser Petros Panikos o Peter Pan… o cualquier otro. Nombre de nacimiento desconocido. Nombre de pasaporte desconocido. Fecha de nacimiento desconocida. Nacionalidad desconocida. Padres biológicos desconocidos. Dirección actual desconocida. Detenciones y condenas desconocidas. De hecho, casi todo lo que podía conducirnos a él es desconocido.

—No te digo que no. ¿Y ahora qué hacemos?

—Has de volver a hablar con tu tipo de la Interpol y rogarle las migajas que todavía pueda haber en los rincones del expediente de Panikos, sobre todo más sobre la familia de Panikos, sus vecinos, cualquiera que en ese pueblo pudiera saber algo sobre el pequeño Petros, o como diablos lo llamaran; cualquier cosa que pueda darnos una oportunidad mejor de la que tenemos ahora. El nombre de cualquiera con el que podamos hablar…

—Joder, tío, eso fue hace veinticinco años. Nadie va a recordar nada, aunque podamos encontrarlos. Pon los pies en el suelo.

—Probablemente tienes razón, pero, de todos modos, ponte en contacto con tu hombre en la Interpol. Lo peor que puede hacer es mandarte a la mierda. Por otro lado, ¿quién sabe lo que podría encontrar?

Después de colgar, Gurney se sentó con la libreta abierta en el regazo, mirando el embalse. El nivel del agua era más bajo de lo habitual, lo que dejaba a la vista las pendientes rocosas que se extendían desde la superficie del agua hasta la línea de árboles. Había restos de madera entre las piedras. En un pequeño brazo que se adentraba en el embalse, en las profundas sombras de la tarde, un par de ramas nudosas se alzaban desde el agua por la pendiente; aquello desató un recuerdo escalofriante de una de sus escenas de asesinato de cuando era un policía novato: el cadáver de un niño desnudo arrastrado por el agua hasta un saliente de piedra a orillas del río Hudson.

No era un recuerdo en el que quisiera recrearse. Cogió su libreta, donde había anotado la mayor parte de lo que Hardwick le había dicho, y repasó todo una vez más.

Se sentía frustrado consigo mismo. Para empezar, frustrado por haberse implicado en el caso. Frustrado por no haber conseguido un progreso más tangible. Frustrado por la falta de posición oficial. Frustrado por todos los signos de interrogación.

Decidió que necesitaba otra taza de café. Arrancó el coche. Estaba a punto de dirigirse a Barleyville cuando Hardwick llamó otra vez, sonando más agitado que antes.

—Tenemos una nueva situación. Si lo que acabo de oír es cierto, puede que Lex Bincher ya no esté desaparecido.

—Oh, joder. ¿Qué pasa ahora?

—Uno de los agentes del DIC ha encontrado un cadáver en el agua, debajo del muelle privado de Lex. Solo un cuerpo, sin cabeza.

—¿Y están seguros de que es Bincher?

—No me he quedado para averiguarlo. Tengo una mala premonición con la cabeza que falta. Me he apartado de la multitud y he vuelto a mi coche. Me he largado antes de vomitar o antes de que algún tipo del DIC me reconozca y sume dos y dos (conmigo y Bincher y el caso Spalter), y termine en una sala de interrogatorios durante las próximas dos semanas. No puedo permitirme eso con la que está cayendo. Tengo que poder moverme, tengo que poder hacer lo que cojones tengamos que hacer. He de irme. Luego te llamo.

Gurney se sentó allí junto al embalse durante unos pocos minutos, tratando de empaparse de la nueva situación. Su mirada vagó del agua al trozo de madera que le recordaba el cuerpo arrastrado a las rocas al borde del Hudson. Al mirar el trozo de madera retorcida, la configuración no solo le recordó un cadáver, sino un cadáver sin cabeza.

Se estremeció, volvió a arrancar el coche y se dirigió a Walnut Crossing.