37. Pulsión de muerte

Gurney, medio creyendo que finalmente llegaría a cancelar su cita con Malcolm Claret, siguió retrasando la llamada hasta que llegó la hora —8:15— en que se vio obligado a tomar una decisión: o bien salir para su largo viaje para llegar a tiempo a las 11:00, o bien coger el teléfono y avisar de que no se presentaría.

Por razones que no tenía completamente claras, decidió acudir a la cita.

El día estaba empezando a ponerse caluroso: una jornada típica de agosto, de calor y humedad. Gurney se quitó la camisa de trabajo de manga larga que había estado llevando por casa debido al frío matinal de la montaña, se puso un polo ligero y unos pantalones anchos, se afeitó, se peinó, cogió las llaves del coche y la cartera y, apenas diez minutos después de tomar su decisión, se puso en camino.

La oficina de Claret estaba en su casa de City Island, un pequeño apéndice del Bronx en el estrecho de Long Island. El Bronx era el barrio más septentrional de Nueva York. Desde Walnut Crossing tardó unas dos horas y media. Una vez en el Bronx, llegar a City Island implicaba atravesar el distrito municipal a lo ancho, de oeste a este, un camino que Gurney nunca había podido completar sin que le vinieran a la mente los malos recuerdos de su infancia en aquel lugar.

Para Gurney, el Bronx era un lugar cuya esencia desangelada tenía poco de carácter o encanto redentor. Como cualquier descolorida topografía urbana aquel sitio resultaba poco inspirador. En su viejo barrio, las vidas de aquellos a los que les costaba llegar a fin de mes y las de los más prósperos no distaban tanto entre sí. El espectro del éxito era estrecho.

El barrio no era marginal, y eso era lo único positivo que tenía. Si existía algún orgullo cívico, este surgía del éxito de mantener a raya a las minorías indeseables. El gastado pero seguro statu quo se mantenía con tenacidad.

En la mezcla de pequeños edificios de apartamentos, casas bifamiliares y modestos hogares unifamiliares, que se apiñaban con escaso orden y sin dejar espacios abiertos, solo recordaba un par de casas que destacaban de la sosa multitud, que parecían agradables. El propietario de una de ellas era un médico católico. El de la otra, el director de una funeraria, también católico. Ambos eran hombres de éxito. Era un barrio predominantemente católico, un lugar donde la religión todavía importaba; como un emblema de respetabilidad, una estructura de lealtad y un criterio que funcionaba para elegir proveedores o servicios profesionales.

Aquella estrechez de miras a la hora de pensar, de sentir, de tomar decisiones parecía surgir del propio entorno tenso, apiñado y anodino. Aquel ambiente hacía que Gurney siempre tuviera ganas de escapar de allí. Sintió esa premura en cuanto fue lo bastante mayor para darse cuenta de que el mundo era muy grande, de que no acababa en el Bronx.

Escapar. La palabra le devolvió una imagen, una sensación, una emoción de sus años de adolescencia. La rara alegría que sentía pedaleando lo más deprisa que podía en su bicicleta inglesa de diez velocidades, con el viento en la cara y el suave silbido de las ruedas en el asfalto: la sutil sensación de libertad.

Y ahora estaba conduciendo otra vez por el Bronx para hablar con Malcolm Claret.

Se había dejado convencer. Curiosamente, sus dos experiencias anteriores con Claret habían llegado de un modo similar.

A los veinticuatro años, cuando su primer matrimonio se estaba disolviendo y Kyle era poco más que un bebé, su mujer le había sugerido que fuera a ver a un terapeuta. Ella no lo hizo para salvar el matrimonio. Ya había renunciado a eso, al comprobar que Gurney estaba decidido a continuar con la modesta carrera policial que ella consideraba un terrible desperdicio de su inteligencia y, más concretamente, según sospechaba Gurney, un desperdicio de su potencial para ganar más dinero en otro campo. No, el propósito de la terapia, para Karen, era suavizar el proceso de separación, hacerlo más manejable. Y, en cierto modo, había servido para eso. Claret había demostrado ser una influencia racional, tranquilizadora y perspicaz acerca del fin de un matrimonio que había padecido defectos fatales desde el principio.

La segunda experiencia de Gurney con Claret se produjo seis años después, tras la muerte de Danny, el hijo de cuatro años que había tenido con Madeleine. La reacción de Gurney en los meses que siguieron —en ocasiones sufriendo en silencio, en ocasiones aturdido, nunca verbalizado— instaron a Madeleine, que había expresado más abiertamente su terrible dolor, a convencerlo de que acudiera a terapia.

Sin ninguna esperanza ni resistencia, él accedió a visitar a Claret, y lo vio tres veces. Sentía que sus sesiones no estaban resolviendo nada y dejó de ir después de esa tercera ocasión. Sin embargo, recordó durante años algunas de las observaciones que Claret había hecho. Una de las cosas que Gurney apreciaba de aquel hombre era que realmente respondía preguntas, que se expresaba con franqueza y no se andaba con jueguecitos de terapia. No pertenecía a esa tribu enloquecedora de terapeutas cuya respuesta favorita al problema de un paciente es: «¿Cómo se siente con eso?».

Ahora, al cruzar el puentecito que conducía al mundo separado de City Island con sus puertos y diques secos, con sus restaurantes de marisco, al pensar en Claret e imaginar cómo podrían haber cambiado su apariencia los años que habían pasado, un recuerdo largo tiempo enterrado afloró a su mente.

El recuerdo era el de un paseo que había dado, por el mismo puente, con su padre, un sábado de verano de hacía mucho tiempo; de hecho, habían pasado más de cuarenta años. Había hombres de pie junto a la barandilla del puente, situados a intervalos a lo largo del paseo peatonal, lanzando sus cañas durante la subida de la marea: hombres sin camiseta, bronceados y sudando bajo el sol de agosto. Podía oír el silbido de los carretes cuando lanzaban las cañas, veía los anzuelos con gruesos cebos y pesas de plomo describiendo largos arcos sobre el agua. El sol brillaba aquí y allá, en el agua, en los carretes de acero inoxidable, en los parachoques cromados de los coches que pasaban. Los hombres estaban serios, concentrados en su actividad, ajustando las cañas, observando las corrientes. A Gurney le habían parecido criaturas de otro mundo, completamente misteriosas y fuera de su alcance. Su padre ni siquiera estaba moreno ni iba sin camiseta, nunca estaba en una fila con otros hombres, nunca participaba en ninguna actividad de grupo. Su padre no era un hombre de exterior, por decirlo así, y desde luego no era pescador.

Aunque Gurney no podría haberlo articulado cuando tenía seis o siete años (cuando daban esos paseos de cinco kilómetros los sábados, desde su apartamento del Bronx por encima del puente de City Island), el problema era que no sentía que su padre fuera nada. Su padre, incluso en esos paseos juntos, era un enigma gélido —un ser reservado, callado, sin intereses manifiestos—, un hombre que nunca hablaba del pasado ni revelaba ningún interés por el futuro.

Al aparcar en la calle lateral estrecha y en sombra delante de la desgastada casa de listones de madera de Malcolm Claret, Gurney se sintió como se sentía siempre que pensaba en su padre: vacío y solo. Trató de sacudirse la sensación al acercarse a la puerta de la calle.

Naturalmente esperaba que Claret pareciera mayor, quizá con un poco de pelo gris o más calvo que en la imagen de diecisiete años antes que conservaba en su memoria. Pero no estaba preparado para el físico encogido —disminuido en altura, anchura y peso— del hombre que lo saludó en el vestíbulo sin amueblar. Solo los ojos al principio parecían iguales: azul claro, con una mirada fija, sin pestañear. Y la sonrisa amable, eso tampoco había cambiado. De hecho, si acaso, esos dos elementos definitorios de la sabiduría y la presencia pacífica de Claret daban la impresión de haberse vuelto más pronunciados, más concentrados, con el paso del tiempo.

—Entre, David.

Aquel hombre frágil hizo un gesto hacia el mismo consultorio que Gurney había visitado años antes, un espacio que daba la impresión de haber sido una vez, junto con el vestíbulo, un jardín de invierno.

Entró y miró a su alrededor, asombrado por la instantánea familiaridad de la pequeña sala. El sillón marrón de piel, que mostraba menos envejecimiento que su propietario, continuaba en la misma posición que Gurney recordaba, de cara a otros dos sillones pequeños; ambos parecían retapizados. Una mesa baja ocupaba el centro del triángulo formado por los sillones.

Claret se acomodó con dificultad evidente y ambos ocuparon los mismos asientos que en las conversaciones de después de la muerte de Danny.

—Vamos al grano —dijo Claret con su voz directa pero suave, pasando por alto cualquier preámbulo o charla—. Le diré lo que me ha contado Madeleine. Luego puede decirme si le parece cierto. ¿Está de acuerdo?

—Claro.

—Me ha contado que en tres ocasiones en los últimos dos años se ha involucrado en situaciones en las que podrían haberle matado fácilmente. Lo hizo a sabiendas. Las tres veces, terminó con una pistola apuntándole. En una, le dispararon en varias ocasiones y acabó en coma. Madeleine cree que, probablemente, antes ya había corrido tales riesgos extraordinarios en numerosas ocasiones, pero que no se lo contó. Sabe que el trabajo policial es peligroso, pero cree que, por razones personales, a usted le gusta ese peligro. —Hizo una pausa, quizá para observar la reacción de Gurney o tal vez para esperar alguna respuesta.

Gurney bajó la mirada a la mesa baja que los separaba, fijándose en las numerosas rozaduras que sugerían que los pacientes la usaban con frecuencia como si fuera un puf.

—¿Algo más?

—No lo dijo, pero sonaba confundida y aterrorizada.

—¿Aterrorizada?

—Cree que quiere que le maten.

Gurney negó con la cabeza.

—En cada una de las situaciones de las que ha hablado, hice todo lo posible para permanecer vivo. Estoy vivo. ¿No es una prueba prima facie de un deseo de sobrevivir?

Los ojos azules de Claret parecían estar mirando a través de él.

—En cada situación peligrosa —continuó Gurney—, hice todos los esfuerzos posibles…

Claret lo interrumpió, casi en un susurro.

—Una vez que está en esa situación.

—¿Perdón?

—Una vez que está en esa situación, una vez que está completamente expuesto al peligro, entonces trata de mantenerse con vida.

—¿Qué quiere decir?

Claret permaneció en silencio durante un buen rato. Cuando finalmente habló, su tono fue suave y uniforme.

—¿Todavía se siente responsable de la muerte de Danny?

—¿Qué? ¿Qué tiene que ver eso con nada?

—La culpa tiene un poder tremendo.

—Pero yo no… Yo no soy culpable de su muerte. Danny salió a la calle. Estaba siguiendo a una maldita paloma, y la siguió de la acera a la calle. Lo mató un conductor que se dio a la fuga, un borracho en un coche deportivo rojo. Un borracho que acababa de salir de un bar. Yo no soy culpable de su muerte.

—No de su muerte, pero de algo. ¿Puede decir de qué?

Gurney respiró profundamente, mirando las ralladuras de la mesa. Cerró los ojos, luego los abrió y se obligó a mirar a Claret.

—Debería haber prestado más atención. Con un niño de cuatro años… Debería haber prestado más atención. No me fijé en que estaba caminando. Cuando miré… —Su voz se fue apagando y su mirada volvió a bajar a la mesa. Al cabo de un rato levantó la cabeza—. Madeleine insistió en que le viera, así que aquí estoy. Pero no entiendo verdaderamente por qué.

—¿Sabe lo que es la culpa?

Algo en Gurney recibió de buen grado aquella pregunta, o al menos agradeció la oportunidad de dejarse llevar por la abstracción.

—La culpa como hecho sería una responsabilidad personal por actuar mal. La culpa sería la incómoda sensación de haber hecho algo que no deberías haber hecho.

—Esa sensación incómoda, ¿qué cree que es exactamente?

—Una conciencia inquieta.

—Es un término para eso, pero no explica lo que es en realidad.

—Muy bien, Malcolm, cuéntemelo.

—La culpa es un doloroso deseo de armonía, una necesidad de compensar por una infracción propia, de restablecer el equilibrio, la coherencia.

—¿Qué coherencia?

—Una coherencia entre lo que se cree y cómo se actúa. Cuando mis acciones son incoherentes con mis valores, creo una brecha, una fuente de tensión. La brecha crea incomodidad. Consciente o inconscientemente, intentamos cerrar la brecha. Buscamos la paz mental que nos proporcionará cerrar esa brecha, compensar por la infracción.

Gurney se movió en la silla, impaciente.

—Mire, Malcolm, si lo que quiere decir es que estoy tratando de que me maten para compensar la muerte de mi hijo, ¿por qué no dejar que ocurra? Para un policía es muy fácil conseguir que lo maten. Pero, como he dicho antes, aquí estoy. Muy vivo. ¿Cómo logra alguien que desea seriamente la muerte tener tan buena salud? ¡Es absurdo!

—Estoy de acuerdo.

—¿Está de acuerdo?

—No mató a Danny. Así que el hecho de que lo mataran a usted no sería un objetivo racional. —Apareció una sonrisa sutil y juguetona—. Y usted es muy racional, ¿verdad, David?

—Me estoy perdiendo.

—Me ha dicho que su culpa fue la falta de atención, que dejó que saliera a la calle donde lo atropelló aquel coche. Escuche lo que estoy a punto de decir, y cuénteme si describe bien la situación. —Claret se detuvo, y continuó poco a poco—: Sin nadie que lo protegiera, Danny estaba a merced de un universo ciego y despiadado. El destino lanzó la moneda, apareció el conductor borracho y Danny perdió.

Gurney sabía que aquello era cierto, pero no sintió nada. Fue como un rayo de luz que atraviesa un vidrio laminado.

El resto fluyó de un modo parecido.

—Según su manera de verlo, su distracción (el estar concentrado en sus propios pensamientos) puso a su hijo a merced del momento, en manos del destino. Eso, cree, fue su delito. Y, de vez en cuando, surge una situación en la que ve una oportunidad de ponerse en el mismo peligro en el que lo puso a él. Siente que es justo, que debería hacerlo, piensa que es justo exponerse al mismo lanzamiento de moneda, que lo justo es que usted mismo se trate de modo descuidado, igual que lo trató a él. Es su forma de perseguir el equilibrio, la justicia, la paz mental. Es su búsqueda de armonía.

Se quedaron un rato sentados en silencio. Gurney tenía la mente en blanco, los sentimientos entumecidos. Entonces Claret lo sacudió con un giro final.

—Por supuesto, su enfoque es un delirio egocéntrico, estrecho de miras.

Gurney pestañeó.

—¿Qué delirio?

—Está pasando por alto todo lo que importa.

—¿Como por ejemplo?

Claret iba a responder, pero entonces se detuvo, cerró los ojos y empezó a respirar de forma entrecortada. Cuando puso las manos con cuidado en sus rodillas, su asombrosa fragilidad se hizo obvia.

—¿Malcolm?

La mano de Claret se elevó unos centímetros de su rodilla en un gesto que parecía reclamar calma. Al cabo de aproximadamente un minuto, abrió los ojos. Su voz era poco más que un susurro.

—Perdón. Mi medicación no es perfecta.

—¿Qué es? ¿Qué…?

—Un cáncer inmundo.

—¿Tratable?

Claret rio en voz baja.

—En teoría sí; en realidad, no.

Gurney se quedó en silencio.

—Y es en la realidad donde vivimos. Hasta que morimos.

—¿Tiene dolor?

—Lo llamaría molestias periódicas. —Parecía divertido—. Se está preguntando cuánto viviré. La respuesta es un mes, quizá dos. Ya veremos.

Gurney trató de decir algo apropiado.

—Dios, Malcolm, lo siento.

—Gracias. Ahora, como nuestro tiempo es limitado (el suyo igual que el mío), hablemos de dónde vivimos. O de dónde deberíamos vivir.

—¿Qué quiere decir?

—La realidad. El lugar donde necesitamos vivir para estar vivos. Cuénteme algo de Danny. ¿Alguna vez tuvo un nombre especial para él?

Gurney se quedó momentáneamente descolocado por la pregunta.

—¿Qué quiere decir?

—Algo que no fuera su verdadero nombre. Quizás uno que usaba al acostarlo, al cogerlo en su regazo o en brazos.

Estaba a punto de decir que no cuando recordó algo, una cosa en la que no había pensado desde hacía años. El recuerdo lo cegó con una repentina tristeza. Se aclaró la garganta.

—Mi osito.

—¿Por qué lo llamaba así?

—Tenía una expresión…, sobre todo si estaba enfadado por algo…, que por alguna razón me recordaba a un osito… No sé por qué.

—¿Y lo abrazaba?

—Sí.

—Porque lo amaba.

—Sí.

—Y él le amaba.

—Supongo que sí. Sí.

—¿Usted quería que él muriera?

—Por supuesto que no.

—¿Y él quería que usted muriera?

—No.

—¿Madeleine quiere que usted muera?

—No.

—¿Kyle quiere que usted muera?

—No.

Claret miró a los ojos de Gurney como si evaluara si realmente lo estaba entendiendo.

—Todos los que le aman quieren que viva.

—Supongo que sí.

—Así que esta necesidad obsesiva suya de expiar la muerte de Danny, de afrontar su culpa exponiéndose al riesgo de que le maten… es terriblemente egoísta, ¿no?

—¿Lo es? —A Gurney su propia voz le sonó exánime, de algún modo desconectada, como si procediera de otra persona.

—Usted es la única persona para la que parece tener algún sentido.

—La muerte de Danny fue culpa mía.

—Y culpa del conductor borracho que lo atropelló. Y su propia culpa por bajar de la acera, lo que probablemente le había dicho un centenar de veces que no hiciera. Y culpa de la paloma que estaba siguiendo. Y culpa del dios que hizo la paloma y la calle y el borracho y el coche y todo suceso pasado que los juntó a todos en ese momento desafortunado. ¿Quién es usted para imaginar que hizo que todo ocurriera?

Claret se detuvo, como para tomar aire, para recuperar fuerzas, luego habló en voz más alta.

—Su arrogancia es vergonzosa. Su desprecio por la gente a la que ama es vergonzoso. David, escúcheme. No debe causar daño a aquellos que le aman. Si su gran pecado fue una falta de atención, entonces preste atención ahora. Tiene una mujer. ¿Qué derecho tiene a arriesgar la vida de su marido? Tiene un hijo. ¿Qué derecho tiene de arriesgar la vida de su padre?

Claret parecía agotado por aquel discurso tan lleno de emoción.

Gurney se quedó sentado, inmóvil, sin habla, vacío, esperando. La estancia parecía muy pequeña. Podía percibir un tenue zumbido en los oídos.

Claret sonrió, con la voz más suave ahora, y esa suavidad mostró una convicción mayor, la convicción del que está muriendo.

—Escúcheme, David. En la vida no hay nada que importe, salvo el amor. Nada más que el amor.