36. Un asesino inusual

Esa noche le costó más de lo normal dormirse.

Tratar de investigar sin la ayuda de toda la maquinaria de la que disponía en la policía de Nueva York le frustraba. Y era peor aún porque Hardwick ya no podía acceder a los archivos, sistemas de información y canales de investigación del Departamento de Policía del Estado de Nueva York. Estar fuera del sistema creaba una pesada dependencia de los que estaban dentro y dispuestos a correr riesgos. La experiencia reciente de Hardwick demostraba que el riesgo era sustancial.

En tales circunstancias, mucho dependía no solo de Esti, cuyo compromiso parecía positivo e inequívoco, sino también de que sus contactos quisieran ser al mismo tiempo útiles y discretos. Algo parecido pasaría con los contactos de Hardwick. Además, no sabía hasta qué punto se fiarían de él. Y presionarlos no tenía sentido alguno, pues ninguno de ellos tenía la obligación de ayudarlos.

Odiaba depender de la impredecible generosidad de terceros, tener que depender de que alguna de aquellas fuentes que no controlaban le proporcionara alguna información útil.

Poco antes de las cinco de la mañana, apenas dos horas después de que cayera por fin en un sopor exhausto, después de estar dándole vueltas y más vueltas al caso, le despertó el sonido del teléfono. A tientas, derribando un vaso de agua vacío y provocando un murmullo de protesta de Madeleine, Gurney finalmente localizó su teléfono en la mesita de noche. Cuando vio el nombre de Hardwick en la pantalla se llevó el móvil al estudio.

—¿Sí?

—Estarás pensando que es un poco pronto para una llamada, pero hay siete horas de diferencia con Turquía. De hecho, allí ya es mediodía. Debe de hacer un calor que derrite las piedras.

—Gran noticia, Jack. Gracias por comunicármelo.

—Mi contacto en Ankara me ha despertado, así que he pensado en despertarte a ti también. Es hora de que el granjero Dave esparza un poco de maíz partido para las gallinas. De hecho, probablemente deberías estar haciéndolo desde hace una hora, hijo de perra perezoso.

Aquello era típico de Hardwick cuando tenía que hablar de trabajo. Y, por lo general, Gurney no hacía caso de esos insultos rituales.

—¿Tu contacto en Ankara está en la Interpol?

—Eso dice.

—¿Qué tenía para ti?

—Unos pocos chismes. Tenemos lo que tenemos. Bondadoso que es el hombre.

—¿Qué te ha contado ese hombre bondadoso?

—¿Tienes tiempo para esto? ¿Estás seguro de que no has de ir a hacer algo por esos pollitos?

—Los pollitos son una encantadora adición a la vida rural, Jack. Deberías comprarte unos cuantos.

Seguirle la corriente provocó que fuera directo al grano.

—Chisme número uno. Hace unos diez años, las fuerzas del bien tenían a uno de los malos en Córcega cogido por los cataplines (estaban a punto de meterlo veinte años en una prisión de mierda) y consiguieron convertirlo. Si señalaba a algunos de sus colegas, los buenos lo pondrían en un programa de protección de testigos, en lugar de mandarlo a una prisión de mierda. El plan no salió bien. Al cabo de una semana del trato, el director de la operación de protección de testigos recibió una caja por correo. ¿Quieres adivinar qué había en la caja?

—Depende de lo grande que fuera la caja de la que estamos hablando.

—Sí, bueno, digamos que era mucho más grande de lo que se habría necesitado para mandar su polla por correo. Venga, ¿qué crees que era?

—Solo es una conjetura, Jack, pero diría que, si la caja era lo bastante grande para contener una cabeza, entonces su cabeza estaba allí dentro. ¿Tengo razón?

El silencio en el otro lado de la línea fue suficiente respuesta.

Gurney continuó.

—Y esto solo es otra cábala, pero diría que había algunos clavos en su…

—Sí, sí, muy bien, Sherlock. Punto para ti. Vayamos con la historia número dos. ¿Estás preparado? ¿No tienes que ir a mear ni nada?

—Preparado.

—Hace ocho años, un miembro de la Duma, un multimillonario muy bien conectado, exagente del KGB, hizo un viaje a París. Por el funeral de su madre. La madre vivía en París porque su tercer marido era francés, le encantaba estar allí, quería que la enterraran allí. Y adivina qué pasó.

—¿Al tipo de la Duma lo mataron en el cementerio?

—Al salir de la iglesia ortodoxa rusa contigua al cementerio. Un tiro en la cabeza, en el ojo para ser exactos.

—Hum.

—Y había un par de detalles interesantes más. ¿Quieres adivinarlos?

—Cuéntame.

—El cartucho era un 220 Swift.

—¿Y?

—Y nadie oyó de qué dirección vino el disparo.

—¿Un silenciador?

—Probablemente.

Gurney sonrió.

—¿Y petardos?

—Exacto, campeón.

—Pero… ¿cómo relacionó la Interpol estos dos casos? ¿Qué vínculo ven?

—No ven ningún vínculo y nunca los relacionaron.

—Entonces, ¿qué…?

—Tus preguntas, tus términos de búsqueda para los casos Gurikos y Spalter, esos términos sacaron el caso de la mafia corsa y el de París…

—Pero el detalle de los clavos en la cabeza solo sacaría el archivo del asesinato corso; y el detalle de los petardos en el cementerio, únicamente el del tipo de la Duma. Así pues, ¿de qué estamos hablando? Solo basándonos en esos dos hechos, podrían haber sido dos sicarios distintos, ¿no?

—Podría mirarse de esa forma, salvo por un detalle. Los dos archivos de la Interpol contenían listas de posibilidades, probables sicarios que la policía local o las agencias nacionales pensaban que valdría la pena investigar. Cuatro nombres en el caso corso; cinco para el del ruso en París. Que yo sepa, la policía corsa y francesa nunca llegaron a ninguno de esos tipos, ni siquiera hablaron con ellos. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de que en ambas listas aparece un nombre en concreto.

Gurney no dijo nada. Un vínculo tan suelto podría carecer de significado.

Como respondiendo a su duda, Hardwick añadió:

—Sé que no prueba nada, pero estoy seguro de que vale la pena estudiarlo con más atención.

—Estoy de acuerdo. Entonces, ¿quién es este tipo al que le gustan los petardos y clavar clavos en los ojos de la gente?

—El nombre que aparece en las dos listas es Petros Panikos.

—¿Así que podríamos estar buscando a un sicario griego?

—Sicario seguro. Con un nombre griego seguro. Pero un nombre es solo un nombre. La Interpol dice que no hay ningún pasaporte con ese nombre, emitido por un país miembro. Así que parece que tiene otros nombres. Sin embargo, cuentan con un interesante archivo sobre él bajo el nombre Panikos, por si sirve de algo.

—¿Sirve de algo? ¿Cuánto saben de él?

—Buena pregunta. Mi contacto me dijo que hay muchas cosas en el archivo, pero es una miscelánea, algunos datos, algo de material de segunda mano, algunas historias brutales del hampa que podrían ser ciertas o podrían ser gilipolleces.

—¿Ahora tienes en tus manos esa miscelánea tan fascinante?

—Lo que tengo es un esqueleto, lo que mi contacto podía recordar sin sacar el documento completo. Me ha dicho que lo hará en cuanto pueda. Por cierto, es posible que no tengas que ir a mear, Sherlock, pero yo sí. Espera.

A juzgar por el sonido que le llegó, Hardwick no solo se había llevado el teléfono al cuarto de baño, sino que había amplificado el volumen de la transmisión. En ocasiones, a Gurney le asombraba que aquel tipo hubiera sobrevivido tanto tiempo en la rígida cultura de la policía estatal. Su mente sagaz y su sensato instinto para la investigación quedaban ocultos detrás de un implacable entusiasmo por ofender. Su problemática carrera en el departamento había zozobrado, como muchos matrimonios, por diferencias irreconciliables y por una falta de respeto mutuo. Había sido un tipo algo rebelde en una organización que veneraba la conformidad y el respeto al escalafón. Y ahora él estaba empeñado en avergonzar a la organización que se había divorciado de él.

Mientras pensaba, Gurney miró por la ventana oriental del estudio. La primera luz del alba se perfilaba en el horizonte. Por lo que pudo oír por el teléfono, Hardwick había salido del cuarto de baño y estaba hojeando unos papeles.

Gurney pulsó el botón del altavoz de su propio teléfono, lo dejó en el escritorio y se recostó en la silla. Le pesaban los párpados por falta de sueño, y dejó, con gran placer, que se le cerraran. Su cerebro entró en caída libre y durante unos momentos se sintió benditamente relajado, casi anestesiado. La voz de Hardwick, endurecida por el altavoz barato del teléfono, interrumpió aquella tregua fugaz.

—¡Ya estoy aquí! Nada como una buena meada para aclarar la mente y liberar el alma. Eh, campeón, ¿sigues entre los vivos?

—Eso creo.

—Vale, esto es lo que me ha contado. Petros Panikos. Conocido también como «Peter Pan». Conocido también como «el Mago». Conocido también por otros nombres que no sabemos. Ha de tener al menos un pasaporte con un nombre distinto de Panikos. Se mueve. Nunca lo han detenido, al menos bajo el nombre de Panikos. En resumen, va por libre y es raro. Tiene pistola y está dispuesto a viajar si pagan su precio, hasta cien mil más gastos por cada trabajo. Solo se le puede localizar a través de un puñado de gente que sabe cómo encontrarlo.

—Cien mil mínimo. Eso lo coloca en la élite del mundo de los sicarios, sin duda.

—Bueno, el hombrecillo es una celebridad en su mundo. También…

—¿El hombrecillo? —lo interrumpió Gurney—. ¿Por qué lo llamas hombrecillo?

—Al parecer, mide menos de metro y medio. A lo sumo, metro cincuenta y cinco.

—Como el repartidor de Flores Florence del vídeo de Emmerling Oaks.

—Sí, eso es.

—Vale. Sigue.

—Prefiere balas de calibre 22 en todos los tipos y tamaños de cartucho, pero usa cualquier cosa que se adapte al trabajo, desde un cuchillo a una bomba. En realidad, le gustan mucho las bombas. Podría tener relaciones con traficantes rusos de armas y explosivos, así como con la mafia rusa de Brooklyn. Podría estar implicado en una serie de explosiones de coches que eliminaron a un fiscal y a su equipo en Serbia. Muchos «podría». Por cierto, ¿te acuerdas de esas balas en el lateral de mi casa? Eran del calibre 35 (una elección mucho mejor para cortar cable que una veintidós), así que supongo que es un tipo flexible, si es que se trata del mismo hombre. El problema con la flexibilidad es que no hay un modus operandi consistente en todos sus disparos. La Interpol cree que Panikos, o como se llame, podría haber estado implicado en más de cincuenta asesinatos en los últimos diez o quince años. Pero se basan en rumores del hampa, confidencias de prisión y mierdas por el estilo.

—¿Algo más?

—Estoy esperando. Parece que hay cosas raras en su historial, podría proceder de una familia de circo itinerante, luego algún orfanato chungo de Europa oriental, pero… ya veremos. Mi contacto tenía que colgar el teléfono, porque está con asuntos urgentes. Se supone que me llamará en cuanto pueda. Entre tanto, me voy a la casa de Bincher en Cooperstown. Probablemente será una completa pérdida de tiempo, pero el cabrón no responde a mis llamadas ni las de Abby, y tiene que estar en alguna parte. Te llamaré cuando lleguen datos de Ankara, si es que llegan.

—Una última pregunta, Jack: ¿qué era todo eso del Mago?

—Sencillo. Al cabroncete le gusta alardear, demostrar que puede hacer lo imposible. Probablemente se labró un nombre así. Es justo la clase de oponente psicótico que te encanta, ¿verdad, Sherlock?

Como era de esperar, Hardwick no dijo ni adiós, sino que se limitó a colgar.

Más información, según creía Gurney, siempre era algo positivo, objetivamente. Pero también era posible desorientarse con ella. Justo entonces tuvo la sensación de que cuanto más descubría, más se complicaba el rompecabezas.

Al parecer, Carl Spalter había sido víctima no solo de un sicario profesional, sino de uno algo peculiar, y se había hecho una inversión inusual para garantizar el resultado. No obstante, considerando lo que estaba en juego para las tres personas más próximas a él —su mujer, su hija y su hermano—, la considerable tarifa que debían de haberle pagado a ese sicario habría sido una inversión razonable para cualquiera de ellos. A primera vista, el que más fácil tendría conseguir esa cantidad de dinero era Jonah; pero Kay y Alyssa podían tener sus propias fuentes ocultas, o aliados dispuestos a invertir a cambio de una buena recompensa.

Se le ocurrió otra posibilidad: que hubiera más de uno implicado. ¿Por qué no los tres? ¿O los tres más Mick Klemper?

El sonido de los pies de Madeleine arrastrándose hacia la puerta del estudio lo sacó de sus especulaciones y lo devolvió a su entorno inmediato.

—Buenos días —lo saludó con voz soñolienta—, ¿desde cuándo estás levantado?

—Desde las cinco.

Madeleine se frotó los ojos y bostezó.

—¿Quieres un café?

—Claro. ¿Cómo es que te has levantado?

—Tengo el primer turno en la clínica. La verdad es que parece innecesario. Por la mañana temprano no hay nada de movimiento.

—Joder, apenas ha amanecido. ¿A qué hora abren?

—No abren hasta las ocho. No voy a irme todavía, quiero que me dé tiempo a sacar un rato a las gallinas. Me encanta verlas. ¿Te has fijado en que lo hacen todo juntas?

—¿Como qué?

—Todo. Si una se aleja unos pasos para picotear algo en la hierba, en cuanto las otras se fijan, van todas a unirse a ella. Y Horace las vigila. Si alguna se aleja demasiado empieza a cacarear. O se acerca y la trae otra vez. Horace es el guardián. Siempre está alerta. Mientras las gallinas están con la cabeza baja picoteando, él no deja de mirar alrededor. Es su trabajo.

Gurney pensó en ello durante un minuto.

—Es interesante cómo la evolución produce una variedad de estrategias de supervivencia. Al parecer, que el gallo sea tan vigilante, genéticamente, hace que las gallinas tengan más posibilidades de sobrevivir, lo cual, a su vez, resulta en que el gallo con ese gen se aparee con más gallinas, lo cual a su vez propaga el gen de vigilancia en generaciones sucesivas.

—Supongo —dijo Madeleine, bostezando otra vez, ya camino de la cocina.