34. Pacto entre caballeros

El aparcamiento de Riverside estaba medio vacío, como de costumbre.

En la zona semidesierta de detrás de la tienda de TJ Maxx que marcaba un extremo del centro comercial, vio una bandada de gaviotas fuera de lugar, en silencio sobre el asfalto.

Al entrar en el aparcamiento, Gurney frenó para mirar mejor. Habría cincuenta o sesenta. Las gaviotas parecían estar inmóviles, todas de pie de espaldas al sol, que empezaba a ponerse.

Al pasar a su lado hasta una plaza de aparcamiento situada más cerca del sector principal, Gurney no pudo evitar preguntarse sobre esa migración cada vez más común de gaviotas a los centros comerciales alejados de la costa, atraídas sin duda por los restos que dejaban los devoradores de comida rápida. ¿Tendrían aquellas aves las arterias tan atascadas como sus benefactores? ¿Se estaban volviendo más sedentarias y volaban con menos frecuencia? Daba que pensar. Pero no en ese momento. La urgencia de su misión lo devolvió a la realidad. Cerró el coche y pasó caminando bajo el arco de entrada, una estructura extrañamente festiva con las palabras un poco curvas RIVERSIDE CENTER en la parte superior, en luces de colores.

No era un centro comercial muy grande. Había un sector principal y algunas galerías menores. La promesa brillante de la entrada daba paso a un interior más bien inhóspito, con aspecto de haber sido diseñado décadas antes y de que no lo habían renovado desde entonces. A medio camino del pasillo principal, Gurney se sentó en un banco delante de una tienda de Alpine Sports, cuyo escaparate estaba consagrado a ropa ciclista brillante, de la que se pega al cuerpo. Había una dependienta en el umbral, poniendo mala cara a la pantalla de su móvil.

Gurney miró su reloj. Eran las 17:33.

Esperó.

Klemper apareció a las 17:45.

El mundo policial, como la prisión, cambia a la gente. Lo hace alimentando ciertos rasgos: escepticismo, cálculo, aislamiento, dureza. Todo puede desarrollarse para bien o para mal, en función del carácter del individuo, de cómo es en el fondo. Un poli puede acabar usando su inteligencia del mundo de la calle siendo leal a sus compañeros; puede ser valiente, mostrarse decidido a hacer un buen trabajo en circunstancias difíciles. Otro puede terminar siendo venenosamente cínico, soberbio y cruel, decidido a joder al mundo que le está jodiendo a él. Por la expresión de sus ojos, Mick Klemper era de los segundos.

El hombre se sentó en el otro extremo del banco, a más de un metro de Gurney. No dijo nada, se limitó a abrir un pequeño maletín en su regazo. Lo colocó en ángulo para impedir que viera su contenido y empezó a manipular algo.

Gurney supuso que se trataba de un escáner, probablemente multifunción, capaz de indicar la presencia de algún dispositivo de transmisión o grabación.

Al cabo de aproximadamente un minuto, Klemper cerró el maletín. Llevó a cabo un rápido control visual de trescientos sesenta grados y luego habló con voz dura, medio entre dientes, con la mirada fija en el suelo.

—Bueno, ¿qué clase de jueguecito es este?

Su agresividad parecía un escudo para ocultar sus nervios; su gran físico, nada más que un exceso de equipaje, una carga responsable de la capa de sudor de su rostro. Pero habría sido un error considerarlo inofensivo.

—Puede hacer algo por mí y yo puedo hacer algo por usted —dijo Gurney.

Klemper levantó la mirada del suelo con una risa ruidosa, como si reconociera un truco de interrogatorio.

La joven dependienta del umbral de Alpine Sports todavía le ponía mala cara al teléfono.

—¿Cómo está Alyssa? —preguntó Gurney como si tal cosa, sabiendo que se estaba arriesgando al jugar esa carta tan pronto.

Klemper lo miró de soslayo.

—¿Qué?

—La sospechosa con la que se lio de manera indebida. —Hizo una pausa—. ¿Aún son amigos?

—¿Qué mierda es esto?

Por el tono duro de su voz, supo que había pinchado en hueso.

—Para usted es una mierda muy cara.

Klemper negó con la cabeza, como si tratara de mostrar incomprensión.

—Es asombroso las cosas que terminan grabándose hoy en día —continuó Gurney—. Puede ser muy embarazoso. A veces uno tiene suerte y hay una forma de controlar los daños. De eso quería hablarle, de control de daños.

—No sé de qué me habla —negó, alto y claro, para que no hubiera duda si es que lo estaban grabando.

—Solo quería ponerle al día sobre la apelación de Kay Spalter. —Gurney estaba hablando en un tono plano, con naturalidad—. En primer lugar, tenemos pruebas suficientes de… llamémoslos errores… en la investigación original para garantizar una revisión de su condena. En segundo lugar, ahora nos hallamos en una encrucijada, lo que significa que podemos elegir cómo presentar esos «errores» ante el tribunal de apelación. Por ejemplo, el testigo del juicio que identificó a Kay y aseguró que estaba presente en el lugar desde donde se efectuó el disparo podría haber sido coaccionado para cometer perjurio…, o podría haberse equivocado inocentemente, como ocurre en ocasiones con los testigos. El recluso que afirmó en el juicio que Kay trató de contratarlo como sicario podría haber sido coaccionado…, o podría haberse inventado esa historia por su cuenta, como a veces hacen los hombres como él. Al amante de Kay podrían haberle dicho que la única forma de evitar convertirse en el principal sospechoso era asegurarse de que Kay terminaba en esa posición…, o podría haber llegado a esa conclusión por su cuenta. El oficial al mando del caso podría haber ocultado pruebas de vídeo claves y haber pasado por alto otras líneas de investigación porque mantenía una relación impropia con la hija de la víctima…, o podría, simplemente, haberse concentrado demasiado pronto en un sospechoso equivocado, como les ocurre con frecuencia a los detectives.

Klemper estaba mirando al suelo otra vez.

—Todo esto es hipotético y absurdo.

—La cuestión, Mick, es que cada fallo en la investigación podría describirse en términos delictivos o inocentes, siempre y cuando ninguna prueba definitiva de esa relación impropia caiga en manos equivocadas.

—Chorradas, hipótesis.

—Vale. Digamos que, hipotéticamente, tengo la prueba definitiva de esa relación impropia en un formato digital muy convincente. Y digamos que quiero algo a cambio de guardármela para mí.

—¿Por qué me lo pide a mí?

—Porque es su carrera, su pensión y su libertad lo que está en juego.

—¿Qué coño está diciendo?

—Quiero el vídeo de seguridad de la tienda de electrónica de Axton Avenue.

—No tengo ni idea de lo que está hablando.

—Si yo recibiera ese vídeo desaparecido de un remitente anónimo, estaría dispuesto a excluir del proceso de apelación cierta prueba de las que ponen fin a una carrera. También estaría dispuesto a retrasar indefinidamente mi plan de proporcionar ese mismo elemento al inspector general de la policía del estado. Ese es el trato hipotético. Un sencillo pacto entre caballeros basado en la confianza mutua.

Klemper rio, o quizá gruñó, y se estremeció de manera involuntaria.

—Esto es una estupidez. Habla como un puto psicópata. —Desvió la mirada hacia Gurney, pero sin mirarlo directamente—. Fantasías absurdas, son todo fantasías absurdas. —Se levantó de forma abrupta e insegura, y se dirigió a la salida más cercana.

Dejó tras de sí un olor acre a alcohol y sudor.