Teniendo en cuenta que la acción es el mejor antídoto para la ansiedad y que la información es el único remedio para combatir la incertidumbre, cuando se separaron esa tarde, cada uno tenía un cometido. Al mismo tiempo, los invadía una sensación de urgencia, fruto de los riesgos crecientes y de las peculiaridades del caso.
Esti presionaría a sus diversos contactos para obtener datos sobre Gurikos de la Unidad Contra el Crimen Organizado, información del NCIC acerca de los implicados en el caso y datos del modus operandi del programa ViCAP que pudieran coincidir con elementos de las escenas de los crímenes.
Gurney tendría una discusión directa con Mick Klemper sobre sus opciones, cada vez más reducidas, y luego trataría de concertar una reunión con Jonah Spalter.
Hardwick visitaría la casa de Lex Bincher en Cooperstown; localizaría a los testigos del juicio e insistiría a su colega de la Interpol para conseguir cualquier información sobre Gurikos o sobre el modus operandi de su asesinato.
Como muchos polis, Mick Klemper tenía dos teléfonos móviles, uno personal y otro de trabajo. Esti conservaba los dos números de la nefasta ocasión en que habían colaborado estrechamente. Antes de que terminara la reunión, le pasó los dos a Gurney.
Media hora más tarde, sentado frente al escritorio de su estudio, Gurney llamó al número personal. La grabación decía: «Soy Mick, deja un mensaje».
Gurney estaba empezando a hacerlo cuando el propio Klemper contestó.
—¿Cómo demonios ha conseguido mi número personal?
Gurney sonrió, complacido de conseguir la reacción que esperaba.
—Hola, Mick.
—He dicho que cómo coño ha conseguido este número.
—Está en los anuncios de la autopista.
—¿Qué?
—Ya no hay intimidad, Mick. Debería saberlo. Los números se pasan.
—¿De qué coño está hablando?
—Hay mucha información flotando. Sobrecarga informativa. ¿No lo llaman así?
—¿Qué? ¿Qué coño es esto?
—Solo estoy pensando en voz alta. Vivimos en un mundo poco fiable. Un hombre podría pensar que está llevando a cabo una actividad privada y al día siguiente en Internet hay un vídeo suyo cagando.
—¿Sí? ¿Sabe qué le digo? Eso es una mierda. ¡Una mierda! ¿Qué coño quiere?
—Hemos de hablar.
—Hable.
—Cara a cara sería mejor. Sin que intervenga la tecnología. La tecnología puede ser un problema, puede violar la intimidad.
Klemper dudó, el tiempo suficiente como para que Gurney se diera cuenta de que estaba preocupado.
—Todavía no sé de qué coño está hablando.
Gurney suponía que, más que pura cabezonería, estaba intentando cubrirse las espaldas, por si acaso la llamada estaba siendo grabada.
—De lo que estoy hablando es de que deberíamos discutir sobre algunas cuestiones de interés mutuo.
—Bien. No sé qué coño significa eso, pero acabemos con esta mierda. ¿Dónde quiere hablar?
—Depende de usted.
—Me la suda.
—¿Qué tal en el centro comercial de Riverside?
Klemper vaciló otra vez, durante más tiempo esta vez.
—¿Riverside? ¿Cuándo?
—Cuanto antes mejor. Están pasando cosas.
—¿En qué parte del centro comercial?
—En la zona principal. Hay muchos bancos allí y, por lo general, está vacío.
Otra vacilación.
—¿Cuándo?
Esti le había dicho que Klemper terminaba su turno a las cinco. Miró la hora en la pantalla del móvil: 16:01.
—¿Qué tal a las cinco y media?
—¿Hoy?
—Claro que hoy. Mañana podría ser demasiado tarde.
Una pausa final.
—Muy bien. Riverside. Cinco y media en punto. Será mejor que todo esto tenga algo de sentido…, porque… hasta el momento no ha soltado más que un montón de gilipolleces. —Colgó.
Aquella bravata le pareció alentadora. Sonaba a miedo.
El centro comercial estaba a cuarenta y cinco minutos en coche de Walnut Crossing, lo que le daba a Gurney unos cincuenta minutos de margen antes de salir. No era mucho tiempo para preparar una reunión que, si la manejaba bien, podría suponer un gran empujón al caso, en la dirección correcta. Cogió una libreta amarilla de rayas del cajón del escritorio para que le ayudara a organizar sus ideas.
Le resultó sorprendentemente difícil. Estaba inquieto y su mente iba pasando de una cuestión sin resolver a otra. La imposibilidad de localizar a Lex Bincher, así como a tres testigos clave. Los disparos contra la casa de Hardwick. La grotesca mutilación de Fat Gus: una advertencia de que había que mantener el secreto del asesino. Pero ¿qué secreto? ¿Cuál era su identidad? ¿Qué otra cosa podía ser?
Y, por supuesto, no podía olvidar la pieza del rompecabezas que creía que, al final, tal vez le diera sentido a todas las demás, que lo había preocupado desde el principio: el lugar «imposible» desde donde habían disparado. Por un lado, estaba el apartamento con el rifle equipado con un trípode y silenciador, los residuos frescos de pólvora cuyo perfil químico los relacionaba con un cartucho 220 Swift y los fragmentos de bala extraídos del cerebro de Carl Spalter. Por otro lado, estaba la farola que imposibilitaba el disparo.
Era posible que el asesino usara un apartamento diferente en ese mismo edificio para disparar y luego fuera al apartamento donde se encontró el arma y disparara una segunda vez desde esa posición para dejar residuos de pólvora. Pero ese escenario era más sencillo en la teoría que en la práctica. También implicaba arriesgarse mucho a que lo pillaran por los pasillos del edificio, con el trípode y el arma. ¿Para qué tantas molestias? Al fin y al cabo, había varios apartamentos desocupados desde los que podía dispararse con éxito. Entonces, ¿para qué mover el arma? ¿Para crear una suerte de enigma? No creía. Los asesinos rara vez eran tan traviesos, y los sicarios mucho menos.
Esa idea le llevó de nuevo a la cuestión más inmediata de Klemper. ¿Mick, la Bestia, era el payaso matón y calenturiento que su apodo y sus maneras parecían sugerir? ¿O podría ser un elemento mucho más siniestro y frío?
Gurney confiaba en que su reunión en el centro comercial proporcionara algunas respuestas.
Necesitaba contemplar todas las posibilidades, pensar en ellas, examinar ángulos, objetivos. Cogió la libreta amarilla de su escritorio y un bolígrafo. Trató de ordenar sus pensamientos en una estructura lógica, dibujando un diagrama que empezaba con cuatro posibilidades.
Una apuntaba a Alyssa como pieza principal detrás del asesinato de Carl y la condena de Kay.
La segunda sustituía a Alyssa por Jonah Spalter.
La tercera señalaba a un desconocido como asesino de Carl, con Alyssa y Klemper como conspiradores oportunistas en la condena de Kay.
La cuarta presentaba a Kay como culpable.
Añadió un segundo nivel de posibilidades en el árbol debajo de cada una de ellas.
—¿Hola?
Gurney parpadeó.
—¿Hola? —Era la voz de Madeleine, procedente del lado opuesto de la casa, del lavadero, a juzgar por el sonido.
Fue a la cocina, llevándose consigo la libreta y el bolígrafo.
—Estoy aquí —dijo.
Madeleine estaba entrando desde el pasillo que daba a la puerta lateral, cargada con dos bolsas de plástico del supermercado.
—He dejado el maletero abierto. ¿Puedes coger el maíz partido?
—¿El qué?
—He leído que a las gallinas les encanta el maíz partido.
Él suspiró, luego trató de contemplar la situación bajo una luz positiva, tomándola como un momentáneo desvío de sus tareas más oscuras.
—¿Que lo coja y lo ponga dónde?
—En el lavadero está bien.
Gurney fue hasta el coche de Madeleine, levantó el saco de veinte kilos del maletero, forcejeó durante unos segundos con la puerta lateral de la casa, entró y soltó el peso nada más entrar en el lavadero; la luz se difuminó rápidamente en un débil parpadeo.
—¿Has comprado para toda la vida? —preguntó cuando regresó a la cocina.
—Es el único tamaño que tienen. Lo siento. ¿Estás bien?
—Sí. Supongo que un poco preocupado. Debo encontrarme con alguien, y me estoy preparando para ello.
—Oh, eso me recuerda, antes de que me olvide… —El tono de Madeleine era incluso agradable—. Tienes una cita mañana con Malcolm.
—¿Malcolm Claret?
—Exacto.
—No lo entiendo.
—Lo llamé antes de salir de la clínica. Dijo que acababa de tener una cancelación y que disponía de un hueco mañana a las once.
—No…, lo que no entiendo es por qué.
—Porque estoy preocupada por ti. Ya hemos discutido de eso.
—No, me refiero a por qué has pedido una cita por mí.
—Porque tú no lo habías hecho todavía y es importante.
—Así que…, simplemente…, ¿has decidido que era asunto tuyo?
—Tiene que ser asunto de alguien.
Gurney puso las palmas hacia arriba, desconcertado.
—No lo entiendo.
—¿Qué es lo que hay que entender?
—Yo no pediría una hora para ti, a menos que tú me lo encargaras.
—¿Aunque pensaras que podría salvarme la vida?
Él vaciló.
—¿No crees que eso es un poco exagerado?
Madeleine le sostuvo la mirada y respondió con voz suave.
—No, no lo creo.
—¿Sinceramente crees que una cita con Malcolm Claret va a salvarme la vida? —replicó Gurney, desesperado.
—Si de verdad no quieres verlo, cancela la cita —contestó Madeleine, con un deje de tristeza cansada en la voz.
Si ella hubiera dicho eso en cualquier otro tono, él ya se imaginaba envuelto en una gran discusión sobre de quién era la responsabilidad de cancelar una cita que ella había pedido, y luego podría haber seguido con la pila de tablones que Madeleine había encargado para el proyecto del gallinero, y se habría quejado de que ella tenía una forma de empezar cosas que luego él tenía que terminar, y de que las cosas siempre tenían que ocurrir según sus tiempos.
Pero la emoción en los ojos de Madeleine acabó con esa posibilidad.
Además, Gurney estaba empezando a comprender, extrañamente, que tal vez no hubiera nada malo en ver a Claret.
El sonido del teléfono en su bolsillo lo salvó de continuar con la discusión. Lo sacó y comprobó el identificador. El nombre «Kyle Gurney» apareció un segundo, antes de que se perdiera la señal. Estuvo tentado de devolverle la llamada, pero supuso que su hijo probablemente estaría viajando, pasando por un punto sin cobertura. Tenía más sentido esperar un rato.
Miró el reloj. Era más tarde de lo que pensaba: 16:44.
Ya era hora de salir hacia el centro comercial, donde debía mantener aquella reunión crucial para la que todavía no había podido prepararse.