Gurney esperó hasta la mañana siguiente para explicarle a Madeleine lo que había ocurrido en casa de Hardwick. Cuando concluyó su relato, un relato abreviado, pero fiel en lo esencial, ella permaneció sentada en silencio, mirándolo fijamente, como esperando la conclusión inevitable.
Era una conclusión que él temía formular, pero que se sentía obligado a comunicarle.
—Creo que, como medida de precaución… —empezó.
Ella se encargó de completar la frase.
—Debería marcharme un tiempo de casa. ¿Es eso lo que ibas a decir?
—Es solo para asegurarse. Solo por unos días. Mi sensación es que el tipo ya ha transmitido su mensaje y que no es probable que repita su actuación. Pero, aun así… Quiero mantenerte alejada de cualquier peligro hasta que se resuelva el asunto.
Como preveía la misma reacción airada que cuando le había hecho una sugerencia similar un año atrás, durante el caso Jillian Perry, Gurney se quedó desconcertado al ver que Madeleine no ponía ninguna objeción. Su primera pregunta fue sorprendentemente práctica.
—¿De cuántos días estamos hablando?
—No lo sé exactamente…, pero… ¿tres o cuatro días, quizá? Depende de lo pronto que podamos acabar con el problema.
—¿Tres o cuatro días… a partir de cuándo?
—Pongamos… ¿a partir de mañana por la noche? Estaba pensando que podrías invitarte a casa de tu hermana…
—Me instalaré en casa de los Winkler.
—¿Dónde?
—Ya sabía que no te acordarías. Con los Winkler. En su granja. En Buck Ridge.
A Gurney el nombre le sonaba.
—¿Aquella gente con esos animales extraños?
—Alpacas. ¿Y recuerdas también que me ofrecí a ir a ayudarlos durante la feria?
De nuevo le sonaba de algo.
—Sí.
—Pues allí estaré. En la feria y en su granja. Pensaba irme pasado mañana, pero seguro que no les importará que me presente un día antes. De hecho, me habían invitado toda la semana. Pensaba pedir unos días en la clínica. Hablamos de todo esto cuando ellos me lo propusieron por primera vez.
—Lo recuerdo vagamente. Debe de ser porque entonces parecía muy lejos, supongo. Pero está muy bien; mejor que irte a casa de tu hermana o algo por el estilo.
Madeleine, hasta entonces relajada, se puso rígida.
—Pero ¿y tú, qué? Si no tiene sentido que yo me quede…
—Yo estaré bien. Como te he dicho, el francotirador pretendía dejar un mensaje. Parece saber que Hardwick es el culpable de que el caso Spalter haya sido removido de nuevo. Es lógico que le haya dirigido a él su siniestro mensaje. Además, en el caso muy improbable de que quiera hacer notar su presencia por segunda vez, tal vez yo pueda aprovecharme de ello.
La cara de Madeleine reflejaba una confusión angustiosa, como si estuviera debatiéndose con una grave contradicción.
Gurney captó esa expresión y lamentó haber añadido un argumento innecesario, del que ahora trató de distanciarse.
—Lo que digo es que la probabilidad de que haya problemas aquí es minúscula. Pero, aunque sea inferior al uno por ciento, prefiero que estés lo más lejos posible.
—Pero, insisto, ¿y tú, qué? Aunque la probabilidad sea inferior al uno por ciento, cosa que realmente no creo…
—¿Yo? No hay que preocuparse. Según el New York Magazine soy el agente de homicidios más brillante de la historia de la Gran Manzana.
Con aquel irónico comentario pretendía tranquilizarla, pero lo que logró fue más bien lo contrario.
El GPS condujo a Gurney al enclave de Venus Lake a través de una serie de valles cultivados. Así evitó cruzar el marchito panorama de Long Falls.
Lakeshore Drive describía un anillo de tres kilómetros en torno a una masa de agua que, según calculó, debía de tener un kilómetro de largo y medio de ancho. El anillo empezaba y terminaba en un pueblecito de postal situado al pie del lago. La casa de los Spalter, una imitación muy inflada de una granja colonial, se alzaba en una extensa finca con ampulosos jardines en la cabecera del lago.
Hizo el circuito completo de la carretera antes de detenerse frente al Mercantile Emporium de Killington, que, con la meticulosa rusticidad de su fachada y sus escaparates llenos de té inglés, ropa de tweed y aparejos para la pesca con mosca, parecía una representación tan auténtica de la vida rural como uno de esos cuadros kitsch de Thomas Kincaid.
Sacó el móvil y llamó a Hardwick por tercera vez aquella mañana; y por tercera saltó el buzón de voz. Luego llamó al móvil de Esti, también por tercera vez, pero en esta ocasión ella sí que respondió.
—¿Dave?
—¿Hay noticias de Jack?
—Sí y no. Me ha llamado a las once cuarenta y cinco. No parecía muy contento. El tirador, al parecer, tenía una moto de trial o un quad. Jack me ha explicado que, en un momento dado, lo ha oído en el bosque, cerca de la carretera, pero que no ha llegado a tenerlo más cerca. Así que, por ese lado, no ha habido ningún avance. Creo que ahora iba a dedicarse a tratar de localizar a los tipos que testificaron contra Kay.
—¿Y las fotos?
—¿Las de la autopsia de Gurikos?
—Bueno, sí, esas también. Pero me refería a las fotografías de las cámaras de caza. ¿Recuerdas los flashes que vimos en el bosque después de los dos disparos sobre la casa?
—Según Jack, las cámaras estaban hechas polvo; el tirador, al parecer, le metió un par de balas a cada una. En cuanto a las autopsias de Gurikos y Mary Spalter, ya he hecho las peticiones por teléfono. Tal vez pronto tenga las respuestas. Crucemos los dedos.
La siguiente llamada que hizo fue a la línea fija de su casa.
Al principio, no hubo respuesta y saltó el contestador. Ya estaba empezando a dejar un mensaje alarmado, del tipo «¿Dónde-demonios-te-has-metido?», cuando Madeleine descolgó.
—Hola. Estaba fuera, tratando de resolver lo de la corriente eléctrica.
—¿Lo de la corriente eléctrica?
—¿No habíamos quedado en que habría que tender un cable de electricidad hasta el corral?
Gurney reprimió un suspiro exasperado.
—Sí, supongo. O sea, no es…, no es un detalle que tengamos que resolver ahora mismo.
—Está bien. Pero ¿no deberíamos saber por dónde va a pasar para no tener problemas luego?
—Mira, no puedo pensar en eso ahora. Estoy en Venus Lake, a punto de entrevistar a la hija de la víctima. Necesito que prepares el teléfono para lo de la grabación.
—Lo sé. Ya me lo dijiste. Simplemente dejo la línea abierta y enciendo la grabadora.
—Exacto, sí. Solo que he pensado otro sistema mejor.
Ella no dijo nada.
—¿Sigues ahí?
—Aquí estoy.
—Muy bien. Quiero que hagas lo siguiente: llámame exactamente dentro de diez minutos. Yo te diré algo (no hagas caso de lo que diga) y colgaré. Vuelve a llamarme de inmediato. Yo diré otra cosa y te colgaré otra vez. Llámame una tercera vez y, en ese momento, diga lo que diga, deja la línea abierta y enciende la grabadora. ¿De acuerdo?
—¿Por qué complicarlo tanto? —Había una nota de ansiedad en su voz.
—Alyssa podría suponer que estoy grabando la conversación con mi teléfono o que la estoy transmitiendo a otro dispositivo de grabación. Quiero eliminar esa idea de su cabeza creando una situación que la convenza de que lo he apagado del todo.
—De acuerdo. Te llamo dentro de diez minutos. ¿A partir de ahora?
—Sí.
—Quizá cuando vuelvas a casa podríamos hablar del calentador para las gallinas…
—¿De qué?
—Estaba leyendo que los corrales no necesitan calefacción, pero que hay que mantenerles el agua por encima del punto de congelación. Por eso, entre otros motivos, necesitamos poner corriente eléctrica.
—Bien. Sí. Hablamos luego. Esta noche. ¿De acuerdo?
—Muy bien. Te llamo dentro de nueve minutos y medio.
Gurney se metió el móvil en el bolsillo de la camisa, sacó una pequeña grabadora digital de la guantera del coche y se la enganchó en un punto bien visible del cinturón. Luego condujo desde el Mercantile Emporium de Killington para llegar a la otra punta de Venus Lake: hasta la verja de hierro forjado de donde partía el sendero de acceso a la casa de los Spalter. Cruzó la verja lentamente y aparcó en la zona donde el sendero se ensanchaba frente a unos amplios escalones de granito.
La puerta principal parecía una pieza de anticuario rescatada de una mansión más antigua pero igualmente lujosa. En la pared había un interfono. Pulsó el botón.
Una voz femenina dijo: «Adelante, la puerta está abierta».
Miró el reloj. Solo faltaban seis minutos para la llamada de Madeleine. Abrió la puerta y accedió a un amplio vestíbulo iluminado por una serie de candelabros de pared alineados a cada lado. A mano izquierda, un arco daba acceso a un comedor de estilo formal; a la derecha, un arco similar se abría a un salón ricamente amueblado, con una chimenea de ladrillo viejo donde debía caber perfectamente un hombre de pie. Al fondo del vestíbulo, había una escalera de caoba pulida con recargados pasamanos que ascendía al segundo piso.
Una joven semidesnuda apareció en el rellano, se detuvo un instante, sonrió y empezó a descender por las escaleras. Llevaba únicamente dos breves prendas, diseñadas a todas luces para realzar lo que en teoría ocultaban: una camiseta rosa recortada que apenas le cubría los pechos y unos shorts blancos que no cubrían prácticamente nada. Unas siglas incomprensibles, FMYMT, impresas en grandes mayúsculas negras, cruzaban la tela abultada de la camiseta.
Su rostro tenía un aspecto mucho más fresco de lo que Gurney habría imaginado en una drogadicta crónica. El pelo rubio ceniza, que le llegaba hasta los hombros, lo llevaba desarreglado y húmedo, como si acabara de salir de la ducha. Iba descalza. Cuando descendió un poco más, Gurney observó que tenía pintadas las uñas de los pies de color rosa, a juego con el brillo rosa de sus labios, que eran pequeños y delicados, como los de una muñeca.
Cuando llegó al pie de la escalera, se detuvo y le dio el mismo tipo de repaso visual que él le había dado.
—Hola, Dave. —Su voz, como su apariencia, era a la vez vanidosa y absurdamente seductora. Sus ojos, advirtió él con interés, no eran los ojos apagados y autocompasivos de la mayoría de los yonquis. Eran de color azul celeste, limpios, luminosos. Pero lo que centelleaba en ellos no era la inocencia de la juventud. Era el hielo cegador de la ambición.
Había siempre algo interesante en los ojos, pensó Gurney. Contenían y reflejaban, aun a pesar de los esfuerzos por ocultarlo, la suma emocional de todo lo que habían visto.
Mientras ella le sostenía la mirada con firmeza, sin parpadear ni una sola vez, algo en aquellos ojos —algo que habían presenciado— lo dejó totalmente helado. Gurney carraspeó y le formuló una pregunta rutinaria, pero necesaria.
—¿Es usted Alyssa Spalter?
Sus labios rosados se entreabrieron ligeramente, mostrando una hilera de dientes perfectos.
—Esa es la pregunta que hacen los polis en la tele antes de detener a alguien. ¿Quiere detenerme? —Su tono era juguetón, aunque no sus ojos.
—No es mi intención.
—¿Cuál es su intención?
—Ninguna. Estoy aquí porque me ha llamado.
—¿Y porque siente curiosidad?
—Me inspira curiosidad saber quién asesinó a su padre. Usted me dijo que sabía quién era. ¿Lo sabe?
—No tenga tanta prisa. Pase y siéntese. —Se volvió y cruzó el arco que daba al salón, moviéndose con sus pies descalzos con una especie de sedosa facilidad, como una bailarina. No miró ni una vez atrás.
Gurney la siguió, pensando que nunca había visto una combinación tan notable de sexualidad desaforada y veneno puro.
El salón en sí mismo, con su enorme chimenea, sus sillones tapizados de cuero y sus óleos de paisajes ingleses, ofrecía un extraño contraste con la figura estilo Lolita que quizá muy pronto habría de heredarlo. Aunque, a fin de cuentas, tal vez el contraste no fuera tan grande, considerando que la casa no tenía probablemente más años que Alyssa, y que su aspecto externo no pasaba de ser un hábil artificio.
—Es una especie de museo —dijo ella—, pero el sofá es cómodo y mullido. Me encanta su contacto en las piernas. Pruébelo.
Antes de que Gurney pudiera escoger un lugar donde sentarse —cualquiera salvo el sofá—, sonó su teléfono. Miró el identificador de llamada. Era Madeleine, puntual. Antes de pulsar el botón, contempló la pantalla con una expresión consternada, como si el comunicante fuera la última persona con quien quisiera hablar.
—¿Sí? —Hizo una pausa—. No. —Esperó un momento antes de repetir, ahora con irritación—: ¡He dicho que no! —Pulsó el botón para cortar la llamada, volvió a guardarse el móvil en el bolsillo de la camisa, miró a Alyssa y desarrugó el ceño—. Disculpe por la interrupción. ¿Dónde estábamos?
—Estábamos a punto de ponernos cómodos. —Se sentó en un extremo del sofá y le indicó con aire sugerente el almohadón contiguo al suyo.
Gurney, no obstante, se sentó en un sillón orejero separado de ella por una mesita de café.
Alyssa hizo un puchero de disgusto.
—¿Quiere beber algo?
Él negó con la cabeza.
—¿Cerveza?
—No.
—Champán.
—No, gracias.
—¿Un martini? ¿Un negroni? ¿Un tequini? ¿Un margarita?
—Nada.
Otra vez el puchero.
—¿No bebe?
—A veces. Ahora, no.
—Suena muy tenso.
—Tendría que…
El móvil volvió a sonar. Gurney miró la pantalla y comprobó que era Madeleine. Dejó que sonara tres veces más, como si pretendiera que saltara el buzón de voz; entonces, en un aparente arranque de impaciencia, pulsó el botón.
—¿Qué ocurre? —Hizo una pausa—. Ahora no es momento… Por el amor de Dios… —Volvió a hacer una pausa, con un aire cada vez más enojado—. Escucha. Por favor. Estoy en medio de un asunto. Sí… No… ¡¡¡Ahora, no!!! —Pulsó el botón y volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.
Alyssa le lanzó una sonrisa pícara.
—¿Problemas con su novia?
Él no respondió; mantuvo la vista fija en la mesita de café.
—Necesita relajarse. Toda esa tensión… la siento desde aquí. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Quizá ayudaría que se vistiera.
—¿Que me vista? Estoy vestida.
—No se nota.
Los labios de Alyssa se entreabrieron en una lenta sonrisa.
—Es usted gracioso.
—Muy bien, Alyssa. Ya basta. Vamos al grano. ¿Por qué quería verme?
Ella cambió la sonrisa por un puchero apenado.
—No hace falta ponerse tan antipático. Yo solo quiero ayudar.
—¿Cómo?
—Quiero ayudarle a entender qué es lo que de verdad está pasando —respondió ella con seriedad, como si ya con eso lo aclarase todo. Cuando vio que Gurney la miraba en silencio, aguardando, volvió a exhibir su sonrisa—. ¿Está seguro de que no quiere beber nada? ¿Qué tal un tequila sunrise? Preparo uno fantástico.
Él se llevó la mano a la cadera con fingida naturalidad, se rascó un picor imaginario y encendió la grabadora digital adosada a su cinturón, ocultando torpemente el clic de encendido con una tos ruidosa.
La sonrisa de Alyssa se ensanchó.
—Si quiere que cierre el pico, cielo, ese es el mejor sistema.
—¿Disculpe?
—¿Disculpe? —repitió ella, con un brillo divertido en los ojos.
—¿Qué sucede? —Gurney adoptó lo mejor que pudo la expresión de un hombre culpable que intenta parecer inocente.
—¿Qué es esa cosita tan bonita que lleva en el cinturón?
Él bajó la vista.
—Ah, esto… —Carraspeó—. Pues… es una grabadora.
—Una grabadora. No me diga. ¿Me la deja ver?
Él parpadeó.
—Sí, claro. —La desenganchó de su cinturón y se la tendió por encima de la mesita.
Ella la cogió, la estudió, apagó el interruptor y la dejó a su lado en el sofá.
Él frunció el ceño, inquieto.
—¿Me la devuelve, por favor?
—Venga a buscarla.
Él la miró, echó un vistazo a la grabadora, volvió a mirarla a ella y carraspeó de nuevo.
—Es un procedimiento rutinario. Siempre me aseguro de grabar todas mis reuniones. Resulta muy útil para evitar discusiones después sobre lo que se dijo o se acordó.
—¿Sí? Guau. ¿Cómo no se me había ocurrido?
—Así que, si no le importa, me gustaría grabar también esta conversación.
—¿Sí? Bueno, como le dijo Papá Noel al niño que quería demasiado: jódase.
Él adoptó una expresión desconcertada.
—¿Por qué le parece tan raro?
—No es que sea raro. Es que no me gusta que me graben.
—Creo que sería conveniente para los dos.
—Disiento.
Gurney se encogió de hombros.
—Muy bien. De acuerdo.
—¿Qué pensaba hacer con la grabación?
—Como le he dicho, en caso de que hubiese alguna discrepancia más tarde…
Su móvil sonó por tercera vez. Madeleine en el identificador de llamada. Pulsó el botón.
—¿Y ahora qué, por el amor de Dios? —dijo al teléfono con un tono completamente cabreado. Durante los diez segundos siguientes imitó a un hombre a punto de perder los estribos—. Ya… Vale… Vale… Por Dios, ¿no podemos hablar de eso luego? Ya… Sí… He dicho que sííííí. —Se apartó el teléfono de la oreja, lo miró furioso, como si solo fuese una fuente de problemas, pulsó justo al lado del botón de colgar y se metió el móvil, todavía encendido, en el bolsillo de la camisa. Meneó la cabeza y le dirigió a Alyssa una mirada incómoda—. Por Dios.
Ella bostezó, como si no hubiese nada más aburrido en el mundo que un hombre pensando en algo que no fuera ella. Luego arqueó la espalda, y ese movimiento alzó lo poco que quedaba de su camiseta, dejando a la vista la base de sus pechos.
—Tal vez deberíamos volver a empezar —dijo, acurrucándose en el rincón del sofá.
—Bueno. Pero me gustaría que me devolviera la grabadora.
—Me la guardaré mientras esté aquí. Ya se la daré cuando se vaya.
—Está bien. De acuerdo. —Lanzó un suspiro resignado—. Volvamos al principio. Estaba usted diciendo que quería que yo entendiera qué es lo que estaba pasando. ¿Y bien?
—Lo que pasa es que pierde el tiempo tratando de ponerlo todo patas arriba.
—¿Eso cree que hago?
—Está tratando de sacar a esa zorra de la cárcel, ¿no?
—Estoy intentando averiguar quién mató a su padre.
—¿Quién lo mató? Lo mató la zorra hija de puta de su esposa. Fin de la historia.
—¿Kay Spalter, la superfrancotiradora?
—Tomó clases. Es un hecho. Está documentado. —Pronunció la última palabra con un tono reverente, como si poseyera poderes mágicos de persuasión.
Gurney se encogió de hombros.
—Mucha gente toma clases de tiro sin matar a nadie.
Alyssa meneó la cabeza con un movimiento rápido y amargo.
—Usted no sabe cómo es.
—Cuénteme.
—Es una basura mentirosa y codiciosa.
—¿Algo más?
—Se casó con mi padre por su dinero. Punto. A ella solo le excita la pasta. Y es una puta integral. Cuando mi padre se dio cuenta, le dijo que quería el divorcio. La muy zorra pensó que se le iba a acabar la buena vida y decidió acabar con la vida de él. ¡¡¡Bang!!! Así de simple.
—O sea, ¿que usted cree que era todo por dinero?
—La cuestión era que esa asquerosa conseguía todo lo que quería. ¿Sabía que a Darryl, el chico de la piscina, le compraba regalos con el dinero de mi padre? Le compró un pendiente con un diamante por su cumpleaños. ¿Sabe cuánto le costó? A ver si lo adivina.
Gurney aguardó.
—No. En serio. Adivine cuánto.
—¿Mil dólares?
—¿Mil? Ojalá. ¡Diez mil putos dólares! ¡Diez mil putos dólares del puto dinero de mi padre! ¡Para el puto chico de la piscina! ¿Sabe por qué?
Gurney volvió a esperar.
—Le diré por qué. Esa zorra repugnante le pagaba para que se la follase. A cargo de la tarjeta de crédito de mi padre. ¿No es repulsivo? Y hablando de cosas vomitivas, debería verla maquillándose. Le aseguro que le entraría tembleque de solo mirarlo: como un tipo de la funeraria acicalando un cadáver.
Ese arrebato de furia, esa explosión de bilis y de odio le pareció la parte más auténtica de Alyssa que había visto hasta el momento. Pero incluso en este punto no estaba seguro. Se preguntó hasta dónde llegaría su talento para la interpretación.
Ella se había quedado callada, mordisqueándose el pulgar.
—¿Kay también mató a su abuela? —le preguntó Gurney con suavidad.
Alyssa parpadeó, en apariencia desconcertada.
—Mi… ¿quién?
—La madre de su padre.
—¿De qué demonios habla?
—Hay motivos para creer que la muerte de Mary Spalter no fue accidental.
—¿Qué motivos?
—El día que la encontraron muerta, las cámaras de seguridad grabaron a un individuo entrando en el complejo Emmerling Oaks con un falso pretexto. El día que su padre recibió el disparo, ese mismo individuo fue visto entrando en el apartamento en el que apareció el rifle.
—¿Es una mentira urdida por ese abogado de mierda?
—¿Sabía que, el mismo día que dispararon a su padre, un mafioso local con el que tenía tratos apareció asesinado? ¿Eso también lo hizo Kay?
Gurney tuvo la impresión de que Alyssa estaba desconcertada y que trataba de disimularlo.
—Habría podido hacerlo. ¿Por qué no? Si era capaz de matar a su marido… —Su voz se fue apagando.
—Ah, así que es una suerte de asesina en serie. Que vayan con ojo los presidiarios de Bedford Hills. —Mientras soltaba aquel sarcasmo, recordó el apodo que le habían puesto a Kay sus compañeros de cárcel, la Viuda Negra, y se preguntó si no habrían visto en ella algo que a él se le había escapado.
Alyssa no respondió; se hundió un poco más en la esquina del sofá, cruzando las piernas. Dejando aparte su figura totalmente adulta, a Gurney por un momento le pareció una colegiala enfurruñada. Incluso su tono, cuando habló por fin, contenía más bravuconería que confianza.
—¡Vaya montón de chorradas! Cualquier cosa con tal de sacarla de la cárcel, ¿no?
Gurney sopesó las alternativas que tenía. Podía dejar las cosas en este punto, aguardar a que sus revelaciones surtieran efecto en Alyssa y ver qué ocurría después. O podía seguir presionando, utilizar toda su munición ahora y tratar de provocar un estallido. Ambas opciones entrañaban riesgos considerables. Decidió presionarla. Rogó al Cielo para que el móvil todavía estuviera transmitiendo.
Se inclinó hacia ella, con los codos en las rodillas.
—Escúcheme bien, Alyssa. Una parte de lo que voy a decir ya la sabe. En realidad, la mayor parte. Pero será mejor que lo escuche todo. Solo se lo voy a decir una vez. Kay Spalter no mató a nadie. Fue condenada porque Mick Klemper jodió toda la investigación. A propósito. La única pregunta que me queda es si fue idea de Mick o de usted. Yo pienso que de usted.
—Qué gracioso.
—Pienso que fue idea suya, porque es usted la que tenía el motivo más lógico. Si conseguía que condenaran a Kay por el asesinato de Carl, todo el dinero iba a parar a sus manos. Así que se folló a Klemper para que se encargara de incriminar a Kay. El problema es que Klemper hizo un trabajo pésimo. Ni siquiera fue capaz de joder las cosas bien. Y ahora el castillo de naipes se está desmoronando. La acusación entera está plagada de enormes lagunas, de pruebas discutibles, de negligencias policiales. La condena será revocada en la apelación, con toda seguridad. Kay saldrá a la calle dentro de un mes, quizás antes. Y el patrimonio de Carl irá a parar de inmediato a sus manos. Así que usted se folló al idiota de Klemper para nada. Será interesante ver qué ocurre en los tribunales… para averiguar cuál de ustedes acaba pasando más tiempo en la cárcel.
—¿En la cárcel? ¿Por qué?
—Obstrucción. Perjurio. Instigación al perjurio bajo soborno. Conspiración. Y otra media docena de graves infracciones legales, con largas penas de prisión aparejadas. Klemper la acusará a usted, y usted acusará a Klemper. Al jurado probablemente le dará lo mismo uno que otro.
Mientras hablaba, ella flexionó las rodillas ante sí, abrazándoselas con fuerza. Sus ojos parecían fijos en un mapa interior que solo ella veía.
Tras un minuto largo, Alyssa habló con una vocecita calmada, casi inaudible.
—Suponga que yo le digo que él me chantajeó.
A Gurney le inquietó que su frase no hubiera sonado lo bastante fuerte como para que el móvil la registrara.
—¿Chantajearla? ¿Cómo? ¿Por qué?
—Él sabía algo de mí.
—¿Qué?
Alyssa le lanzó una mirada astuta.
—No hace falta que usted lo sepa.
—Muy bien. La chantajeó para que hiciera… ¿qué?
—Para que me acostase con él.
—¿Y para que mintiera en el juicio sobre lo que le había oído decir a Kay por teléfono?
Ella titubeó.
—No. Esas cosas las oí.
—¿Así que reconoce que tuvo relaciones sexuales con Klemper, pero niega que cometiera perjurio?
—Exacto. Que yo me lo follara no es un delito. Pero que él me obligara a follármelo sí. O sea, que si alguien tiene un problema es él, no yo.
—¿Hay algo más que quiera contarme?
—No. —Alyssa bajó los pies al suelo con elegancia—. Y debería olvidar todo lo que acabo de decirle.
—¿Por qué?
—Porque quizá no sea cierto.
—Entonces, ¿para qué molestarse en decírmelo?
—Para ayudarle a comprender. Eso que ha dicho de que acabaré en la cárcel… nunca va a suceder. —Se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—Muy bien. Entonces supongo que hemos terminado.
—A menos que haya cambiado de opinión sobre mi tequila sunrise. Créame, vale la pena.
Gurney se levantó; señaló la minigrabadora que había quedado sobre el sofá.
—¿Me la devuelve, por favor?
Ella la cogió y se la metió en el bolsillo de sus shorts, que ya estaban a punto de reventar por las costuras. Sonrió.
—Se la enviaré por correo. O bien… podría intentar quitármela.
—Quédesela.
—¿Ni siquiera piensa intentarlo? Seguro que podría recuperarla si se esforzase.
Gurney sonrió.
—Klemper no pudo resistirse, ¿eh?
Ella le devolvió la sonrisa.
—Ya se lo he dicho. Me chantajeó. Me obligó a hacer cosas que jamás habría hecho por mi propia voluntad. Jamás. No puede ni imaginarse qué cosas.
Gurney rodeó la mesita, salió del salón, abrió la puerta principal y se detuvo en los amplios escalones de piedra. Alyssa lo siguió hasta el umbral y volvió a hacer su puchero.
—La mayoría de los hombres pregunta qué significa lo de «FMYMT».
Él echó un vistazo a las grandes letras de su camiseta.
—Estoy seguro.
—¿No siente curiosidad?
—Sí, tengo curiosidad. ¿Qué significa?
Ella se inclinó hacia él y susurró.
—«Folla-Me-Y-Muere-Te».