Instintivamente, Gurney se arrojó al suelo. Hardwick y Esti lo imitaron de inmediato, entre juramentos y maldiciones.
—Yo no voy armado —dijo Gurney rápidamente—. ¿Qué armas tienes en casa?
—Una Glock de nueve milímetros en el armario de mi habitación —dijo Hardwick—. Y una Sig del 38 en la mesita de noche.
—Yo, una Kel-Tec del 38 en la funda de hombro —dijo Esti—. Detrás de ti, Jack. En el suelo. ¿Me la empujas hacia aquí?
Gurney oyó que Hardwick se movía al otro lado de la mesa; y luego el ruido de algo deslizándose por el suelo.
—Ya la tengo —dijo Esti.
—Vuelvo enseguida —dijo Hardwick.
Gurney lo oyó escabullirse de la habitación, soltando improperios; luego el ruido de una puerta interior rechinando y, acto seguido, un cajón abriéndose y cerrándose. Se encendió una linterna, volvió a apagarse. Gurney oía también la respiración de Esti, muy cerca de él.
—No hay luna esta noche, ¿verdad? —susurró ella.
Por un instante demencial, dominado por un miedo primitivo y por la descarga de adrenalina, le pareció tan intensamente erótica su voz susurrada y su proximidad física que casi olvidó la pregunta.
—¿Dave?
—Exacto. Sí. No hay luna.
Ella se le acercó aún más, pegando el brazo al suyo.
—¿Qué crees que ocurre?
—No lo sé. Nada bueno.
—¿Crees que estamos exagerando?
—Eso espero.
—No veo una mierda. ¿Y tú? Él aguzó la vista en dirección a la ventana que quedaba junto a la mesa.
—No. Nada.
—Mierda. —El magnetismo de su murmullo angustiado en plena oscuridad era casi surrealista.
—¿Crees que esos chasquidos eran impactos de bala sobre la casa?
—Podría ser. —De hecho, estaba totalmente seguro. Había estado bajo una lluvia de balas más de una vez en su carrera.
—Yo no he oído ninguna detonación.
—Podrían estar usando silenciador.
—Ah, mierda. ¿De veras crees que es un francotirador quien está ahí fuera?
Gurney estaba convencido de ello; pero antes de que pudiera responder, Hardwick regresó.
—Tengo la Glock y la Sig. Yo prefiero la Glock. ¿Y tú, campeón? ¿Te apañas con la Sig?
—No hay problema.
Hardwick tocó a tientas el codo de Gurney, encontró su mano y depositó en ella la pistola.
—Cargador entero, una bala en la recámara, seguro puesto.
—Bien. Gracias.
—Quizás habría que llamar a la caballería —dijo Esti.
—¡Y una mierda! —contestó Hardwick.
—¿Pues qué hacemos? ¿Quedarnos aquí toda la noche?
—Vamos a pensar cómo atrapamos a ese hijo de puta.
—¿Atraparlo? Para eso están las Fuerzas Especiales. Llamamos. Vienen. Y lo atrapan.
—¡Que les den! Lo atraparé yo mismo. Nadie dispara a mi puta casa. ¡Joder!
—Jack, por el amor de Dios. El tipo ha atravesado de un tiro el cable de la corriente. En la oscuridad. Es un tirador de primera. Con una mira telescópica de visión nocturna. Está escondido en el bosque. ¿Cómo demonios quieres atraparlo? Por el amor de Dios, Jack. ¡Ten un poco de juicio!
—¡Que lo jodan! Tampoco es tan bueno, el cabrón. Ha necesitado dos disparos para cortar la corriente. Le voy a meter la Glock por su culo de primera.
—Quizá no haya necesitado dos disparos —dijo Gurney.
—¿Qué demonios dices? Las luces se han apagado al segundo disparo, no al primero.
—Comprueba el teléfono fijo.
—¿Cómo?
—A mí me ha parecido que los impactos se producían en dos sitios distintos de la pared de arriba. ¿La corriente y la línea telefónica van juntas o separadas?
Hardwick no contestó, lo cual era una respuesta elocuente.
Gurney lo oyó arrastrarse desde la mesa hacia la cocina. Luego sonó el clic de un auricular al ser descolgado y, tras un momento, el mismo clic al colgarlo. Finalmente, Hardwick volvió a rastras a la mesa.
—Está cortado. Le ha dado a la jodida línea telefónica.
—No lo entiendo —dijo Esti—. ¿Qué sentido tiene cortar la línea fija cuando todo el mundo lleva móvil? Ese tipo sabe quién es Jack, seguramente sabe quiénes somos todos; tiene que dar por supuesto que llevamos móvil. ¿Acaso has visto alguna vez a un poli sin móvil? ¿Para qué cortar la línea?
—A lo mejor le gusta alardear —dijo Hardwick—. Bueno, pues el muy cabrón se ha propuesto joder al tipo equivocado.
—No eres el único que está aquí, Jack. Quizá pretende joder a Dave. O jodernos a todos.
—Me importa un carajo a quién quiera joder. Pero es mi puta casa la que está acribillando.
—Esto es una locura. Yo digo que pidamos una unidad de las Fuerzas Especiales. Ahora.
—Esto no es la puñetera Albany, Esti. No es que estén aparcados en Dillweed, esperando la llamada. Pasará una hora antes de que se presenten aquí.
—¿Dave? —dijo Esti, suplicante, reclamando su ayuda.
Gurney no pudo complacerla.
—Quizá sea mejor manejarlo por nuestra cuenta.
—¿Mejor? ¿Cómo demonios va a ser mejor?
—Si lo hacemos oficial, esto se va a poner muy peliagudo.
—Pelia… ¿De qué estás hablando?
—De tu carrera.
—¿De mi carrera?
—Tú eres una investigadora del DIC. Y Jack está a punto de desatar una ofensiva total contra el DIC. ¿Cómo crees que van a interpretar tu presencia aquí? ¿Crees que no van a deducir de inmediato cómo está sacando la información confidencial del departamento…, la información que va a utilizar para arruinarles la vida? ¿Crees que sobrevivirás a las consecuencias, ya sean legales o de otro tipo? Yo preferiría vérmelas con un francotirador oculto en el bosque antes que ser considerado un traidor por mis compañeros.
Esti respondió con voz trémula.
—No veo qué podrían demostrar. No hay motivo… —Se interrumpió bruscamente—. ¿Qué ha sido eso?
—¿El qué? —dijo Gurney.
—Por la ventana…, en la colina de enfrente…, en el bosque…, como el destello de un flash.
Hardwick salió a gatas de detrás de la mesa y se acercó a la ventana.
Sin dejar de escrutar la oscuridad, Esti susurró:
—Estoy segura de que he visto un… —De nuevo se interrumpió a media frase.
Esta vez, tanto Gurney como Hardwick también lo vieron. Reaccionaron al mismo tiempo.
—¡Allí!
—Es una de mis cámaras de caza —dijo Hardwick—. Con sensores de movimiento. Tengo media docena en el bosque, más que nada para la temporada de caza. —Se produjo otro destello, al parecer en un punto más alto de la ladera—. El cabrón está subiendo por el sendero principal. Se está largando. ¡Joder!
Gurney oyó que Hardwick se ponía torpemente de pie, corría a la cocina y volvía enseguida con dos linternas encendidas en una mano y la Glock en la otra. Colocó una linterna de pie sobre la mesa, con el foco apuntando al techo.
—Ya sé adónde va ese maldito cabrón. En cuanto yo salga, subid a vuestros coches y largaos. Olvidad que habéis estado aquí.
Esti alzó la voz, alarmada.
—¿Adónde vas?
—A donde lleva el sendero…, a Scutt Hollow, al otro lado de la colina. Si consigo llegar antes que él…
—¡Vamos contigo!
—¡Chorradas! Vosotros tenéis que largaros de aquí. En la dirección opuesta. ¡Ahora! Si te vieras implicada y te interrogase la policía local (o peor, el DIC), te meterías en un puto lío interminable. Cuídate. Tengo que marcharme.
—¡Jack!
Hardwick salió corriendo por la puerta principal. Unos segundos más tarde, oyeron el rugido de su enorme GTO V-8, el rechinar de las ruedas y el impacto de las partículas de grava arrojadas por los neumáticos contra la pared lateral. Gurney cogió de la mesa la otra linterna, salió rápidamente al porche y vio como desaparecían los faros a toda velocidad, por una curva del angosto camino que descendía sinuosamente hacia la ruta 10 a través de una ladera boscosa.
—¡No debería ir solo! —dijo Esti, con una voz tensa y entrecortada—. ¡Tendríamos que seguirlo y dar el aviso!
Tenía razón. Pero Hardwick también la tenía.
—Jack no es tonto. Lo he visto en situaciones más difíciles. Se las arreglará. —Él mismo sentía que la frase sonaba falsa.
—¡No debería perseguir a ese maniaco por su cuenta!
—Ahora ya puede pedir refuerzos, si quiere. Es cosa suya decidirlo. Mientras nosotros no estemos presentes, puede contar la historia como prefiera. Si estuviéramos allí, ya no podría decidir por su cuenta. Y tu carrera quedaría arruinada.
—Joder, joder. ¡Qué rabia! —Caminó en círculo, exasperada—. Bueno, ¿y ahora, qué? ¿Nos largamos? ¿Cogemos los coches y adiós? ¿Nos volvemos a casa?
—Sí. Tú primero. Ahora mismo.
Ella miró a Gurney bajo la luz en movimiento de la linterna.
—De acuerdo, de acuerdo. Pero esto es una cagada. Una cagada completa.
—Es verdad. Pero hemos de preservar las opciones de Jack. ¿Hay algún objeto tuyo en la casa?
Ella parpadeó varias veces, en apariencia tratando de centrarse en la pregunta.
—Mi bolso de mano, mi bandolera… Creo que nada más.
—De acuerdo. Recoge lo que tengas ahí dentro y lárgate.
Le pasó la linterna y esperó fuera mientras Esti iba a buscar sus cosas.
Al cabo de dos minutos, ella colocó sus bolsos en el asiento del copiloto del Mini Cooper.
—¿Dónde vives? —preguntó Gurney.
—En Oneonta.
—¿Sola?
—Sí.
—Ve con cuidado.
—Claro. Tú también. —Esti subió al coche, dio marcha atrás, tomó el camino de tierra y desapareció.
Gurney apagó la linterna y permaneció en la oscuridad, aguzando el oído. No detectaba ningún sonido. Ni una brizna de viento ni el menor indicio de movimiento por ningún lado. Siguió así durante más de un minuto, esperando, por si oía o veía algo. Todo parecía extrañamente silencioso.
Con la linterna en una mano y la Sig en la otra —ahora ya sin el seguro—, hizo un barrido de trescientos sesenta grados por el terreno que le rodeaba. No vio nada alarmante o fuera de lugar. Enfocó el lateral de la casa y lo recorrió de una punta a otra hasta detectar un cable seccionado que salía de una caja de empalmes, junto a una ventana del segundo piso; y, a unos tres metros, otro cable que salía de una caja distinta junto a otra ventana. Desplazó el haz de luz hacia el camino hasta localizar el poste de la electricidad y los dos cables sueltos, colgando sobre el suelo.
Se acercó a la pared, por debajo de los cables seccionados. En las tablillas de detrás, distinguió sendos orificios oscuros a unos centímetros de cada caja de empalmes. Desde donde se encontraba no podía calcular con precisión el diámetro de los orificios, pero le pareció que debían corresponder a una bala de un calibre no inferior al 30 ni superior al 35.
Si se trataba del mismo tirador que había disparado a Carl en el cementerio de Willow Rest, más bien parecía que era flexible en la elección de las armas que utilizaba: un tipo capaz de escoger el instrumento más apropiado en cada circunstancia. Un hombre práctico. O una mujer.
Recordó la pregunta de Esti. ¿Por qué molestarse en inutilizar la línea fija cuando todo el mundo tenía móvil? Desde un punto de vista práctico, cortar la corriente y las líneas de comunicación sería un preámbulo para pasar al ataque. Pero el ataque no se había producido. Así que, ¿cuál era el objetivo?
¿Una advertencia?
¿Cómo los clavos en la cabeza de Gus?
Pero ¿por qué la línea de teléfono?
¡Santo Dios!
¿Sería posible?
La corriente y el teléfono. La corriente equivalía a las luces, y las luces equivalían a… ver. ¿Y el teléfono? ¿Qué hacías con un teléfono, especialmente con una línea fija? Oír y hablar.
Ni corriente ni teléfono.
Ni ver ni oír ni hablar.
No ver el mal, no oír el mal, no decir el mal.
¿O quizás estaba dejándose llevar por la imaginación y por su teoría del «mensaje»? Sabía de sobra que dejarse llevar por las propias hipótesis podía resultar fatídico. Con todo, si aquello no era un mensaje, ¿qué demonios era?
Apagó la linterna y permaneció en la oscuridad, sujetando la Sig Sauer a un lado y aguzando la vista y los oídos. El silencio sepulcral le provocó un escalofrío. Se dijo que era simplemente porque la temperatura estaba bajando y el aire se iba cargando de humedad. Pero eso no le sirvió para sentirse mejor. Ya era hora de largarse de allí…
A mitad de camino hacia Walnut Crossing, se detuvo en una tienda abierta toda la noche y compró un tazón de café. Sentado en el aparcamiento, mientras iba dando sorbos, repasó lo ocurrido en casa de Hardwick —qué podría haber hecho o qué debería haber hecho— y trató de pensar en qué debía hacer ahora. De repente, se le ocurrió llamar a Kyle.
Dispuesto a dejar un mensaje, se llevó una sorpresa al oír su voz y no una grabación.
—Hola, papá. ¿Qué hay de nuevo?
—En realidad, un maldito montón de cosas.
—¿Sí? Bueno, qué demonios. Es como a ti te gusta, ¿no?
—¿Tú crees?
—Me consta. Si no estás abrumado, te sientes infrautilizado.
Gurney sonrió.
—Espero no haberte llamado demasiado tarde.
—¿Tarde? Son las nueve cuarenta y cinco. Esto es Nueva York. La mayoría de mis amigos están saliendo ahora.
—¿Tú no?
—Hemos decidido quedarnos en casa esta noche.
—¿Hemos?
—Es largo de explicar. ¿Qué me cuentas?
—Quería que me respondieras a una pregunta, basándote en tu experiencia en Wall Street. Ni siquiera sé cómo formularla exactamente. He pasado toda mi carrera metido en Homicidios, no investigando delitos de guante blanco. Lo que quiero saber es lo siguiente: si una compañía estuviera buscando una gran inyección financiera, pongamos que para llevar a cabo una expansión, ¿la noticia se difundiría enseguida por radio macuto?
—Depende.
—¿De qué?
—De la magnitud de la operación de la que estemos hablando. Del tipo de financiación. Y de quién esté implicado. Hay un montón de factores en juego. Para que entrase en la rumorología habría de ser algo grande. En Wall Street nadie habla de operaciones pequeñas. ¿De qué compañía estamos hablando?
—De una cosa llamada «La Catedral del Ciberespacio», creada por un tal Jonah Spalter.
—Me suena.
—¿Algún dato en concreto?
—CiberCat…
—¿CiberCat?
—A la gente del mundo de las finanzas le encantan las abreviaturas, las claves de la bolsa, la conversación acelerada: están demasiado ocupados para utilizar palabras enteras.
—¿La Catedral del Ciberespacio cotiza en bolsa?
—No creo. Es solo la manera de hablar en el mundillo. ¿Qué quieres saber en concreto?
—Cualquier cosa que comente la gente y que yo no encontraré en Google.
—No hay problema. ¿Estás trabajando en un nuevo caso?
—Una apelación de una condena por asesinato. Estoy intentando sacar a la luz algunos hechos que la investigación original tal vez pasara por alto.
—Guay. ¿Qué tal va?
—Está interesante.
—Sabiendo cómo sueles hablar de estas cosas, supongo que eso significa que te han disparado pero no te han matado.
—Bueno…, más o menos.
—¿Quéééé? ¿He acertado? ¿Estás bien? ¿Han intentado pegarte un tiro?
—El tipo ha disparado a la casa donde yo estaba.
—¡Joder! ¿Esto forma parte del caso?
—Creo que sí.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Yo me volvería loco si me pasara algo parecido.
—Me sentiría peor si me hubieran apuntado a mí en concreto.
—Guau. Si fueses un héroe de cómic, habría que llamarte «Doctor Sangre Fría».
Gurney sonrió, sin saber qué decir. No hablaba muy a menudo con Kyle, aunque se mantenían más en contacto desde el caso del Buen Pastor.
—¿Alguna posibilidad de que subas a vernos un día de estos?
—Claro. Por qué no. Sería estupendo.
—¿Todavía tienes la moto?
—Por supuesto. Y el casco que me regalaste. El que usabas tú. Lo llevo en lugar del mío.
—Ah…, bueno…, me alegro de que te vaya bien.
—Debemos tener la cabeza del mismo tamaño.
Gurney se echó a reír, sin saber bien por qué.
—Bueno, en cualquier momento que puedas escaparte, nos encantaría verte. —Hizo una pausa—. ¿Cómo te van las clases de Derecho en Columbia?
—Mucho trabajo, montones de lecturas. Pero bien.
—¿No te arrepientes de haber dejado Wall Street?
—Ni por un instante. Bueno, quizás un instante de vez en cuando. Pero luego me acuerdo de todas las chorradas que iban incluidas (Wall Street está repleto de chorradas), y me alegro de verdad de no seguir allí.
—Bien.
Hubo un silencio. Finalmente, lo rompió Kyle.
—Bueno… Haré algunas llamadas, a ver si alguien sabe algo de CiberCat, y te llamaré.
—Estupendo, hijo. Gracias.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero.
Al terminar la llamada, Gurney se quedó sentado con el teléfono en la mano, reflexionando en cómo solía comunicarse con Kyle. Su hijo tenía… ¿cuántos?, ¿veinticinco?, ¿veintiséis? Nunca era capaz de recordarlo a la primera. Y durante muchos de esos años, especialmente en los últimos diez, él y Kyle habían estado…, ¿cómo decirlo? No «distanciados» exactamente, eso sería exagerar. ¿Alejados? Desde luego, habían pasado largos periodos sin comunicarse. Pero cuando se comunicaban era siempre de un modo muy cálido, sobre todo por parte de Kyle.
Tal vez la explicación era tan sencilla como la que le había ofrecido una novia de la universidad, décadas atrás, cuando había roto con él: «A ti no te va la gente, David, simplemente». Se llamaba Geraldine. Estaban ante el invernadero del jardín botánico del Bronx, rodeados de cerezos en flor. Empezaba a llover. Ella se dio media vuelta y se alejó; siguió caminando incluso cuando arreció la lluvia. Nunca volvieron a hablar.
Bajó la vista al teléfono que tenía en la mano. Pensó que debería llamar a Madeleine, avisarla de que estaba en camino.
Ella respondió con voz adormilada.
—¿Dónde estás?
—Perdona, no quería despertarte.
—No me has despertado. Estaba leyendo. Quizá dando alguna cabezada.
Sintió la tentación de preguntarle si el libro era Guerra y paz. Lo llevaba leyendo desde hacía una eternidad, y ejercía sobre ella un poderoso efecto soporífero.
—Solo era para avisarte de que estoy a medio camino entre Dillweed y Walnut Crossing. Debería llegar dentro de menos de veinte minutos.
—Muy bien. ¿Cómo es que llegas tan tarde?
—Me he tropezado con un problema en casa de Hardwick.
—¿Un problema? ¿Estás bien?
—Perfectamente. Ya te lo contaré cuando llegue a casa.
—Cuando llegues estaré dormida.
—Por la mañana, entonces.
—Conduce con cuidado.
—Está bien. Hasta ahora.
Se guardó el móvil en el bolsillo, bebió un poco más del café, ya frío, tiró el resto al cubo de la basura y regresó con el coche a la carretera principal.
Ahora no se quitaba de la cabeza a Hardwick. Ni tampoco la incómoda sensación de que no tendría que haberle hecho caso, de que debería haberle seguido. Sin duda existía el riesgo de complicarlo todo: un tiroteo con el francotirador, la intervención de los cuerpos de seguridad, el DIC oliéndose la implicación de Esti, la necesidad de mentir sobre la reunión para protegerla, declaraciones con medias verdades, embrollos, enredos, complicaciones… Pero, por otro lado, cabía la posibilidad de que Hardwick se encontrara cara a cara —o cañón contra cañón— con un adversario superior, que pudiera con él.
Gurney sentía el poderoso impulso de girar en redondo y volver a los caminos que probablemente había seguido Hardwick en su persecución. Pero tampoco era tan sencillo. Había demasiadas intersecciones en esos caminos. Y cada una reduciría las posibilidades de reproducir la ruta que había tomado. E incluso si, por una extraordinaria coincidencia, acertaba una vez tras otra y llegaba a encontrarlo, su aparición inesperada tal vez podía empeorar las cosas en lugar de mejorarlas.
Así que siguió adelante, lleno de contradicciones, y llegó por fin al desvío que conducía a su propiedad. Condujo despacio porque los ciervos solían cruzarse en el camino cuando menos te lo esperabas. Gurney había atropellado a un cervatillo una vez, no hacía tanto tiempo, y aquel horrible recuerdo todavía le acompañaba.
En lo alto del sendero se detuvo para que un puercoespín tuviera tiempo de quitarse de en medio. Observó cómo se alejaba torpemente y se adentraba entre las altas hierbas de la loma que quedaba más allá del granero. Los puercoespines se habían ganado muy mala fama a base de roerlo prácticamente todo, desde los revestimientos de las casas hasta los cables de freno de los coches. El granjero que vivía al pie del camino le había aconsejado que les disparase en cuanto los viera: «No crean más que problemas y no sirven para nada». Pero Gurney no tenía estómago para hacerlo, y Madeleine jamás se lo habría permitido.
Volvió a poner el coche en marcha. Ya estaba a punto de subir por el sendero de hierba hasta la granja cuando un destello le llamó la atención. Era en una de las ventanas del granero: un punto de luz brillante. Lo primero que pensó fue que la bombilla del granero había quedado encendida; quizá Madeleine había olvidado apagarla cuando había dado de comer a las gallinas por última vez. Pero aquella bombilla era poco potente y arrojaba un tenue resplandor amarillento, mientras que esta luz de la ventana era blanca e intensa. Mientras la observaba, aumentó de intensidad.
Gurney apagó los faros. Tras unos segundos de perplejidad, cogió del asiento del copiloto la pesada linterna metálica de Hardwick, aunque sin encenderla, se bajó del coche y caminó hacia el granero, guiado en la oscuridad por aquel extraño punto de luz, que parecía moverse al mismo tiempo que él.
Se le puso la carne de gallina al darse cuenta de que la luz… no procedía del granero. Era un reflejo: un reflejo en la ventana de una luz a su espalda. Se volvió rápidamente. Ahí estaba: una luz potente brillando a través de la línea de árboles que coronaban la cumbre de detrás del estanque. Lo primero que pensó fue que era un foco alógeno de un quad.
Detrás, en el granero, quizá como reacción ante aquel destello, el gallo cacareó.
Gurney se volvió otra vez hacia la cumbre y observó aquella luz que iba ganando intensidad por detrás de los árboles. Y entonces, por fin, le resultó obvio. Como tenía que habérselo parecido desde el primer momento. No había ningún misterio. No era ningún vehículo explorando los bosques de las cumbres. Nada fuera de lo común. Simplemente era la luna llena elevándose en un cielo despejado.
Se sintió como un idiota.
Entonces sonó su móvil.
Era Madeleine.
—¿Eres tú el que está ahí abajo, en el granero?
—Sí, soy yo.
—Acaban de llamarte por teléfono. ¿Vienes hacia aquí? —Su voz sonaba muy fría.
—Sí, solo estaba mirando una cosa. ¿Quién era?
—Alyssa.
—¿Cómo?
—Una mujer llamada Alyssa.
—¿No te ha dicho el apellido?
—Se lo he preguntado. Me ha dicho que probablemente tú ya sabrías su apellido, y que, si no lo sabías, no tendría demasiado sentido hablar contigo. Parecía colocada. O loca.
—¿Te ha dado su número?
—Sí, lo tengo aquí.
—Subo ahora mismo.
Al cabo de un par minutos, a las 22:12, estaba en la cocina marcando el número en su móvil.
Madeleine, de pie frente al fregadero, con su pijama de verano rosa y amarillo, se había puesto a guardar los cubiertos que habían quedado en el escurridor.
Al tercer timbrazo, Gurney oyó que respondía una voz ronca y delicada a la vez.
—¿Podría ser el detective Gurney, devolviéndome la llamada?
—¿Alyssa?
—La única e incomparable.
—¿Alyssa Spalter?
—Alyssa Spalter, a la que plantaron en el altar, vestida con un collar de esmaltes. —Sonaba como una niña de doce años que hubiera saqueado el mueble bar de sus padres.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Quiere hacer algo por mí?
—Ha llamado aquí hace un rato. ¿Qué quiere?
—Quiero ayudar. Es lo único que quiero.
—¿Cómo pretende ayudar?
—¿Quiere saber quién mató a Cock Robin?
—¿Cómo?
—¿En cuántos asesinatos está metido?
—¿Se refiere a su padre?
—¿Qué creía, si no?
—¿Sabe quién mató a su padre?
—¿Al rey Carl? Claro que lo sé.
—Dígamelo.
—Por teléfono no.
—¿Por qué no?
—Venga a verme y se lo diré.
—Deme un nombre.
—Le pondré un nombre. Pero cuando le conozca mejor. Me gusta ponerles nombres especiales a todos mis novios. Bueno, ¿cuando voy a conocerle?
Gurney no dijo nada.
—¿Sigue ahí? —Su voz pasaba continuamente de la claridad a la embriaguez.
—Aquí estoy.
—Ah. Ese es el problema. Que tiene que venir aquí.
—Alyssa…, una de dos: o sabe algo útil, o no. O piensa decirme de qué se trata, o no. Usted decide. Pero decídase ya.
—Lo sé todo.
—Muy bien. Cuénteme.
—Ni hablar. El teléfono podría estar intervenido. Vivimos en un mundo espeluznante. Lo tienen todo intervenido. Tararí, tarará. Pero usted es detective, así que eso ya lo sabe. Apuesto a que incluso sabe dónde vivo.
Gurney no dijo nada.
—Apuesto a que sabe dónde vivo, ¿cierto?
Siguió sin decir nada.
—Sí, apuesto a que lo sabe.
—¿Alyssa? Escúcheme. Si quiere decirme…
Ella lo interrumpió con un tono de seducción exagerado que habría resultado cómico en otras circunstancias.
—Bueno…, yo estaré aquí toda la noche. Y mañana todo el día. Venga en cuanto pueda. Por favor. Lo estaré esperando. Esperándolo solo a usted.
La llamada se cortó.
Gurney dejó el teléfono y miró a Madeleine. Ella examinó uno de los tenedores que se disponía a guardar en el cajón de los cubiertos; arrugó el ceño, abrió el grifo del fregadero y empezó a restregarlo. Luego lo escurrió, lo secó y volvió a examinarlo. Por fin satisfecha, lo colocó en el cajón.
—Me parece que tenías razón —dijo Gurney.
Ella volvió a fruncir el ceño, pero ahora mirándolo.
—¿En qué?
—En que esa joven está colocada o está loca.
Madeleine sonrió fríamente.
—¿Qué quiere?
—Buena pregunta.
—¿Qué dice que quiere?
—Quiere verme. Contarme quién mató a su padre.
—¿A Carl Spalter?
—Sí.
—¿Vas a ir a verla?
—Quizá. —Hizo una pausa para pensar—. Probablemente.
—¿Adónde?
—A su casa. La casa familiar de Venus Lake. En las afueras de Long Falls.
—Venus… ¿como la diosa del amor?
—Supongo.
—¿Como las enfermedades venéreas?
—Sí, supongo.
—Bonito nombre para un lago. —Hizo una pausa—. Has dicho «la casa familiar». Su padre está muerto, y su madrastra, en la cárcel. ¿Quién más hay en la familia?
—Que yo sepa, nadie más. Alyssa es hija única.
—Menuda hija. ¿Piensas ir solo?
—Sí y no.
Ella lo miró con curiosidad.
—Quizá con algún dispositivo electrónico sencillo.
—¿Quieres decir que vas a llevar un micrófono?
—No como en la tele, con una furgoneta aparcada en la esquina llena de cerebritos informáticos y de aparatos por satélite. Estoy pensando en una alternativa de tecnología más elemental. ¿Mañana estarás en casa o en la clínica?
—Trabajo por la tarde. Pasaré aquí la mayor parte de la mañana. ¿Por qué?
—Se me ocurre lo siguiente: al llegar a Venus Lake, antes de entrar en la casa, podría llamar con el móvil a nuestra línea fija. Cuando tú descuelgues y confirmes que soy yo, conecta la grabadora. El móvil me lo guardaré encendido en el bolsillo de la camisa. Quizá no lo transmita todo con perfecta claridad, pero me proporcionará un registro de lo que hablemos durante nuestro encuentro, que podría resultarme útil más adelante.
Madeleine lo miró con escepticismo.
—Eso está muy bien para después, para probar lo que quieras probar, pero… no constituye precisamente una medida de protección mientras estés allí. De los dos minutos que he hablado por teléfono con Alyssa, he sacado la impresión de que tal vez esté loca. Peligrosamente loca.
—Sí, ya lo sé. Pero…
Ella lo interrumpió.
—No me hables de la cantidad de locos peligrosos con los que tuviste que lidiar cuando estabas en la ciudad. Eso era entonces, y esto es ahora. —Hizo una pausa, como dudando de esa distinción entre el entonces y el ahora—. ¿Qué sabes sobre esa chica?
Él lo pensó. Hardwick había dicho más que suficiente sobre Alyssa. Pero cuánto de todo eso sería cierto era ya otra cosa.
—¿Qué sé acerca de ella con seguridad? Casi nada. Su madrastra afirma que es una drogadicta y una mentirosa. Tal vez haya tenido relaciones sexuales con su padre. Tal vez las haya tenido con Mick Klemper para influir en el desenlace de la investigación. Tal vez haya contribuido a incriminar a su madrastra. Tal vez estuviese colocada al hablar conmigo por teléfono. O tal vez, vete a saber por qué, estuviera interpretando una comedia estrafalaria.
—¿Sabes algo de ella de lo que no te quepa la menor duda?
—Me temo que no.
—Bueno…, la decisión es tuya —dijo Madeleine, cerrando el cajón con un poquito más de energía de lo normal—. Pero yo creo que ir a su casa tú solo es una pésima idea.
—No lo haría si no pudiéramos montar ese sistema con el teléfono, para protegerme.
Madeleine asintió casi imperceptiblemente, arreglándoselas para transmitir con ese gesto contenido un mensaje más que claro: «Es demasiado arriesgado, pero ya sé que no puedo detenerte».
Luego añadió otra cosa en voz alta:
—¿Ya has concertado esa cita?
Gurney comprendió que ella había cambiado de tema, y que ese cambio en sí mismo estaba cargado de significado: un significado que fingió no captar.
—¿Qué cita?
Madeleine, junto al fregadero, con las manos apoyadas en el borde, lo miró con expresión paciente e incrédula.
—¿Te refieres a Malcolm Claret? —preguntó él.
—Sí. ¿A quién si no?
Él meneó la cabeza con un gesto de impotencia.
—Solo puedo mantener a la vez un número limitado de cosas en mi cabeza.
—¿A qué hora saldrás mañana?
Gurney percibió otro cambio de dirección.
—¿Hacia Venus Lake? A las nueve, o así. Dudo que la señorita Alyssa se levante muy temprano. ¿Por qué?
—Quiero avanzar con lo del gallinero. Pensaba que, si tuvieras unos minutos, quizá podrías explicarme los pasos siguientes para que me ponga con ello, aunque sea poco tiempo, antes de irme a la clínica. Se supone que va a hacer buen tiempo.
Gurney suspiró. Intentó concentrarse en el proyecto del gallinero —la estructura básica, hasta dónde habían llegado con las mediciones, los materiales que hacía falta comprar, cuál era el siguiente paso—, pero no lograba que su mente se centrara en aquello. Era como si la cuestión Spalter y la cuestión de las gallinas requiriesen dos cerebros diferentes. Y, además, estaba la cuestión Hardwick. Cada vez que volvía a pensarlo, lamentaba haber hecho lo que él le había pedido.
Le prometió a Madeleine que más tarde se ocuparía del asunto del gallinero; fue al estudio y marcó el número de Hardwick.
Como era de esperar, aunque resultara frustrante, saltó directamente el buzón de voz: «Hardwick, deja un mensaje».
—Eh, Jack. ¿Qué pasa por ahí? ¿Dónde andas? Dime algo. Por favor.
Al final, dándose cuenta de que estaba extenuado, fue a acostarse junto a Madeleine. El sueño, sin embargo, cuando por fin llegó, apenas resultó reparador. Su mente parecía atascada en uno de esos banales y febriles círculos viciosos. Una y otra vez volvían a su mente, de las formas más enrevesadas imaginables, el número de teléfono de su amigo y la frase: «Hardwick, deja un mensaje».