26. No una puta partida de ajedrez

Al llegar al final del camino que llevaba a su propiedad, Gurney vio sorprendido que había un gran todoterreno negro aparcado junto al granero. Bajó la ventanilla a la altura del buzón y comprobó que Madeleine ya lo había vaciado. Luego avanzó despacio hacia el reluciente Escalade, se detuvo frente a él y bajó de nuevo el cristal.

Justo entonces se abrió la puerta del todoterreno y se apeó un hombre con la complexión musculosa de un defensa de fútbol. Tenía el pelo entrecano cortado al rape, unos ojos hostiles inyectados en sangre y una sonrisa que parecía un rictus.

—¿Señor Gurney?

Él le devolvió la sonrisa postiza.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Me llamo Mick Klemper. ¿Le dice algo mi nombre?

—¿El investigador jefe del caso Spalter?

—Exacto. —Sacó su cartera y la abrió, mostrando su identificación del Departamento de Investigación Criminal. En la foto de la tarjeta plastificada, aparecía más joven y con todo el aspecto de un matón descerebrado de la mafia irlandesa.

—¿Qué ha venido a hacer aquí?

Klemper pestañeó una vez y su sonrisa flaqueó.

—Tenemos que hablar. Antes de que este asunto en el que se ha metido se le vaya de las manos.

—¿Qué asunto?

—Esa patraña de Bincher. ¿Usted sabe quién es ese tipo?

—¿Qué es lo que tengo que saber?

—¿Sabe la clase de cabronazo que es?

Gurney reflexionó un momento.

—¿Le ha enviado alguien… o ha sido idea suya venir aquí?

—Pretendo hacerle un favor. ¿Podemos hablar?

—Claro. Hable.

—Amigablemente, quiero decir. Dando por supuesto que estamos del mismo lado.

Los ojos del tipo irradiaban peligro. La curiosidad de Gurney, sin embargo, se impuso a la cautela. Apagó el motor y se bajó del coche.

—¿Qué es lo que quiere decirme?

—Ese abogado judío para el que trabaja ha hecho carrera ensuciando la reputación de un policía tras otro. ¿Está al corriente? —Klemper apestaba a pastillas de menta, lo cual apenas disimulaba una agria vaharada a alcohol.

—Yo no trabajo para nadie.

—No fue eso lo que dijo Bincher en televisión.

—No soy responsable de lo que él dijera.

—Entonces, ¿miente ese cabronazo judío?

Gurney sonrió mientras desplazaba los pies y se colocaba en una posición mejor para defenderse, si llegaba el caso.

—¿Qué tal si volvemos a situarnos del mismo lado?

—¿Cómo?

—Ha dicho que quería hablar amigablemente.

—Mi amigable observación es que Lex Bincher gana dinero hurgando en insignificantes fallos técnicos que le sirven para mantener en la calle a sus despreciables clientes. ¿Ha visto la casa que tiene el cabrón en Cooperstown? Es la más grande del lago, y cada centavo procede de esos traficantes a los que ha librado de la cárcel con un tecnicismo de mierda tras otro. ¿Está al corriente de toda esta mierda?

—A mí no me importa Lex Bincher. Me importa el caso Spalter.

—Bien, de acuerdo, hablemos de eso. Kay Spalter mató a su marido. Le pegó un tiro en la puta cabeza. Fue juzgada, condenada y sentenciada. Kay Spalter es una hija de puta mentirosa y criminal, y está cumpliendo la sentencia que se merece. Solo que ese repulsivo amigo judío que tiene usted está tratando de sacarla de la cárcel con cuestiones procesales…

Gurney lo interrumpió.

—Klemper. Hágame un favor. No me interesan sus problemas con los judíos. Si quiere hablar del caso Spalter, hablemos.

Un destello de odio cruzó el rostro del tipo. Gurney creyó por un momento que la confrontación iba a dar un giro completamente brutal. Cerró el puño derecho con disimulo y afirmó bien los pies en el suelo. Pero Klemper se limitó a exhibir su vacua sonrisa y a menear la cabeza.

—Muy bien. Lo que le digo es esto: es imposible que ella salga libre con un puto tecnicismo. Usted, con su historial, debería pensar mejor lo que hace. ¿Por qué demonios pretende sacar de la cárcel a una basura como esa?

Gurney se encogió de hombros y preguntó con calma.

—¿Se fijó en el problema de la farola?

—¿De qué me está hablando?

—De la farola que hacía imposible efectuar un disparo limpio desde el apartamento.

Si Klemper pretendía fingir ignorancia, su pensativa tardanza en responder le traicionó.

—No era imposible. Sucedió.

—¿Cómo?

—Muy fácil: si la víctima no estaba exactamente en el punto donde dijeron algunos testigos que estaba, y si el arma no fue disparada exactamente desde el punto en el que apareció.

—¿Quiere decir… si Carl se encontraba al menos a tres metros de donde todo el mundo lo vio al recibir el disparo, y si el tirador se hubiera subido a una escalera?

—Es posible.

—¿Y qué pasó con la escalera?

—Tal vez ella se subió a una silla.

—¿Para efectuar un disparo a la cabeza a quinientos metros? ¿Con un trípode de dos kilos colgando del rifle?

—¿Quién demonios va a saberlo? El hecho es que Kay Spalter fue vista en el edificio, precisamente en ese apartamento. Tenemos un testigo ocular. Tenemos huellas de pisadas de un zapato de su número en ese apartamento. Tenemos residuos de pólvora en ese apartamento. —Hizo una pausa y miró a Gurney con aire astuto—. ¿Quién demonios le ha dicho que había un trípode de dos kilos?

—Eso no importa. Lo importante es que hay contradicciones en el escenario del disparo. ¿Fue por eso por lo que se deshizo del vídeo de seguridad de la tienda de electrónica?

De nuevo, Klemper vaciló un segundo de más.

—¿Qué vídeo?

Gurney hizo caso omiso de la pregunta.

—Encontrar una prueba que no encaja en tu esquema implica que tu esquema es erróneo. Deshacerse de la prueba suele generar un problema más grave al final del camino. Como el que usted tiene ahora. ¿Qué había en el vídeo?

Klemper no respondió. Los músculos de su mandíbula se estaban tensando por momentos.

Gurney continuó.

—Permítame una hipótesis osada. El vídeo mostraba a Carl recibiendo el impacto en un punto imposible de cuadrar con la línea de visión que ofrecía el apartamento. ¿Me equivoco?

Klemper no dijo nada.

—Y hay otro pequeño inconveniente. El tirador fue visto en ese edificio, estudiando el terreno, tres días antes de la muerte de Mary Spalter.

Klemper parpadeó, pero no dijo nada.

Gurney prosiguió.

—La persona que su testigo en el juicio identificó como Kay Spalter era realmente un hombre, según un segundo testigo. Y ese mismo hombre fue captado en un vídeo cerca de la residencia de Mary Spalter dos horas antes de que apareciera muerta.

—¿De dónde sale toda esta basura?

Gurney ignoró la pregunta.

—Da la impresión de que el tirador era un asesino profesional con un doble objetivo: la madre y el hijo. ¿Se le ocurre alguna idea al respecto, Mick?

Klemper sufrió una contracción nerviosa en la mejilla. Sin decir nada, se volvió y deambuló lentamente por el terreno despejado frente al granero. Al llegar al buzón, en la cuneta del camino, contempló unos momentos el estanque; luego dio media vuelta y regresó.

Se detuvo delante de Gurney.

—Le voy a decir lo que pienso. Pienso que nada de todo esto significa una puta mierda. Un testigo dice que era una mujer, otro dice que era un hombre. Pasa todos los días. Los testigos oculares cometen errores, se contradicen entre ellos. ¿Y qué? Vaya cosa. Freddie identificó a la esposa en una rueda de reconocimiento. Otro colgado adicto a la coca no la reconoció. ¿Y qué? Seguramente en ese tugurio apestoso debe de haber alguien que cree que esa zorra era una alienígena. ¿Y qué coño importa? Alguien cree que vio a la misma persona en otra parte. Quizá no tienen ni puñetera idea. Pero supongamos que dicen la verdad. ¿No se ha enterado por casualidad de que la muy zorra odiaba a su suegra aún más de lo que odiaba al marido al que liquidó? Eso no lo sabía, ¿verdad? Así que tal vez lo que tendríamos que haber hecho es encarcelar a esa zorra de mierda por dos asesinatos, en lugar de solo por uno. —Una saliva pastosa se le iba acumulando en las comisuras de los labios.

Gurney respondió con calma.

—Tengo el vídeo de seguridad de Emmerling Oaks donde se ve al individuo que probablemente mató a Mary Spalter. Ese individuo no es Kay Spalter, con toda seguridad. Y un testigo que ha visto el vídeo asegura que dicha persona estuvo en el edificio de Axton Avenue a la hora en que dispararon a Carl.

—¿Y qué coño importa? Aunque fuera un profesional, aunque se tratara de un doble encargo, eso no exonera a esa zorra. Solo significa que pagó para que lo hicieran, en vez de encargarse ella misma. Muy bien. Así que no apretó el gatillo con su propio dedito; así que contrató a un asesino a sueldo, tal como ya había intentado con Jimmy Flats. —Klemper pareció excitarse repentinamente—. ¿Sabe?, me encanta su nueva teoría, Gurney. Encaja con el intento de esa zorra de contratar a Flats para que se cargase a su marido, y con el intento de convencer a su novio para que lo hiciera él. Lo deja todo aún mejor ligado y aprieta el nudo alrededor de su cuello. —Miró a Gurney con una sonrisa triunfal—. ¿Qué tiene que decir ahora?

—Es importante quién apretó el gatillo. Es importante si las identificaciones de los testigos son correctas o equivocadas. Es importante si los testigos del juicio son honestos o perjuros. Es importante si el vídeo que usted hizo desaparecer apoya o desmonta el escenario del disparo.

—¿Estas son las mierdas que le importan? —Klemper se sorbió un grumo de mocos de la nariz y lo escupió en el suelo—. Me esperaba más de usted.

—¿Más… de qué?

—He venido aquí porque he descubierto que trabajó en Homicidios durante veinticinco años, en el Departamento de Policía de Nueva York. Veinticinco años en la Ciudad de las Cloacas. Me imaginaba que alguien que se ha pasado veinticinco años enfrentándose con todos los bichos asquerosos que salen chapoteando de la mierda sería capaz de entender la realidad.

—¿De qué realidad me habla?

—Le hablo de que, a la hora de la verdad, la justicia importa más que las normas. Le hablo de que esto es una guerra, no una puta partida de ajedrez. Héroes contra villanos. Cuando el enemigo se acerca, al muy cabrón hay que pararlo como sea. No detienes una bala esgrimiendo un puto manual de normas.

—Suponga que se equivoca.

—¿Que me equivoco, en qué?

—Suponga que la muerte de Carl Spalter no tuvo nada que ver con su esposa. Suponga que su hermano hizo que le dispararan para adueñarse de Spalter Realty. O que la mafia hizo que le dispararan porque decidió que no le gustaba como gobernador, después de todo. O que su hija hizo que le dispararan porque quería heredar su dinero. O que el amante de su esposa hizo que le dispararan porque…

Klemper lo interrumpió, completamente congestionado.

—Eso es una idiotez como una casa. Kay Spalter es una ramera intrigante, maligna y criminal. Y si hay un poco de justicia en este jodido mundo, morirá en la cárcel con los sesos esparcidos por el suelo. Fin de la historia. —Las gotitas de saliva que se acumulaban en sus labios volaban en todas direcciones.

Gurney asintió, pensativo.

—Quizá tenga razón. —Era su repuesta favorita universal: para los afables y los furiosos, para los cuerdos y los locos. Continuó con calma—. Dígame una cosa: ¿introdujo el modus operandi del tirador en la base de datos ViCAP?

Klemper lo miró parpadeando varias veces, como si así fuera a comprender mejor la pregunta.

—¿Para qué demonios lo quiere saber?

Gurney se encogió de hombros.

—Solo me lo preguntaba. Hay algunos elementos característicos en el método del tirador. Sería interesante comprobar si se han observado en otras ocasiones.

—Usted ha perdido el juicio. —Klemper empezó a retroceder.

—Quizá tenga razón. Pero si decide comprobar el modus operandi, hay otro aspecto que le convendría investigar. ¿Ha oído hablar de un gánster griego del norte del estado llamado Fat Gus Gurikos?

—¿Gurikos? —Ahora Klemper parecía sinceramente perplejo—. ¿Qué tiene él que ver con esto?

—Carl le pidió a Gus que se encargara de eliminar a alguien. Y a Gus, casualmente, se lo cargaron el mismo día que a Carl, dos días después que a la señora Spalter, la madre de Carl. O sea, que tal vez estemos hablando de un triple golpe.

Klemper frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Yo, en su lugar, lo investigaría. Me han dicho que la Unidad contra el Crimen Organizado mantuvo en secreto el asunto Gurikos. Pero si hubiera una conexión con el caso Spalter usted debería tener derecho a conocer los detalles.

Klemper meneó la cabeza de forma repetida, con un aire de no querer seguir allí ni un minuto más. Dio media vuelta bruscamente. Cuando ya estaba subiendo a su enorme todoterreno, advirtió que el Outback de Gurney le cerraba el paso.

—¿Quiere quitar ese cacharro de mi camino? —gruñó. Era una orden, no una petición.

Él movió el coche y Klemper se alejó sin mirarlo, casi rozando el buzón al doblar y descender por la cuesta.

Fue entonces cuando Gurney vio a Madeleine en la esquina del granero, y, un poco más allá, al gallo y las tres gallinas. Los cuatro animales estaban de pie, en silencio, sumidos en una extraña inmovilidad. Tenían la cabeza ladeada, como pendientes de algo que se acercaba y que aún no podían identificar.