Gurney habló con Hardwick como tenía previsto, dejando de lado todas las críticas al estilo de Bincher. A fin de cuentas, iba a reunirse a las dos de la tarde con Donny Angel en un restaurante de Long Falls —un encuentro que podía cambiarlo todo—, y el motivo había sido obviamente la aparición de Bincher en aquel programa.
Tras escuchar el resumen de Gurney de la llamada de Donny Angel, Hardwick le preguntó sin mucho entusiasmo si necesitaba refuerzos o si quería llevar encima un micrófono, por si las cosas llegaban a torcerse en el restaurante.
Gurney rechazó ambas ofertas.
—Él dará por supuesta la posibilidad de que yo cuente con refuerzos, y la suposición resulta tan eficaz como la realidad. En cuanto al micrófono, también lo dará por supuesto y tomará las precauciones necesarias.
—¿Tienes idea de qué se propone?
—Solo sé que le molesta la orientación que cree que estamos tomando y que quiere corregirla.
Hardwick carraspeó.
—Un motivo obvio de inquietud para él sería la insinuación de Lex de que Carl podría haber sido eliminado a causa de un enfrentamiento con algún miembro de la mafia.
—Hablando de eso, la manera que tiene Bincher de abordar el caso me parece que escapa un poco de tu lema machacón de «centrarse-centrarse-y-centrarse».
—Vete a la mierda, Sherlock. Te estás resistiendo a propósito a captar la idea. Y la idea es que Lex quiere sacar a relucir posibilidades que Klemper debería haber investigado y no investigó. Todo lo que dijo Lex anoche apunta a una investigación deshonesta, incompetente y prejuiciosa. Nada más. Ese es el núcleo de la apelación. No está diciendo que tú deberías ponerte a hurgar entre toda la mierda que él señala con el dedo, joder, sino solo que Klemper no hurgó como debía.
—Está bien, Jack. Cambiemos de tema. Tu amiga del DIC, Esti Moreno…, ¿podría echar un vistazo al informe de la autopsia de Mary Spalter?
La voz de Hardwick volvió a tensarse.
—¿Qué esperas que diga ese informe?
—Dirá que la causa de la muerte es compatible con una caída accidental. Pero apuesto a que la descripción de los daños en los huesos y los tejidos es compatible también con las contusiones traumáticas que podrían esperarse si alguien la hubiera agarrado del pelo y le hubiera aporreado la cabeza contra el borde de la bañera.
—Lo cual no demostrará que no se trató de una mala caída. ¿Y entonces… qué?
—Entonces seguiré tirando del hilo.
Al finalizar la llamada, miró el reloj y vio que tenía un par de horas libres antes de salir hacia Long Falls. Como sentía que ya iba siendo hora de iniciar el proyecto del corral, se puso unas botas de goma de jardinería y salió por la puerta lateral hacia la zona que había empezado a medir el día anterior.
Le sorprendió encontrar allí a Madeleine, sujetando la cinta métrica. Había enganchado un extremo en el murete de contención del plantel de espárragos y estaba retrocediendo muy despacio hacia el manzano. Cuando ya casi había llegado, el extremo se soltó y la cinta se deslizó rápidamente por el suelo, enrollándose dentro del estuche que ella sostenía.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Es la tercera vez que me pasa.
Gurney se acercó, cogió el extremo de la cinta y la estiró otra vez hasta el murete del plantel.
—¿Es aquí donde la quieres? —preguntó.
Ella asintió, aliviada.
—Gracias.
Durante la hora y media siguiente, Gurney colaboró en las mediciones del gallinero y el corral, ayudó a clavar las estacas de las esquinas y se encargó de ajustar las diagonales. Solo una vez, en el transcurso de estas tareas, cuestionó una de las decisiones de Madeleine. Fue cuando ella trazó la posición del corral de tal manera que un gran arbusto de forsitia quedaba por dentro y no por fuera de la valla. A él le parecía un error permitir que el arbusto se comiera un trozo tan grande del espacio vallado. Pero ella dijo que a las gallinas les gustaría tener un arbusto en el corral, porque, aunque les encantaba estar al aire libre, también les gustaba el cobijo de una buena sombra. Las hacía sentir seguras.
Mientras ella se lo explicaba, Gurney percibió hasta qué punto le importaba todo aquello. Le daba un poco de envidia esa extraordinaria capacidad suya para concentrarse y poner un infinito cuidado en lo que tuviera delante. Eran muchas cosas diferentes las que parecían importarle. Se le ocurrió la idea más bien tonta en apariencia de que tal vez lo que importaba en la vida era que las cosas te importaran: cuantas más cosas, mejor. Había algo casi surrealista en ese pensamiento, lo que atribuyó en parte al extraño clima reinante. Hacía demasiado fresco para ser agosto; había una neblina otoñal en el aire, y de la hierba húmeda ascendía una fragancia a tierra. Eso hacía que todo lo que estaba sucediendo en ese momento fugaz pareciera tener más que ver con un sueño vaporoso que con la realidad, tan llena de aristas, de la vida cotidiana.
El Aegean Odyssey, el restaurante donde iba a reunirse con Adonis, Donny Angel, Angelidis, se encontraba en Axton Avenue, a menos de tres manzanas del bloque en el que se había centrado la investigación. El trayecto de dos horas desde Walnut Crossing había transcurrido sin novedad. Buscar aparcamiento, como en su visita anterior, no constituyó ningún problema. Encontró un hueco libre a cinco metros de la puerta del restaurante. Había llegado a la hora exacta: las dos en punto.
El interior del local estaba silencioso y casi desierto. Solo tres de las veintitantas mesas estaban ocupadas por parejas muy calladas. La decoración abundaba en los típicos azules y blancos griegos. Las paredes estaban realzadas con azulejos de cerámica de vivos colores. Había en el aire un aroma combinado a orégano, mejorana, cordero asado y café fuerte.
Un joven camarero de ojos oscuros se le acercó.
—¿Puedo ayudarle?
—Me llamo Gurney. He quedado con el señor Angelidis.
—Claro. Por favor.
El joven lo guio hasta la parte trasera del local, se hizo a un lado y le indicó un reservado que tenía cabida para seis personas, pero donde había un solo ocupante: un hombre corpulento de cabeza abultada y pelo áspero y gris.
Tenía la nariz chata y torcida, como un boxeador. Sus recios hombros indicaban que había sido un hombre vigoroso; tal vez aún lo era. Su rostro estaba marcado por profundos surcos de amargura y desconfianza. Tenía en la mano un grueso fajo de billetes, y los iba contando y colocando en un pulcro montón sobre la mesa. En la muñeca llevaba un Rolex de oro. Alzó la vista. Su boca se ensanchó en una sonrisa sin perder un ápice de su amargura.
—Gracias por venir. Soy Adonis Angelidis. —Su voz era grave y ronca, como si tuviera callos en las cuerdas vocales después de toda una vida pegando gritos—. Perdone que no me levante para recibirle, señor Gurney. La espalda… no la tengo demasiado bien. Siéntese, por favor. —Pese a su ronquera, articulaba con una extraña precisión, como si fuera eligiendo con todo cuidado cada sílaba.
Gurney tomó asiento frente a él. Había una serie de platos de comida sobre la mesa.
—La cocina está cerrada hoy, pero les he pedido que preparasen expresamente algunas cosas para que pudiera usted escoger. Todo muy bueno. ¿Conoce la comida griega?
—Musaka, souvlaki, baklava. Nada más.
—Ah, bueno. Permítame que le explique.
Dejó el fajo de billetes sobre la mesa y empezó a señalar y describir con detalle el contenido de cada plato: spanakopita, salata melitzanes, kalamaria tiganita, arni yahni, garithes me feta. Había también un cuenco de aceitunas curadas, una cesta de pan crujiente cortado en rodajas y una fuente de higos frescos.
—Le invito a servirse lo que le apetezca, o a tomar un poco de cada. Todo muy bueno.
—Gracias. Voy a probar un higo. —Gurney cogió uno y le dio un mordisco.
Angelidis lo observó con interés.
Gurney asintió, admirado.
—Tiene razón. Son muy buenos.
—Por supuesto. Tómeselo con calma. Relájese. Hablaremos cuando esté listo.
—Podemos hablar ahora.
—Muy bien. He de preguntarle una cosa. Me han hablado de usted. Me han dicho que es un experto en asesinatos. ¿Es así? Quiero decir, en resolver asesinatos, no en cometerlos. —Sus labios sonrieron de nuevo; sus ojos de gruesos párpados permanecían vigilantes—. ¿Es eso lo que le interesa?
—Sí.
—Bien. Nada que ver con esas chorradas de la Unidad contra el Crimen Organizado, ¿no?
—Mi interés principal es el homicidio. Procuro no dejarme distraer por otras cuestiones.
—Bien. Muy bien. Tal vez tengamos un terreno común. Un terreno para colaborar. ¿No cree, señor Gurney?
—Eso espero.
—Bueno. ¿Usted quiere información sobre Carl?
—Sí.
—¿Conoce la tragedia griega?
—¿Cómo dice?
—Sófocles. ¿Conoce a Sófocles?
—Hasta cierto punto. Solo lo que recuerdo de la universidad.
Angelidis se echó hacia delante, apoyando sus pesados antebrazos en la mesa.
—La tragedia griega tenía una idea simple. Una gran verdad: la fuerza de un hombre es también su debilidad. Es una idea extraordinariamente brillante. ¿Está de acuerdo?
—Imagino que podría ser verdad.
—Bien. Porque esa verdad es la que mató a Carl. —Hizo una pausa, mirando a Gurney a los ojos, con intensidad—. Debe de preguntarse de qué demonios estoy hablando, ¿no?
Gurney no dijo nada; le dio al higo otro mordisco, sosteniéndole la mirada a Angelidis, y aguardó.
—Es una cosa muy simple. Trágica. La gran fuerza de Carl era su rapidez mental para llegar a una conclusión y su decisión para actuar. ¿Entiende lo que digo? Muy rápido, sin temor. Una gran fuerza. Un hombre así consigue muchas cosas, grandes cosas. Pero su fuerza era también su debilidad. ¿Por qué? Porque esa gran fuerza no tiene paciencia. Esa fuerza ha de eliminar de inmediato los obstáculos. ¿Entiende?
—Carl quería algo. Alguien se interpuso. ¿Qué ocurrió entonces?
—Decidió, claro, eliminar el obstáculo. Era su modo de actuar.
—¿Qué hizo?
—Oí que quería contratar a alguien, a través de cierto individuo, para que el obstáculo fuera eliminado. Yo le dije que debía esperar, avanzar paso a paso. Le pregunté si podía hacer algo por él. Se lo pregunté como lo haría un padre a un hijo. Él me dijo que no, que el problema quedaba fuera de mi… terreno profesional… y que no debía involucrarme.
—¿Me está diciendo que quería hacer que mataran a alguien, pero que no deseaba que se encargara usted?
—Según los rumores, fue a ver a un hombre que organiza ese tipo de cosas.
—¿Ese hombre tiene nombre?
—Gus Gurikos.
—¿Un profesional?
—Un representante. Un agente. ¿Comprende? Usted le dice a Fat Gus lo que quiere, acuerda el precio, le proporciona la información que necesita y él se ocupa del asunto a partir de ahí. Usted ya no ha de preocuparse más. Él lo organiza todo, contrata al mejor profesional; usted no tiene que saber nada. Mejor así. Hay muchas historias divertidas sobre Fat Gus. Algún día se las contaré.
Gurney ya había oído suficientes historias divertidas sobre tipos de la mafia.
—Así que Carl Spalter pagó a Fat Gus para que contratase a un profesional apropiado que se ocupara de quitar de en medio a quien se interponía en su camino.
—Es lo que dicen los rumores.
—Muy interesante, señor Angelidis. ¿Cómo acaba la historia?
—Carl fue demasiado rápido. Y Fat Gus no lo bastante rápido.
—¿Qué quiere decir?
—Solo puede haber ocurrido una cosa. El tipo al que Carl tenía tanta prisa en eliminar debió de averiguar lo que tramaba antes de que Gus le pasara el encargo al profesional. Y pasó a la acción primero. Un golpe preventivo, ¿entiende? Se libró de Carl antes de que Carl se librara de él.
—¿Qué dice su amigo Gus sobre el asunto?
—Gus no dice una mierda. No puede decir una mierda. Gus fue eliminado también ese viernes: el mismo día que Carl.
Aquello sí que era una noticia.
—¿Me está diciendo que el objetivo descubrió que Carl había contratado a Gus para eliminarlo y, que antes de que Gus pudiera organizarlo, se revolvió y se los cargó a los dos?
—Bingo. Golpe preventivo.
Gurney asintió lentamente. Era una posibilidad, desde luego. Le dio otro mordisco al higo.
Angelidis continuó con cierto entusiasmo.
—Esto vuelve muy sencilla su tarea. Averigüe a quién quería eliminar Carl y sabrá quién se revolvió y se cargó a Carl.
—¿Tiene alguna idea de quién podría ser?
—No. Esto es importante que le quede claro. Así que escúcheme bien ahora. Lo que le pasó a Carl no tiene nada que ver conmigo. Nada que ver con mis intereses profesionales.
—¿Cómo lo sabe?
—Yo conocía bien a Carl. Si hubiese sido algo de lo que yo podía ocuparme, él habría acudido a mí. La cuestión es que recurrió a Fat Gus. O sea, que para él era una cosa personal; no tenía nada que ver conmigo. Nada que ver con mis negocios.
—¿Fat Gus no trabajaba para usted?
—Fat Gus no trabajaba para nadie. Era independiente. Prestaba sus servicios a varios clientes. Es mejor así.
—Entonces…, ¿no tiene ni idea de quién…?
—Ni idea. —Angelidis miró a Gurney a los ojos largo rato—. Si lo supiera, se lo diría.
—¿Por qué me lo diría?
—El que se cargó a Carl jodió bien jodidos todos mis asuntos. No me gusta que nadie venga a joderme mis asuntos. Porque entonces me entran ganas de joderle los suyos. ¿Entiende?
Gurney sonrió.
—Ojo por ojo, diente por diente, ¿no?
La expresión de Angelidis se endureció.
—¿Qué coño se supone que quiere decir eso?
La pregunta y su intensidad pillaron a Gurney de sorpresa.
—Es un versículo de la Biblia, una manera de obtener justicia igualando…
—Ya conozco el puto proverbio. Pero ¿por qué lo ha dicho?
—Usted me ha preguntado si entendía el deseo que sentía de ajustar cuentas con quien mató a Carl y a Gus.
El tipo pareció reflexionar.
—¿Usted no sabe nada del asesinato de Gus?
—No. ¿Por qué?
Él se quedó callado unos segundos, mirando atentamente a Gurney.
—Una mierda muy morbosa. ¿No se enteró de nada?
—Nada de nada. No sabía que ese hombre existía, ni tampoco que hubiera muerto.
Angelidis asintió lentamente.
—De acuerdo. Se lo voy a contar porque a lo mejor le ayuda. Los viernes por la noche, Gus montaba siempre una partida de póquer en su casa. El viernes que mataron a Carl, los chicos se presentan allí, pero nadie abre la puerta. Tocan el timbre, llaman a golpes. Nadie va a abrir. Es algo que nunca ha pasado. Piensan que quizá Gus esté cagando. Esperan. Tocan el timbre, llaman a golpes. Gus no sale. Intentan abrir la puerta. La llave no está echada. Entran. Encuentran a Gus. —Hizo una pausa; parecía como si hubiera probado algo amargo—. No me gusta nada hablar de esto. Es una mierda morbosa, ¿sabe? Yo creo que todas las cosas deben ser razonables. No como esa puta locura. —Meneó la cabeza, recolocó algunos de los platos sobre la mesa—. Gus está sentado en calzoncillos delante de la televisión. Tiene una magnífica botella de retsina en la mesita de café, media copa de vino, un poco de pan, un cuenco de taramasalata. Un estupendo aperitivo. Pero…
La mueca amarga en torno a sus labios se intensificó.
—Pero ¿estaba muerto? —lo incitó Gurney.
—¿Muerto? Completamente muerto. Con un clavo de diez centímetros clavado en cada ojo y en cada oreja hasta el fondo de su cerebro; y un quinto clavo en la garganta. Cinco putos clavos. —Hizo una pausa, estudiando el rostro de Gurney—. ¿En qué está pensando?
—Me gustaría saber por qué no salió nada en las noticias.
—Unidad contra el Crimen Organizado. —Angelidis lo dijo como si estas palabras le dieran ganas de escupir—. Esa unidad cayó con todo su peso sobre el asunto. Como un jodido montón de mierda. Ni necrológica ni anuncio del funeral ni nada. Se guardaron todos los detalles para ellos. ¿Puede creerlo? ¿Sabe para qué mantienen estas cosas en secreto?
La pregunta no iba realmente dirigida a Gurney, así que no contestó.
Angelidis chasqueó la lengua ruidosamente antes de seguir.
—Las mantienen en secreto porque así se imaginan que saben algo. Que conocen mierdas secretas que nadie más conoce. Así se creen que tienen poder. Que tienen información confidencial. Pero ¿sabe lo que tienen? Una mierda en vez de cerebro, y un palillo en lugar de polla. —Echó un vistazo a su enorme Rolex de oro y sonrió—. ¿De acuerdo? Se me hace tarde. Espero que esto le sirva de ayuda.
—Ha sido todo muy interesante. Tengo una última pregunta.
—Claro. —Miró otra vez su reloj.
—¿Cómo se llevaba usted con Carl?
—De maravilla. Era como un hijo para mí.
—¿No tenían problemas?
—Ningún problema.
—¿No le molestaban esos discursos que hacía sobre «la escoria de la Tierra»?
—¿Molestarme? ¿Qué quiere decir?
—En las entrevistas de prensa, a la gente que se dedicaba a los negocios a los que usted se dedica él la llamaba «la escoria de la Tierra»… y otras muchas cosas desagradables. ¿A usted cómo le sentaba?
—Me parecía muy inteligente. Una buena estrategia para salir elegido. —Señaló el cuenco de aceitunas—. Son muy buenas. Un primo mío de Mikonos me las envía especialmente. Llévele algunas a su esposa.