Al entrar en la cocina, Gurney vio una bolsa de plástico llena de objetos angulosos y una nota de Madeleine en el aparador:
Parece que mañana hará buen tiempo. He comprado cosas en la ferretería para que podamos empezar con el corral para las gallinas. ¿De acuerdo? Hoy me han cambiado los horarios, así que he venido un par de horas a casa y ahora tengo que volver. No llegaré hasta las siete. Adelántate y cena tú primero. Hay cosas en la nevera. Un beso. M.
Miró el interior de la bolsa. Había una cinta métrica retráctil de metal, un grueso rollo de cuerda de nailon, dos mandiles de lona, dos lápices de carpintero, un cuaderno de notas amarillo, dos pares de guantes de trabajo, dos niveles y un puñado de puntas metálicas para marcar esquinas.
Siempre que Madeleine daba un paso concreto para realizar un proyecto que requería su participación, la primera reacción de Gurney era de profundo abatimiento. Sin embargo, debido a la reciente discusión que habían mantenido sobre su tendencia a volcarse constantemente en crímenes y asuntos sangrientos —o quizá debido a los momentos de intimidad que habían disfrutado tras la discusión—, esta vez trató de enfocar el proyecto del gallinero con una actitud más positiva.
Quizás una ducha lo pondría en el estado de ánimo adecuado.
Media hora después volvió a la cocina: refrescado, hambriento y algo mejor predispuesto ante la impaciencia de Madeleine por empezar el gallinero. De hecho, se sentía lo bastante tonificado como para dar el primer paso. Cogió del aparador la bolsa de la ferretería, sacó un martillo del vestidor del vestíbulo y salió al patio. Examinó la zona en la que Madeleine quería situar el gallinero y el corral vallado: una zona entre los espárragos y el gran manzano donde Horace y su pequeña corte de gallinas estarían a la vista desde la mesa del desayuno. Donde Horace podría cacarear alegremente y marcar su territorio.
Gurney se acercó al plantel de espárragos —un plantel elevado y cercado con estacas— y dejó las compras de Madeleine sobre la hierba. Sacó el cuaderno y un lápiz, y trazó las posiciones del plantel, el patio y el manzano. Luego midió con pasos las dimensiones aproximadas del gallinero y el corral.
Cuando estaba sacando la cinta métrica para fijar con más precisión las distancias, oyó el timbre del teléfono fijo en el interior de la casa. Dejó el lápiz y el cuaderno en el patio y entró en el estudio. Era Hardwick.
—Hola, Jack. Gracias por contestarme.
—Bueno, ¿quién es el puto enano?
—Buena pregunta. Lo único que puedo decirte es que el tipo (me han dicho que es un hombre) estuvo en la residencia de Mary Spalter justamente el día en que ella murió, y en el bloque de apartamentos de Long Falls cinco días antes de que Carl Spalter recibiera el disparo, y de nuevo el día en que le dispararon.
—¿Es algo que Klemper debería haber sabido?
—Según Estavio Bolocco, él le contó a Klemper que había visto a ese tipo en el apartamento en ambas ocasiones. Eso tendría que haber llevado a Klemper a investigar, o al menos tendría que haber suscitado alguna pregunta sobre la fecha de la muerte de la madre.
—Pero no hay testigos de esa conversación entre Klemper y Bolocco, ¿no?
—No. A no ser que Freddie, el testigo del juicio, estuviera presente. Pero como ya te he dicho, desapareció.
Hardwick suspiró ruidosamente.
—Sin corroboración alguna, esa supuesta conversación entre Klemper y Bolocco es totalmente inútil.
—Que Bolocco haya reconocido a la persona que aparece en el vídeo de seguridad de Emmerling Oaks conecta las muertes de la madre y el hijo. Eso no es inútil en absoluto.
—Por sí solo no demuestra una mala práctica policial, lo cual lo vuelve inútil a efectos de la apelación, que es nuestro único objetivo. Es algo que no paro de repetirte y para la que tú pareces estar sordo, joder.
—Para lo que tú estás sordo, en cambio…
—Sí, ya lo sé. Sordo para la justicia, para la culpa y la inocencia. ¿Eso ibas a decir?
—Está bien, Jack, ahora he de dejarte. Seguiré pasándote todos los datos inútiles que encuentre. —Hubo un silencio—. Por cierto, convendría que revisaras la situación de las demás personas que testificaron contra Kay. Sería interesante ver cuántas están localizables.
Hardwick no dijo nada.
Gurney colgó.
Echó un vistazo al reloj, y al ver que eran casi las seis, recordó que estaba hambriento y que el único alimento que había ingerido en todo el día había sido la repugnante barrita de cereales y el azúcar que se había puesto en el café. Fue a la cocina y se preparó una tortilla con queso.
Comer lo serenó. Disolvió la mayor parte de la tensión creada por el choque entre su modo de ver el caso y la manera de enfocarlo de Hardwick. Gurney le había dejado claro desde el principio que, si quería su ayuda, habría de ser según sus propios términos. Ese aspecto del acuerdo no iba a cambiar. Ni tampoco, por lo visto, el disgusto que le provocaba a Hardwick.
Mientras lavaba la sartén en el fregadero, empezaron a pesarle los párpados y le tentó la idea de una siesta rápida. Se tumbaría en la cama y disfrutaría de una de aquellas reconstituyentes sesiones de doce minutos de sopor que le servían para sobrellevar un doble turno cuando trabajaba en la policía de Nueva York. Se secó las manos, fue al dormitorio, dejó el móvil en la mesita de noche, se quitó los zapatos, se tendió sobre la colcha y cerró los ojos.
Lo despertó el móvil.
Notó de inmediato que su siesta había superado de largo los doce minutos previstos. De hecho, según el reloj de la mesita eran las 19:32. Había dormido más de una hora.
El identificador de llamada indicaba que era Kyle Gurney.
—¿Hola?
—Eh, papá. Suenas adormilado. ¿No te habré despertado?
—No pasa nada. ¿Dónde estás? ¿Qué hay de nuevo?
—Estoy en mi apartamento viendo ese programa de entrevistas sobre temas legales: Conflicto criminal. Ahora están entrevistando a un abogado que no para de mencionar tu nombre.
—¿Cómo? ¿Qué abogado?
—Un tal Bincher. Rex o Lex. Algo así.
—¿En la televisión?
—En tu canal favorito. RAM-TV. Con transmisión simultánea por Internet.
Gurney hizo una mueca. Aun cuando no hubiera sufrido tantos problemas con RAM-TV durante el caso del Buen Pastor, la sola idea de que alguien hablara de él en el canal de noticias por cable más despreciable y parcial de la historia de la teledifusión le habría resultado repelente. Además, fuera como fuera, ¿qué demonios tramaba Bincher?
—¿Esto del abogado lo están emitiendo ahora?
—Ahora mismo. Un amigo mío lo estaba viendo por casualidad y ha oído citar el apellido Gurney. Así que me ha llamado y yo he encendido la tele. Entra en la página web de la cadena y haz clic en el botón de «emisión en vivo».
Gurney se levantó de la cama, corrió al estudio y siguió las instrucciones de Kyle en el portátil, pensando, por un lado, en lo que debía tramar Bincher y reviviendo, por el otro, la experiencia horrible que había padecido solo unos meses atrás con el siniestro jefe de programación de RAM-TV.
Al tercer intento, encontró el programa. La pantalla mostraba a dos hombres sentados en sillas angulares a uno y otro lado de una mesa baja, en la que había una jarra de agua y dos vasos. Al pie de la pantalla, en unas letras blancas sobre una franja roja se podía leer CONFLICTO CRIMIMAL. Debajo, un texto móvil se deslizaba sobre una cinta azul enumerando una serie interminable de noticias alarmantes sobre todo tipo de desastres, desórdenes y conflictos: una amenaza nuclear terrorista, una epidemia de pescado tóxico, un altercado entre famosos que incluía la colisión de dos Lamborghini.
Sujetando varias hojas en la mano, con un aire de grave preocupación en ese vacuo estilo propio de los entrevistadores, el hombre de la izquierda se inclinaba hacia el tipo de la derecha. Gurney lo había cogido a media frase.
—… todo un proceso al sistema, Lex, por usar el término legal.
El hombre del otro lado de la mesa, también echado hacia delante, se inclinó aún más. Sonreía, pero su expresión no parecía más que una forma mecánica de mostrar una agresiva dentadura. Su voz era aguda, nasal, estridente.
—Brian, en todos mis años de experiencia en defensa criminal, nunca me había tropezado con un ejemplo más atroz de labor policial corrupta. Una subversión absoluta de la justicia.
Brian pareció horrorizado.
—Has empezado a enumerar algunos de los problemas justo antes de la pausa, Lex. Contradicciones en la escena del crimen, perjurio, desaparición de informes de entrevistas con los testigos…
—Y ahora puedes añadir otros problemas. Desaparición de un testigo (acabo de recibir un mensaje al respecto de un miembro de mi equipo de investigación). Conducta sexual impropia con un posible sospechoso. Flagrante omisión en la investigación de otras hipótesis alternativas obvias para explicar el asesinato, como un enfrentamiento con el crimen organizado, o la implicación de otros miembros de la familia con mayores y mejores motivos para cometer el crimen que Kay Spalter, e incluso la posibilidad de un asesinato de motivo político. De hecho, Brian, estoy a punto de solicitar un fiscal especial para investigar lo que podría constituir un encubrimiento criminal escandaloso de una acusación completamente sesgada. Me resulta increíble que toda la hipótesis sobre el crimen organizado no fuera investigada jamás.
El entrevistador, con un aire de consternación descerebrado, gesticuló con los papeles en la mano.
—Si entiendo bien, Lex, ¿lo que estamos diciendo es que esta situación alarmante podría ser mucho más grave de lo que nadie habría imaginado?
—¡Eso es quedarse corto, Brian! ¡Preveo que la carrera de algunos altos cargos se va a ir completamente al garete! Todo el mundo, desde la policía del estado al fiscal del distrito, podría acabar triturado cuando intervenga la maquinaria judicial. Y a mí no me temblará el pulso para ponerla en marcha.
—Da la impresión de que has conseguido destapar un montón de hechos gravísimos en muy poco tiempo. Has mencionado antes que habías reclutado a un detective estrella de la policía de Nueva York (Dave Gurney) para que colabore contigo: el mismo detective que recientemente hizo trizas la versión oficial del caso del Buen Pastor. ¿Es Dave Gurney el responsable de la nueva información que estás manejando?
—Digámoslo así, Brian. Estoy al frente de un equipo de alto nivel. Yo impongo la estrategia y cuento con grandes colaboradores para ejecutarla. Gurney posee el mayor récord de resolución de homicidios de toda la historia de la policía de Nueva York. Y lo tengo trabajando con el compañero ideal, Jack Hardwick, un detective expulsado de la policía del estado por ayudar a Gurney a descubrir la verdad sobre el Buen Pastor. Los datos que estamos descubriendo son pura dinamita: una bomba tras otra. Te lo aseguro: con la ayuda de ambos, voy a hacer saltar por los aires el caso Spalter.
—Lex, acabas de pronunciar una frase de cierre perfecta. Ya se nos ha terminado el tiempo. Les habla Brian Bork y esto es Conflicto criminal, ¡su butaca de primera fila para las batallas legales más explosivas del momento!
Una voz desde detrás sobresaltó a Gurney.
—¿Qué estás viendo?
Era Madeleine. Estaba en el umbral del estudio, con un aspecto un tanto desaliñado.
—Pareces mojada —dijo Gurney.
—Es que está lloviendo. ¿No te has dado cuenta?
—Me he quedado absorto con esta porquería. —Señaló el portátil.
Ella entró en el estudio y miró la pantalla frunciendo el ceño.
—¿Qué estaba diciendo ahora mismo sobre ti?
—Nada bueno.
—Sonaba elogioso.
—Los elogios no siempre son deseables; todo depende de quién vengan.
—¿Quién era ese tipo?
—Ese abogaducho pasado de rosca que Hardwick le buscó a Kay Spalter.
—¿Y cuál es el problema?
—No me gusta que salga mi nombre a relucir en la televisión; sobre todo si lo pronuncia un ególatra, y menos en ese tono.
Madeleine pareció inquietarse.
—¿Piensas que te está poniendo en peligro?
Lo que él pensaba, aunque no se lo dijo para no alarmarla, era que el terreno de juego se volvía resbaladizo cuando un asesino conocía tu identidad antes de que tú conocieras la suya. Se encogió de hombros.
—No me gusta la publicidad. No me gusta que se comenten las hipótesis de un caso en los medios. No me gustan las exageraciones. Y sobre todo no me gustan los abogados bocazas que se dedican a darse autobombo.
Había un aspecto de su reacción que no mencionó: un sentimiento de secreta excitación. Aunque todas sus críticas eran sinceras, debía reconocer, al menos ante sí mismo, que un tipo desbocado como Bincher tenía la virtud de agitar las cosas, de provocar reacciones reveladoras en las partes interesadas.
—¿Seguro que es solo eso lo que te preocupa?
—¿Te parece poco?
Ella le dirigió una prolongada e inquieta mirada, como diciendo: «No has respondido a mi pregunta».
Gurney había decidido esperar hasta primera hora de la mañana para llamar a Hardwick y comentar la desmesurada actuación televisiva de Bincher.
Ahora, a las 8:30, decidió esperar un poco más: por lo menos hasta que se hubiera tomado su café. Madeleine ya estaba en la mesa del desayuno. Gurney cogió su taza y se sentó frente a ella. Nada más sentarse, sonó el teléfono fijo. Volvió a incorporarse y fue al estudio a responder.
—Aquí Gurney. —Era su viejo modo de identificarse de la época de la policía. Creía que ya lo había dejado de lado.
La voz ronca, grave, casi dormida, que sonó al otro lado no le resultó conocida.
—Hola, señor Gurney. Me llamo Adonis Angelidis. —El hombre hizo una pausa, como esperando de su parte una señal de que lo reconocía. Como él se mantuvo en silencio, prosiguió—. Creo que está trabajando con un tal Bincher. ¿Es cierto?
Gurney le prestó de golpe toda su atención, repentinamente electrizado por el recuerdo de lo que Kay Spalter le había contado sobre un tipo conocido como Donny Angel.
—¿Por qué lo pregunta?
—¿Por qué? Por ese programa de televisión en el que apareció. Bincher citó su nombre de forma muy destacada. Está al corriente, ¿no?
—Sí.
—Muy bien. Usted es investigador, ¿cierto?
—Sí.
—Un tipo famoso, ¿verdad?
—No sabría decirle.
—Eso sí que tiene gracia: «No sabría decirle». Me gusta. Un hombre modesto.
—¿Qué es lo que quiere, señor Angelidis?
—No quiero nada. Creo que puedo contarle ciertas cosas que necesita saber.
—¿Qué cosas?
—Cosas que deben hablarse cara a cara. Podría ahorrarle un montón de problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Todos los problemas del mundo. Y tiempo. Podría ahorrarle tiempo. Mucho tiempo. El tiempo es algo muy valioso. Solo tenemos una cantidad limitada. ¿Me entiende?
—Muy bien, señor Angelidis. Quiero saber de qué va esto.
—¿De qué va? De su gran caso. Cuando oí a Bincher en la televisión, me dije: «todo esto son chorradas, no saben qué coño están haciendo». Algunas de las estupideces que dijo van a hacerles perder el tiempo, lo van a volver loco. Así que quiero hacerle un favor, ponerlo en el buen camino.
—¿En el buen camino… sobre qué?
—Sobre quién mató a Carl Spalter. Es lo que quiere saber, ¿no?