19. Crimen y castigo

Después de sacarle a Bolo su verdadero nombre (Estavio Bolocco), así como su número de móvil y la descripción más detallada posible de aquella criatura bajita de sexo indefinido, Gurney bajó de nuevo al coche y se pasó otra media hora intentando averiguar si en el informe del caso constaba que Estavio Bolocco hubiera sido entrevistado, así como si se mencionaba la aparición en el apartamento de un posible sospechoso el domingo anterior al atentado, o si se había cuestionado en algún momento de la investigación el sexo del tirador.

No encontró nada de nada sobre las tres cuestiones.

Empezaban a pesarle los párpados. La explosión de energía que había notado un rato antes estaba casi agotada. Había pasado un largo día en Long Falls; ya iba siendo hora de volver a Walnut Crossing. Iba a ponerse en marcha cuando un Ford Explorer negro paró justo delante. El fornido y achaparrado Frank McGrath se bajó y se acercó a la ventanilla de Gurney.

—¿Ya ha terminado aquí?

—Por hoy, en todo caso. He de volver a casa antes de quedarme dormido. Por cierto, ¿recuerda a un tipo llamado Freddie que vivía aquí más o menos por la época del atentado?

—¿Que estaba aquí de okupa, quiere decir?

—Sí, supongo.

—Fe-de-ri-co. —El arrastrado acento hispano de McGrath rezumaba desprecio—. ¿Qué pasa con él?

—¿Sabía que había desaparecido?

—Quizá sí. Hace mucho.

—¿Oyó algún comentario?

—¿Como qué?

—Como por qué había desaparecido.

—¿Por qué demonios habría de importarme? Estos tipos van y vienen. Un saco de mierda menos con el que vérmelas. Ojalá desaparecieran todos. Si lo consigue usted, le deberé una.

Gurney arrancó la mitad de una página de su cuaderno, anotó su número de móvil y se lo dio a McGrath.

—Si oyera algo sobre Freddie, cualquier rumor sobre su paradero, le agradecería que me llamara. Entre tanto, Frank, tómeselo con calma. La vida es demasiado corta.

—¡Gracias a Dios que hay algunos consuelos!

Gurney hizo la mayor parte del camino de vuelta con la sensación de haber abierto la caja de un puzle y haber descubierto que faltaban varias piezas importantes. De una cosa estaba seguro: que ningún disparo efectuado desde el apartamento en cuestión podría haber alcanzado en la sien a Carl Spalter sin atravesar primero el grueso poste metálico de la farola. Eso era inconcebible. No cabía duda de que las piezas del puzle que faltaban acabarían resolviendo aquella aparente contradicción. Si al menos supiera qué tipo de piezas buscaba… y cuántas…

El trayecto de dos horas hasta Walnut Crossing discurría en su mayor parte por carreteras secundarias, a través de un paisaje ondulado de campos y bosques que a Gurney le gustaba y a Madeleine le encantaba. Pero apenas le prestó atención.

Estaba absorto en el caso del asesinato de Carl Spalter.

Completamente abstraído. Hasta que, al final de la carretera de gravilla, pasó junto al estanque y tomó la senda de prado. Solo entonces volvió de golpe al presente al ver cuatro coches —tres Prius y un Range Rover— aparcados junto a la casa. Parecía una miniconvención de gente respetuosa con el medio ambiente y ostentosamente adaptada a la vida rural.

Joder. ¡La maldita cena del club de yoga!

Miró la hora (las 18:49) en el reloj del salpicadero. Cuarenta y nueve minutos de retraso. Meneó la cabeza, abrumado por su mala memoria.

Cuando entró en la gran estancia de la planta baja que servía de cocina, comedor y salón, comprobó que en la mesa se estaba manteniendo una viva conversación. Los seis invitados eran conocidos: gente a la que le habían presentado en conciertos y recepciones de arte, aunque él no recordaba ninguno de sus nombres. (Madeleine le había señalado una vez, sin embargo, que nunca se le olvidaban los nombres de los asesinos).

Todo el mundo apartó la vista de la comida y de la conversación, la mayoría sonriendo o con amable curiosidad.

—Perdón por el retraso. He tenido un pequeño problema.

Madeleine sonrió con aire de disculpa.

—Dave tropieza con problemas más a menudo de lo que la mayoría de la gente para a poner gasolina.

—En realidad, ha llegado justo a tiempo. —Quien había hablado era una mujer gruesa y vivaz a la que Gurney identificó como una de las terapeutas que trabajaban con Madeleine en el centro de urgencias psiquiátricas. Solo recordaba una cosa respecto a su nombre: era peculiar. Ella prosiguió con entusiasmo—: Estábamos hablando de crimen y castigo. Y justo entonces hace su aparición un hombre cuya vida está dedicada por completo al tema. ¡No podría resultar más oportuno! —Señaló una silla vacía en la mesa con todo el aire de una anfitriona que diera la bienvenida al invitado de honor de su fiesta—. ¡Siéntate con nosotros! Madeleine nos ha dicho que habías salido para una de tus aventuras, pero ha sido bastante parca con los detalles. ¿Tendrá quizás algo que ver con el crimen y/o el castigo?

Uno de los invitados corrió un poco su silla para hacer sitio a Gurney y permitir que se acomodara.

—Gracias, Scott.

—Skip.

—Skip. Cierto. Siempre que te veo me viene Scott a la cabeza. Es que trabajé muchos años con un Scott que se te parecía mucho.

Gurney pensó que esa mentirijilla no dejaba de ser un gesto de amabilidad. Resultaba preferible a la verdad, desde luego, que era que no tenía ningún interés en el tipo, y menos aún en recordar su nombre. El problema de su excusa, que Gurney ni siquiera se había detenido a considerar, era que Skip era un hombre demacrado de setenta y cinco años, con una rebelde mata de pelo blanco estilo Einstein. De qué modo podía parecerse aquel cadavérico miembro de los Tres Chiflados a un detective de Homicidios en activo era una pregunta interesante.

Antes de que nadie pudiera formularla, sin embargo, la mujer corpulenta se lanzó a la carga.

—Mientras Dave se sirve un poco de comida, ¿qué os parece si lo ponemos al corriente de nuestra discusión?

Gurney echó una ojeada alrededor y llegó a la conclusión de que una votación de esa propuesta tal vez habría fracasado. Pero (¡bingo!, su nombre le vino a la memoria) Fillimina, Mina para los amigos, era claramente una líder, no una simple gregaria, y prosiguió sin más.

—Skip ha afirmado que la única función de la cárcel es el castigo, puesto que la rehabilitación…, ¿cómo lo has dicho, Skip?

El tipo pareció más bien afligido, como si la invitación de Mina a intervenir lo retrotrajera a alguna espantosa vergüenza de sus años escolares.

—No me acuerdo ahora mismo.

—¡Ah, ya lo recuerdo! Has dicho que la única función es el castigo, puesto que la rehabilitación no es más que una fantasía progresista. Pero entonces Margo ha dicho que un castigo adecuadamente orientado es indispensable para la rehabilitación. Pero no sé si Madeleine estaba de acuerdo con esa idea. Y entonces Bruce ha dicho…

Una mujer de aire severo y pelo gris la interrumpió.

—Yo no he hablado de castigo. He hablado de consecuencias claramente negativas. Las connotaciones son muy distintas.

—Muy bien, pues. Margo es partidaria de consecuencias claramente negativas. Pero entonces Bruce ha dicho… Ay, cielos, Bruce…, ¿qué has dicho?

Un tipo, en la cabecera de la mesa, con bigote oscuro y chaqueta de tweed, exhibió un sonrisita condescendiente.

—Nada muy profundo. He hecho solo la pequeña observación de que nuestro sistema de prisiones constituye un lamentable derroche de fondos públicos: un absurdo círculo vicioso institucional que provoca más delitos de los que evita. —Daba la impresión de ser un tipo de cierto mal carácter, aunque muy educado, que, como alternativa al encarcelamiento, prefería la ejecución. No resultaba fácil imaginarlo sumido en una meditación de yoga, respirando profundamente en comunión con el universo.

Gurney sonrió al oírlo, mientras se servía el resto de la lasaña vegetariana de la fuente que había en el centro de la mesa.

—¿Tú formas parte del club de yoga, Bruce?

—Mi esposa es una de las instructoras, lo cual, supongo, me convierte a mí en miembro honorario. —Su tono era más sarcástico que amistoso.

Una mujer de pelo rubio ceniza, sentada dos sillas más allá, cuyo único cosmético parecía ser una reluciente crema facial, habló casi en un murmullo.

—Yo no diría que soy instructora, sino solo un miembro del grupo. —Se lamió discretamente los labios sin pintar, como para limpiarlos de migas—. Volviendo a nuestro tema, ¿no son todos los crímenes una forma de enfermedad mental?

Su marido puso los ojos en blanco.

—De hecho, Iona, hay nuevos estudios fascinantes sobre ello —apuntó una mujer de aspecto dulce y cara redondeada, sentada frente a Gurney—. ¿Alguien ha leído el artículo de la revista sobre los tumores? Parece que había un hombre de mediana edad, normal, sin problemas inusuales…, hasta que empezó a sentir un intenso deseo de mantener relaciones sexuales con niños pequeños. De un modo descontrolado y sin un historial previo. Para abreviar, los análisis médicos mostraron que tenía un tumor cerebral galopante. Le extirparon el tumor y la obsesión sexual destructiva desapareció. Interesante, ¿no?

Skip pareció irritarse.

—¿Estás diciendo que el crimen es un subproducto del cáncer cerebral?

—Solo digo lo que he leído. Aunque el artículo citaba otros ejemplos de comportamiento horrendo directamente relacionado con anomalías cerebrales. Y tiene lógica, ¿no?

Bruce se aclaró la garganta.

—Entonces, ¿hemos de dar por supuesto que la estafa de la pirámide de Bernie Madoff se originó en un pequeño quiste repugnante de su córtex cerebral?

—Bruce, por el amor de Dios —intervino Mina—. Eso no es lo que Patty ha dicho, en absoluto.

Él meneó la cabeza gravemente.

—A mí, amigos, me parece un camino resbaladizo. Conduce a un grado cero de responsabilidad, ¿no es así? Primero era Satán quien me inducía a hacerlo. Luego fue mi infancia traumática. Y ahora tenemos una nueva salida: es mi tumor cerebral. ¿Cuándo vamos a dejarnos de buscar excusas?

Su vehemencia creó un silencio incómodo. Mina, ejerciendo lo que Gurney supuso que era su papel habitual de conciliadora y maestra de ceremonias, trató de desviar la atención hacia un tema menos espinoso.

—Madeleine, me ha llegado el rumor de que vas a criar gallinas. ¿Es cierto?

El rostro de ella se iluminó.

—Es mucho más que un rumor. Hay tres preciosas gallinas y un joven gallo de encantadora arrogancia instalados provisionalmente en nuestro granero. Cloqueando y cacareando y emitiendo todos esos maravillosos sonidos típicos de las gallinas. Es algo increíble observarlas.

Mina ladeó la cabeza con curiosidad.

—¿Viviendo provisionalmente en el granero, dices?

—A la espera de tener construido su hogar permanente, en la parte trasera del patio. —Señaló la zona a través de las puertas cristaleras.

—Procura que sea un gallinero seguro —dijo Patty, sonriendo con inquietud—. Hay todo tipo de alimañas que se ceban con las gallinas, y las pobres están casi indefensas.

Bruce se echó hacia delante.

—¿Sabéis lo que sucede con las comadrejas?

—Sí, todos lo sabemos —se apresuró a decir Madeleine, como para evitar cualquier descripción de cómo mataban las comadrejas a las gallinas.

Él bajó la voz, buscando al parecer un efecto teatral.

—Las zarigüeyas son peores.

Madeleine parpadeó.

—¿Zarigüeyas?

Iona se levantó abruptamente, se excusó y se dirigió al baño del pasillo.

—Zarigüeyas, sí —repitió Bruce con tono ominoso—. Pequeñas criaturas que se mueven dando tumbos y suelen acabar arrolladas en las cunetas. Ahora bien, si dejas que una de ellas entre en un gallinero…, verás a un animal totalmente distinto. El sabor de la sangre las enloquece. —Miró alrededor de la mesa, como si estuviera contando una historia de terror a un grupo de niños junto a la hoguera del campamento—. Esa pequeña e indefensa zarigüeya hará pedazos a todas las gallinas del corral. Como si el único propósito de su vida fuese destrozar a cualquier ser vivo y convertirlo en un pingajo ensangrentado.

Hubo un silencio sobrecogido que, finalmente, rompió Skip.

—Claro que las zarigüeyas no son el único problema. —Esta observación, por su tono o por el momento elegido para hacerla, provocó una salva de carcajadas. Pero Skip prosiguió muy serio—. Tienes que cuidarte de los coyotes, los zorros, los halcones, las águilas, los mapaches. Hay muchísimos animales a los que les gustan las gallinas.

—Por suerte, existe una solución muy sencilla para todos estos problemas —dijo Bruce con un placer peculiar—. ¡Una estupenda escopeta del calibre 12!

Notando que la maniobra de distracción hacia el reino de las gallinas había sido un error, Mina intentó darle a la conversación un giro de ciento ochenta grados.

—Me gustaría volver a lo que estábamos hablando cuando ha llegado Dave. Me encantaría conocer su visión sobre el crimen y el castigo en la sociedad de nuestros días.

—A mí también —se entusiasmó Patty—. Sobre todo, me gustaría saber qué piensa sobre el mal.

Gurney tragó un bocado de lasaña y miró su rostro angelical.

—¿El mal?

—¿Tú crees que existe? —preguntó ella—. ¿O es un concepto ficticio, como las brujas o los dragones?

Gurney encontró irritante la pregunta.

—Creo que el «mal» puede ser un concepto útil.

—O sea, que crees en él —observó Margo desde la otra punta de la mesa, con el tono del polemista que se anota un tanto.

—Creo que hay una experiencia humana común para la que el «mal» constituye una palabra adecuada.

—¿Qué experiencia sería esa?

—Hacer algo que en el fondo sabes que no está bien.

—Ah —dijo Patty, con un brillo de aprobación en los ojos—. Un yogui famoso dijo: «El mango de la navaja del mal corta más profundamente que la hoja».

—A mí me suena a cliché espiritual —dijo Bruce—. Vete y díselo a las víctimas de los capos de la droga mexicanos.

Iona lo miró sin ninguna emoción discernible.

—Es como muchas de esas máximas: «El mal que te hago a ti, me lo hago doblemente a mí». Hay muchísimas maneras de hablar del karma.

Bruce meneó la cabeza.

—En mi opinión, el karma es una chorrada. Si un asesino se ha hecho el doble de daño a sí mismo que a la persona a la que ha asesinado (lo cual parece una maniobra realmente ingeniosa), ¿quiere decir que no habrías de molestarte en condenarlo y ejecutarlo? Eso te coloca en una posición absurda. Si crees en el karma, no vale la pena molestarse en detener y castigar a los asesinos. Pero si quieres que los asesinos sean detenidos y castigados, has de reconocer que el karma es una chorrada.

Mina intervino alegremente.

—Así que hemos vuelto al tema del crimen y el castigo. Voy a hacerle una pregunta a Dave. En Estados Unidos parece que estamos perdiendo la fe en nuestro sistema de justicia criminal. Tú has trabajado en ese mundo más de veinte años, ¿no?

Él asintió.

—Conoces sus puntos fuertes y sus puntos débiles; lo que funciona y lo que no. O sea, que debes tener algunas ideas sobre lo que habría que cambiar. Me encantaría oírlas.

La pregunta le resultaba tan atractiva a Gurney como una invitación a bailar una giga encima de la mesa.

—No creo que sea posible cambiarlo.

—Pero hay muchas cosas que no funcionan —dijo Skip, inclinándose sobre la mesa—. Muchos puntos que mejorar.

Patty, en otra longitud de onda, dijo con tono agradable:

—Swami Shishnapushna decía que los detectives y los yoguis eran hermanos con distinto ropaje; idénticos buscadores de la verdad.

Gurney adoptó una expresión dubitativa.

—Me gustaría considerarme un buscador de la verdad, pero probablemente solo soy un pescador de mentiras.

Patty abrió mucho los ojos, como si encontrara en la frase algo más profundo de lo que Gurney había pretendido.

Mina intentó volver a encauzar las cosas.

—Entonces, Dave, si tú pudieras ponerte mañana al frente del sistema, ¿qué cambiarías?

—Nada.

—No te puedo creer. Parece obvio que es un desastre.

—Claro que es un desastre. Cada parte del desastre beneficia a alguien que está en el poder. Y es un desastre en el que nadie quiere pensar.

Bruce agitó la mano despectivamente.

—Ojo por ojo, diente por diente. ¡Mira qué sencillo! El problema es creer que esa no es la solución.

—¡Una patada en las pelotas por cada patada en las pelotas! —exclamó Skip con una sonrisa confusa.

Mina continuó discutiendo con Gurney.

—Dices que no cambiarías nada. ¿Por qué no?

Él odiaba aquel tipo de conversaciones.

—¿Sabes lo que creo realmente de nuestro lamentable sistema de justicia criminal? Creo que la cruda verdad es que nunca será mejor de lo que es.

La frase provocó el silencio más largo de la velada. Gurney se concentró en su lasaña.

Iona, pálida y con un ceño levemente fruncido que contrastaba con su sonrisa de Mona Lisa, fue la primera en hablar.

—Tengo una pregunta. Una pregunta que me inquieta. Le he dado muchas vueltas en la cabeza últimamente y no he sido capaz de decidirme por una respuesta.

Mantenía la miraba fija en su plato casi vacío y movía lentamente un guisante con la punta del tenedor.

—Quizá parezca una tontería, pero va en serio. Porque creo que una respuesta totalmente sincera revelaría mucho sobre una persona. Por eso me molesta no poder decidirme. ¿Qué dirá esa indecisión sobre mí?

Bruce, impaciente, tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—Por Dios, Iona, no te andes por las ramas.

—Está bien. Perdonad. Ahí va. Suponed que habéis de escoger. ¿Preferiríais ser un asesino… o su víctima?

Bruce alzó las cejas.

—¿Me lo preguntas a mí?

—No, querido. Ya sé cuál sería tu respuesta.