15. Una propuesta cínica

A menos de quinientos metros del acicalado enclave de Willow Rest, Axton Avenue proporcionaba una dosis de realidad sobre la situación económica del norte del estado. La mitad de las tiendas que daban a la calle estaban hechas polvo, y la otra mitad, cerradas y tapiadas con tablones. Las ventanas de los apartamentos de las plantas superiores daban una impresión depauperada, si no de completo abandono.

Gurney aparcó frente a una polvorienta tienda de electrónica que, según el informe del caso, ocupaba la planta baja del edificio desde donde había sido disparada la bala. En el letrero chapuceramente repintado que campeaba sobre el escaparate se adivinaba un logo que indicaba que el local había sido antes una franquicia de la cadena Radio Shack.

Junto a la tienda, la puerta de entrada a los pisos superiores estaba entornada unos centímetros. La empujó y accedió a un reducido y lúgubre vestíbulo. La escasa luz que había allí procedía de una única bombilla fijada en el techo con una rejilla. Lo recibió el olor típico de los edificios urbanos abandonados: un hedor a orina con toques de alcohol, vómito, colillas, basura y heces. También le llegaron desde lo alto los ruidos habituales. Dos voces masculinas discutiendo, música hip-hop, los ladridos de un perro, un crío berreando. Lo único que faltaba para convertir aquello en una escena de película estereotipada era el portazo y el ruido de pasos en la escalera. Y justo entonces Gurney oyó que gritaban arriba: «¡Que te jodan, estúpido cretino!», y luego unos pasos bajando por la escalera. La coincidencia le hubiera arrancado una sonrisa de no ser por las náuseas que le provocaba el pestazo a orina.

Los pasos se fueron acercando y muy pronto apareció un joven en lo alto del tramo de escalones en penumbra que desembocaba en el vestíbulo. Al ver a Gurney, titubeó un segundo, pero enseguida se apresuró a pasar por su lado y a salir a la calle, donde se detuvo bruscamente a encender un cigarrillo. Era un chico escuálido, con la cara estrecha, rasgos afilados y unas greñas hasta los hombros. Dio un par de caladas ansiosas al cigarrillo y se alejó rápidamente.

Gurney consideró la posibilidad de bajar al sótano a recoger la llave maestra que, según le había contado Kay, estaba escondida detrás de la caldera. Pero decidió echarle primero un vistazo al edificio y buscar la llave más tarde, en caso de necesitarla. Por lo que él sabía, el apartamento que le interesaba podía estar abierto; o bien ocupado por traficantes. Ahora, por norma, ya no llevaba encima la pistola de la que no se había separado durante el caso del Buen Pastor; y no quería irrumpir allí, sin armas y sin invitación, y tropezarse con un asustadizo adicto a las anfetas armado con un AK-47.

Subió rápida y sigilosamente por la escalera hasta el último piso. En cada planta había cuatro apartamentos: dos en la parte de delante del edificio y dos en la parte trasera. En el tercer piso, salía música gansta rap de detrás de una puerta; de otra, el llanto de un niño. Llamó a las dos puertas que permanecían en silencio y no obtuvo respuesta; solo escuchó un murmullo apagado de voces tras una de ellas. Cuando llamó a las dos primeras, el volumen de la música bajó un poco y el niño continuó llorando, pero nadie fue a abrir. Pensó en aporrearlas, pero enseguida descartó la idea. Los métodos más suaves acababan ofreciendo siempre una gama de opciones más amplia. A Gurney le encantaban las opciones, y deseaba contar con el mayor número posible de ellas.

Bajó al segundo piso, cuyo pasillo, igual que los otros, estaba iluminado únicamente por una bombilla fijada en mitad del techo. Orientándose por el recuerdo de las fotos que figuraban en el expediente, se acercó al apartamento desde donde se había efectuado el disparo. Cuando ya estaba pegando la oreja a la puerta, oyó un paso amortiguado: no en el apartamento, sino a su espalda. Se volvió rápidamente.

En lo alto de los escalones que subían del vestíbulo había un hombre achaparrado de pelo gris, inmóvil y alerta. En una mano tenía una linterna negra de metal. Estaba apagada y la sujetaba como si fuese un arma. Gurney reconoció esa manera de agarrarla: era la que enseñaban en las academias de policía. La otra mano del hombre reposaba sobre algo adosado al cinturón y oculto por las sombras de su chaqueta negra de nailon. Gurney habría apostado a que en la parte de detrás se leía SEGURIDAD en letras estarcidas.

Había una expresión rayana en el odio en los ojitos del hombre. Sin embargo, cuando estudió a Gurney con más atención —observando el conjunto típico de detective: chaqueta de sport barata, camisa azul y pantalones oscuros—, su expresión se transformó en una suerte de curiosidad resentida.

—¿Busca a alguien?

Aquel tono de voz —un tono donde la mezquindad y la suspicacia resultaban tan infaltables como el olor a orines en el edificio— se lo había oído Gurney a tantos policías que se habían ido amargando con los años que tuvo la sensación de que conocía al tipo personalmente. Era una buena sensación.

—Sí. Busco a alguien. El problema es que no sé su nombre. Y mientras, me gustaría echar un vistazo a este apartamento.

—¿Ah, sí? ¿Un vistazo a ese apartamento? ¿Le importa decirme quién demonios es usted?

—Dave Gurney. Antiguo miembro de la policía de Nueva York. Igual que usted.

—¿Qué demonios sabe de mí?

—No hace falta ser un genio para reconocer a un católico irlandés de la policía de Nueva York.

—¿Ah, sí? —El hombre lo miraba impasible.

Gurney añadió.

—Hubo una época en que el cuerpo de policía estaba lleno de gente como nosotros.

Ese era el botón correcto.

—¿Como nosotros? ¡Eso es historia antigua, amigo! ¡Puta historia antediluviana!

—Sí. Ya lo sé. —Gurney asintió, comprensivo—. Eran tiempos mejores. Mucho mejores, en mi humilde opinión. ¿Cuándo dejó el cuerpo?

—¿Cuándo cree usted?

—Dígame.

—Cuando empezaron a apretar con todas esas chorradas sobre la diversidad. ¡Diversidad! ¿Puede creerlo? No podías ascender si no eras una lesbiana nigeriana con una abuela navajo. Había llegado la hora de que los listillos blancos se fueran al carajo. Es una puta vergüenza lo que le está pasando a este país. Un chiste de mierda, eso es lo que es. Estados Unidos. Eso antes significaba algo. Orgullo. Fuerza. ¿Y ahora qué es? Diga. ¿Qué es?

Gurney meneó la cabeza tristemente.

—Bueno, le diré lo que no es: ya no es lo que era.

—Pues yo le voy a decir lo que es: puta discriminación positiva. Eso es. Las chorradas de la asistencia social. Adictos a la hierba, adictos a las pastillas, adictos a la coca, adictos al crac. ¿Y quiere saber por qué? Se lo voy a decir. Por la puta discriminación positiva.

Gurney soltó un gruñido, confiando en que pareciera una expresión malhumorada de asentimiento.

—Me parece a mí que algunas de las personas de este edificio son quizá parte del problema.

—Acierta.

—Tiene un trabajo duro aquí, señor…, perdone, no sé su nombre.

—McGrath. Frank McGrath.

Gurney se acercó y le tendió la mano.

—Encantado de conocerle, Frank. ¿En qué distrito estaba destinado?

Se estrecharon las manos.

—Fort Apache. El de la película.

—Un barrio muy duro.

—Era una puta locura. Nadie creería la locura que llegaba a ser. Pero eso no era nada comparado con las chorradas de la diversidad. Lo de Fort Apache lo podía aguantar. En los ochenta, durante un período de dos meses, recuerdo que tuvimos una media de un asesinato diario. Un día tuvimos cinco. Una puta locura. Aquello era nosotros contra ellos. Pero, cuando empezaron las chorradas de la diversidad, se acabó el «nosotros». El departamento se convirtió en un montón de idioteces. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

—Sí, Frank. Lo entiendo perfectamente.

—Una puta vergüenza.

Gurney recorrió con la vista el pasillo donde se encontraban.

—Bueno, ¿y qué se supone que ha de hacer usted aquí?

—¿Hacer? Nada. Nada en absoluto. ¿Se imagina qué chollo?

Se abrió en el piso de arriba una puerta y el estruendo de la música hip-hop se multiplicó por tres. La puerta se cerró enseguida y la música volvió a amortiguarse.

—Joder, Frank. ¿Cómo lo aguanta?

El hombre se encogió de hombros.

—El sueldo está bien. Sigo mi propio horario. No hay ninguna jodida lesbiana controlando lo que hago.

—¿Tenía a una de esas en el departamento?

—Sí. La capitana Lame-Coños.

Gurney soltó una risa forzada.

—Trabajar para Jonah debe de representar una gran mejora.

—Es diferente. —Hizo una pausa—. Ha dicho que quiere entrar en ese apartamento. ¿Le importa decirme para…?

El teléfono móvil de Gurney sonó justo entonces, dejando al tipo a media frase.

Gurney echó un vistazo a la pantalla. Era Paulette Purly. Se habían dado los números de móvil, pero no esperaba recibir noticias suyas tan pronto.

—Perdone, Frank. Tengo que atender esta llamada. Enseguida estoy con usted. —Pulsó el botón—. Gurney al habla.

La voz de Paulette sonaba inquieta.

—Tendría que habérselo preguntado antes, pero me he puesto tan furiosa recordando a Carl que se me ha olvidado. Lo que me gustaría saber es: ¿puedo hablar de todo esto?

—¿Hablar, de qué?

—De su investigación, de que está usted tratando de encontrar una «nueva perspectiva» del caso. ¿Es algo confidencial? ¿Puedo hablar de ello con Jonah?

Gurney comprendió que dijera lo que dijera tendría que servir para lograr sus propósitos tanto con Paulette como con Frank. Eso le ponía más difícil la elección de las palabras adecuadas. Pero también le brindaba una oportunidad.

—Digámoslo así. La cautela siempre es una virtud. En una investigación por asesinato, puede salvarte la vida.

—¿Qué me está diciendo?

—Si Kay no lo hizo, tuvo que ser otra persona. Podría tratarse incluso de alguien conocido. En todo caso, usted no acabará diciéndole lo que no debe a la persona que no corresponde si no le dice nada a nadie.

—Me está asustando.

—Esa es mi intención.

Ella titubeó.

—Bien. Lo comprendo. Ni una palabra a nadie. Gracias —dijo, y colgó.

Gurney siguió hablando como si nada.

—De acuerdo…, pero tengo que echar un vistazo al apartamento. No, no se preocupe. Puedo pedirle la llave a la policía local o a la oficina de Spalter Realty… Claro, claro… No hay problema. —Gurney estalló en carcajadas—. Sí, exacto. —Más risas—. No tiene gracia, lo sé, pero qué demonios. Es mejor reírse.

Había descubierto hacía mucho que nada hace sonar tan auténtica una conversación fingida como la risa injustificada. Y no hay nada que incite más a una persona a darte algo que su creencia de que puedes conseguirlo fácilmente en otra parte.

Gurney fingió con mucho aspaviento que terminaba la llamada y dijo, casi disculpándose, mientras se dirigía resueltamente hacia la escalera:

—Tengo que irme a la comisaría. Ellos tienen una llave de sobra. Volveré dentro de un rato. —Empezó a bajar las escaleras con prisa. Cuando ya casi estaba abajo, oyó decir a Frank las palabras mágicas:

—Eh, no es necesario que haga eso. Yo tengo una llave aquí. Ya le abro. Pero cuénteme qué demonios ocurre.

Gurney volvió a subir al estrecho pasillo en penumbra.

—¿Me puede abrir usted? ¿Seguro que no es problema? ¿No tiene que consultar a nadie?

—¿A quién?

—¿A Jonah tal vez?

Frank se sacó del cinturón un pesado llavero y abrió la puerta del apartamento.

—¿Por qué iba a importarle? Mientras todos los gorrones de mierda de Long Falls estén contentos, él está contento.

—Tiene fama de ser muy generoso.

—Sí, otra Madre Teresa de los cojones.

—¿Usted no cree que Jonah constituya una mejora, comparado con Carl?

—No vaya a malinterpretarme. Carl era un capullo de primera. Lo único que le importaba era el dinero, los negocios, la política. Un capullo integral. Pero era esa clase de capullo al que uno puede comprender. Siempre entendías lo que quería Carl. Era previsible.

—¿Un capullo previsible?

—Exacto. Pero Jonah… es de una especie completamente distinta. Es impredecible. Un puto chiflado. Como aquí, sin ir más lejos. Esto es un ejemplo perfecto. Carl quería echar a todos estos mierdas, mantenerlos a raya. Lógico, ¿no? Pues Jonah llega y dice: no. Hay que darles cobijo. Hay que guarecerlos de la lluvia. Una especie de nuevo principio espiritual, ¿vale? Honremos a la escoria. Dejemos que se meen en el suelo.

—Usted no se traga la versión ángel-demonio de los hermanos Spalter, ¿verdad?

El tipo le lanzó a Gurney una mirada astuta.

—Lo que le he oído decir al teléfono… ¿es cierto?

—¿El qué?

—Que quizá Kay no se cargó a Carl, después de todo.

—¡Joder, Frank! No me daba cuenta de que hablaba en voz alta. Necesito que mantenga esa información en secreto.

—No hay problema. Solo pregunto: ¿es una posibilidad real?

—¿Una posibilidad real? Sí, lo es.

—Lo cual permite echar una segunda mirada.

—¿Una segunda mirada?

—A todo lo que sucedió.

Gurney bajó la voz.

—Podría decirse así.

Una sonrisita especulativa y nada alegre dejó al descubierto la dentadura amarillenta de Frank.

—Vaya, vaya, vaya. Así que tal vez no fue Kay quien disparó. Eso sí que tiene miga.

—No sé, Frank. Lo dice como si tuviera usted algo que contarme.

—Tal vez.

—Le agradecería mucho cualquier idea sobre el asunto.

Frank sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos, encendió uno y dio una larga calada con aire pensativo. Un rictus mezquino y malicioso asomó en su sonrisa.

—¿No ha pensado nunca que el señor Perfecto podría ser un poquito demasiado perfecto?

—¿Jonah?

—Sí. El señor Generoso. El señor Sea-Amable-con-la-Escoria. El señor de la Puta-Ciber-Catedral.

—Suena como si usted hubiera visto otro lado de él.

—Quizás he visto el mismo lado que vio su madre.

—¿Su madre? ¿Usted conoció a Mary Spalter?

—Sí. Solía presentarse de vez en cuando en la oficina principal. Cuando Carl estaba al mando.

—¿Y ella tenía algún problema con Jonah?

—Sí. Nunca lo miró con buenos ojos. Eso no lo sabía, ¿eh?

—No, pero me encantaría que me lo contara.

—Es muy sencillo. Ella sabía que Carl era un capullo, y tampoco le parecía mal. A los hombres duros los comprendía. Jonah era demasiado dulce para su gusto. Y no creo que la vieja señora se fiase de tanta amabilidad. ¿Sabe qué creo? Yo creo que pensaba que era un mentiroso de mierda.