La casita no era ni de lejos tan cursi como Gurney se había esperado. Pese a su fachada de cuento, el interior era más bien comedido. La puerta se abría a un modesto vestíbulo. A la izquierda, vio una sala de estar con una chimenea y varias reproducciones de paisajes de estilo tradicional colgadas de las paredes. A la derecha, atisbó a través de un umbral lo que parecía un despacho con un escritorio de caoba y un gran cuadro de Willow Rest, que le recordó a una de esas panorámicas decimonónicas de una granja o un pueblo entero. Al fondo a la izquierda, había una escalera que subía al piso superior, y, a la derecha, una puerta que debía de dar a un par de habitaciones más en la parte trasera. Era allí a donde Paulette Purly había ido a preparar café después de hacerle pasar a la sala y de indicarle que se sentara en un sillón orejero junto a la chimenea. Sobre la repisa había una foto enmarcada de un hombre desgarbado que rodeaba con el brazo a una Paulette más joven. Ella llevaba entonces el pelo algo más largo y esponjoso, como alborotado por el viento, y de un tono rubio miel.
Pronto reapareció con una bandeja en la que había dos tazas de café, una jarrita de leche, un cuenco de azúcar y dos cucharillas. La depositó en la mesita baja frente al hogar y se acomodó en un sillón a juego enfrentado al de Gurney. Los dos continuaron callados mientras se servían leche y azúcar, y daban el primer sorbo. Luego se arrellanaron en los sillones.
Paulette, observó Gurney, sostenía su taza con ambas manos, tal vez para sujetarla bien o tal vez para quitarse el frío de los dedos. Sus labios permanecían apretados, aunque se estremecían levemente con una especie de contracción nerviosa.
—Ahora ya puede llover todo lo que quiera —dijo con una repentina sonrisa, como tratando de disipar la tensión con el sonido de su propia voz.
—Me inspira curiosidad este lugar —dijo Gurney—. Willow Rest debe de tener una historia interesante. —En realidad, le traía sin cuidado esa historia, pero pensó que hacerla hablar de un tema fácil tal vez sirviera para llegar a cuestiones más difíciles.
Durante los siguientes quince minutos, la mujer le explicó la filosofía básica de Emmerling Spalter, que a Gurney le pareció una bobada escapista astutamente empaquetada. Willow Rest era el hogar definitivo, no un cementerio. Solo se grababa en la lápida la fecha de nacimiento, no la de la muerte, porque, una vez que hemos nacido, vivimos para siempre. Willow Rest no proporcionaba tumbas, sino hogares: un pedazo de naturaleza con hierba, árboles y flores. Cada propiedad estaba concebida para acomodar a varias generaciones de una familia, no solo a un individuo. El buzón de cada propiedad era un modo de animar a los miembros de la familia a dejarles cartas y postales a sus seres queridos (las cuales se recogían una vez por semana y se quemaban en un pequeño brasero portátil en cada propiedad; las cenizas se mezclaban con la tierra). Paulette le explicó con fervor que Willow Rest tenía que ver con la vida, la continuidad, la belleza, la paz y la intimidad. Al parecer, pensó Gurney, tenía que ver con cualquier cosa salvo con la muerte. Pero no pensaba decirlo. Quería que ella siguiera hablando.
Emmerling y Agnes Spalter habían tenido tres hijos, dos de los cuales murieron de neumonía antes de salir de la cuna. El único que sobrevivió fue Joseph, que se casó con una mujer llamada Mary Croake.
Joseph y Mary tuvieron dos hijos, Carl y Jonah.
El hecho de mencionar esos dos nombres, observó Gurney, tuvo un efecto inmediato en la expresión y el tono de Paulette, trayendo de nuevo a sus labios un temblor casi imperceptible.
—Me han explicado que eran tan diferentes como puedan serlo dos hermanos —dijo para animarla a continuar.
—Ah, sí. Como la noche y el día. Caín y Abel. —Se quedó callada, con una mirada iracunda fija en algún recuerdo.
Gurney la incitó de nuevo.
—Me imagino que Carl debía de ser una persona difícil con la que trabajar.
—¿Difícil?
Una risa amarga de una sola sílaba surgió de su garganta. Cerró los ojos unos segundos y, cuando pareció alcanzar una decisión, las palabras surgieron a borbotones.
—¿Difícil? Permítame que le explique una cosa. Emmerling Spalter llegó a hacerse muy rico comprando y vendiendo grandes extensiones de tierra en el norte del estado de Nueva York. A su hijo le transmitió su negocio, su dinero y el talento para hacerlo. Joe Spalter era la versión aumentada y endurecida de su padre. Un hombre al que no habrías querido tener como enemigo. Pero era racional. Podías hablar con él. Aunque fuese a su modo implacable, era justo. No amable ni generoso. Pero sí justo. Fue Joe quien contrató a mi marido como encargado residente de Willow Rest. Eso fue… —Pareció desorientada un instante—. Ay, las fechas empiezan a fallarme. Hace quince años. Quince. —Miró su taza de café, como sorprendida de tenerla aún en las manos y la depositó en la mesita.
—¿Y Joe era el padre de Carl y Jonah? —la animó Gurney.
Ella asintió.
—El lado oscuro de Joe fue a parar enteramente a Carl, y todo lo que había en él de decente y razonable recayó en Jonah. Siempre dicen que todos tenemos algo bueno y algo malo, pero no es así en el caso de los hermanos Spalter. Jonah y Carl. Un ángel y un demonio. Yo creo que Joe se dio cuenta, y que si los obligó a trabajar juntos como condición para heredar la empresa fue para intentar resolver el problema. Tal vez confiaba en que se produjera una especie de equilibro. Por supuesto, no funcionó.
Gurney dio un sorbo de café.
—¿Qué sucedió?
—Tras la muerte de Joe, ellos pasaron de ser opuestos a ser enemigos. No se ponían de acuerdo en nada. Lo único que a Carl le interesaba era el dinero, el dinero y el dinero. Y le tenía totalmente sin cuidado cómo lo ganaran. A Jonah le acabó resultando insoportable la situación, y fue entonces cuando creó la Catedral del Ciberespacio y desapareció.
—¿Cómo que desapareció?
—En gran parte. Podías localizarlo a través de la página web de la Catedral, pero no tenía una dirección real. Corría el rumor de que estaba siempre de viaje, viviendo en una autocaravana, manejando el proyecto de la Catedral y todos los demás aspectos de su vida a través de un ordenador. Cuando se presentó aquí, en Long Falls, para asistir al funeral de su madre, hacía tres años que nadie lo había visto. E incluso entonces no sabíamos que iba a venir. Yo creo que quería romper completamente con todo lo relacionado con su hermano. —Hizo una pausa—. Tal vez incluso le tuviera miedo a Carl.
—¿Miedo?
Paulette se echó hacia delante y cogió su taza, otra vez con las dos manos. Carraspeó.
—No lo digo por decir. Carl Spalter no tenía conciencia. Yo creo que, si quería algo, no había límites para él. Era capaz de cualquier cosa.
—¿Qué es lo peor…?
—¿Lo peor que llegó a hacer? Ni lo sé ni quiero saberlo. Pero sí sé lo que me hizo a mí, o lo que intentó hacerme. —Sus ojos centelleaban de rabia.
—Cuénteme.
—Mi marido, Bob, y yo habíamos vivido en esta casa quince años, desde que él aceptó este trabajo. La planta baja siempre había servido como oficina de Willow Rest, y el apartamento de arriba iba incluido en el puesto. Nos mudamos en cuanto Bob fue contratado. Era nuestro hogar. Y, en cierto modo, el trabajo lo hacíamos los dos. Lo hacíamos juntos. A nosotros nos parecía que era más que un trabajo, que era una misión. Una manera de ayudar a la gente en momentos muy difíciles. No era solo un modo de ganar un sueldo; era toda nuestra vida.
Los ojos se le estaban llenando de lágrimas. Parpadeó varias veces y prosiguió su relato.
—Hace ocho meses, Bob tuvo una trombosis coronaria masiva. En ese pasillo. —Al mirar hacia el umbral, cerró un momento los ojos—. Ya estaba muerto al llegar la ambulancia. —Inspiró hondo—. El día después del funeral, recibí un e-mail de la secretaria de Carl en Spalter Realty. Un e-mail. En él me decía que una empresa especializada en gestión de cementerios, ¿puede usted imaginarse una cosa semejante?, una empresa de gestión de cementerios pasaría a hacerse cargo de Willow Rest, y que, para llevar a cabo una transición eficiente, era necesario que abandonara esta casa en el plazo de sesenta días.
Miró fijamente a Gurney, erguida en su sillón, llena de furia.
—¿Qué le parece? ¡Después de quince años! ¡Al día siguiente del funeral de mi marido! ¡Un e-mail! ¡Un maldito, asqueroso e insultante e-mail! «Tu marido ha muerto, así que largo». Dígame, detective Gurney, ¿qué clase de hombre hace una cosa así?
Cuando pareció que se había calmado, él le preguntó con delicadeza:
—Eso ocurrió hace ocho meses. Me alegro de que siga aquí.
—Si aún sigo aquí es porque Kay Spalter me hizo, a mí y al resto del mundo, un favor enorme.
—¿Quiere decir que dispararon a Carl antes de que vencieran sus sesenta días?
—Exacto. Eso demuestra que todavía hay algo bueno en el mundo, al fin y al cabo.
—¿Sigue trabajando para Spalter Realty?
—Para Jonah, en realidad. Cuando Carl fue incapacitado, todo el control de Spalter Realty pasó a manos de Jonah.
—¿El cincuenta por ciento que Carl poseía de la empresa no pasó a formar parte de su herencia?
—No. Créame, el patrimonio de Carl ya era bastante grande sin ese cincuenta por ciento. Él estaba metido en muchas otras cosas. Pero en lo referente a las empresas de Spalter Realty, el acuerdo corporativo que Joe les había hecho firmar incluía una cláusula por la cual, si moría cualquiera de los dos, toda la propiedad se transfería al hermano superviviente.
A Gurney le pareció que aquel hecho tenía la suficiente importancia como para haber aparecido en el expediente del caso. Pero no había visto ninguna alusión al respecto. Tomó nota mental para preguntarle a Hardwick si estaba al corriente de aquello.
—¿Cómo sabe usted esto, Paulette?
—Jonah me lo explicó el día que tomó posesión de la empresa. Jonah es muy abierto. Con él sacas la impresión de que verdaderamente no tiene secretos.
Gurney asintió, procurando no parecer escéptico. Él nunca había conocido a un hombre sin secretos.
—Deduzco, pues, que Jonah anuló los planes de Carl de subcontratar la gestión de Willow Rest, ¿no?
—Exactamente. De forma inmediata. De hecho, vino enseguida y me ofreció el puesto que tenía Bob, con el mismo salario. Incluso me dijo que el trabajo y la casa seguirían siendo míos mientras yo quisiera conservarlos.
—Parece un hombre generoso.
—¿Ha visto esos apartamentos vacíos que hay al otro lado del río? Él ordenó al guardia de seguridad de Spalter Realty que dejara de expulsar a los vagabundos. Incluso hizo que volvieran a poner la corriente para ellos: la corriente que Carl había mandado cortar.
—Parece que Jonah se preocupa por la gente.
—¿Que se preocupa? —Una sonrisa espiritual transfiguró totalmente su expresión—. No es que se preocupe solamente. Es que es un santo.