13. Muerte en Long Falls

Gurney ya estaba familiarizado con la topografía básica, las estructuras, los ángulos y las distancias. Todo eso estaba documentado en el expediente del caso. Pero ver el edificio con sus propios ojos, e identificar la ventana desde la cual había sido disparada la bala fatídica —hacia la zona donde ahora se encontraba— le resultó muy chocante. Era el efecto de la colisión entre la realidad y las ideas preconcebidas, algo que había experimentado en innumerables escenarios del crimen. Esa distancia entre la imagen mental y el impacto sensorial concreto era la razón de que fuese tan importante ir hasta allí.

La escena real de un crimen proporcionaba una percepción concreta y sin mediaciones que ninguna fotografía o descripción podía ofrecer. Contenía respuestas que podías encontrar si mirabas con los ojos y la mente abiertos. Observándola con atención, podía contarte toda una historia. Te proporcionaba un punto de partida tangible, un sitio desde donde poder analizar las posibilidades reales.

Tras efectuar un examen preliminar de los alrededores, Gurney se concentró en las características de la parcela de los Spalter. Con más del doble de terreno que la segunda más grande que había visto, calculó que las dimensiones del recuadro de césped eran de quince metros por veinte. Un seto bajo de rosales bien cuidados la rodeaban por completo.

Contó ocho losas de mármol planas situadas justo por debajo del nivel del césped. Estaban dispuestas en filas que dejaban un espacio aproximado de dos metros por cuatro para cada tumba. La fecha más antigua, 1899, aparecía en una lápida que llevaba el nombre de Emmerling Spalter. La más reciente, 1970, figuraba en una lápida con el nombre de Carl Spalter. El contorno de las letras sobre la reluciente superficie de mármol había sido tallado hacía poco con toda nitidez. Pero estaba claro que aquella no era la fecha de su muerte. ¿Sería la de su nacimiento, entonces? Seguramente.

Mientras contemplaba la lápida, advirtió que se encontraba junto a la de Mary Spalter, la madre en cuyo funeral Carl había sido herido fatalmente. Al otro lado de la tumba de Mary Spalter había una lápida con el nombre de Joe Spalter. El padre, la madre y el hijo asesinado. Una peculiar reunión familiar en aquel cementerio totalmente peculiar. El padre, la madre y el hijo asesinado —el hijo que esperaba llegar a gobernador— reducidos a la nada más absoluta.

Mientras reflexionaba sobre la triste insignificancia de las vidas humanas, oyó un zumbido mecánico a su espalda. Al girarse, vio un carrito eléctrico de golf que se aproximó hasta detenerse junto al seto de rosas de la parcela Spalter. La conductora era Paulette Purly, que sonreía con aire inquisitivo.

—Hola de nuevo, señor… Perdone, pero no sé su nombre.

—Dave Gurney.

—Hola, Dave —dijo ella, bajándose del carrito—. Iba a empezar mi ronda cuando he visto que se acercaban esos nubarrones cargados de lluvia. —Señaló vagamente hacia las nubes grises del oeste—. He pensado que quizá necesitara un paraguas. No querrá estar aquí fuera sin uno si cae un chaparrón. —Mientras hablaba, cogió del suelo del carrito un paraguas de un azul reluciente y se lo entregó—. Está bien mojarse cuando te pones a nadar; si no, ya no resulta tan agradable.

Gurney tomó el paraguas, le dio las gracias y aguardó a que la mujer pasara al verdadero motivo por el que había ido hasta ahí, que, estaba seguro, no era protegerlo de la lluvia.

—Déjelo en la casita cuando salga —dijo ella, volviendo hacia el carrito. Entonces se detuvo como si se le acabara de ocurrir otra cosa—. ¿Ha podido encontrar el camino sin problemas?

—Sí, gracias. Claro que esta parcela en particular…

—Propiedad —apuntó ella.

—¿Disculpe?

—En Willow Rest preferimos no utilizar la terminología de los cementerios. Ofrecemos «propiedades» a las familias, no deprimentes y minúsculas «parcelas». Me parece que usted no es miembro de la familia…

—No, no lo soy.

—¿Un amigo de la familia, tal vez?

—En cierto modo, sí. ¿Puedo saber por qué lo pregunta?

Ella pareció buscar en el rostro de Gurney alguna pista para decidir qué camino tomar. Debió de ver algo que pareció tranquilizarla. Bajó la voz, adoptando un tono confidencial.

—Perdone. Desde luego, no pretendía ofenderle. Pero la propiedad Spalter, estoy segura de que lo comprende, es… especial. A veces tenemos algún problema con…, ¿cómo le diría?, con aficionados a las emociones fuertes. Personas morbosas, en definitiva. —Curvó los labios con una mueca de repugnancia—. Cuando sucede algo trágico, la gente viene a fisgonear, a sacar fotografías. Es repugnante, ¿no? Quiero decir, estamos hablando de una tragedia. Una horrible tragedia familiar. ¿Puede imaginárselo? ¡Un hombre que recibe un disparo en el funeral de su propia madre! ¡Un disparo en la cabeza! ¡Que lo deja paralizado! ¡Convertido en un completo lisiado! ¡En un vegetal! ¡Y después se muere! ¡Y resulta que su propia esposa es la asesina! ¡Es una tragedia terrible! ¡Terrible! ¿Y qué hace la gente? Se presentan aquí con cámaras. ¡Con cámaras! Algunos incluso han intentado robarnos los rosales. ¡Cómo recuerdo! ¿Se imagina? Naturalmente, como encargada residente, todo acaba recayendo bajo mi responsabilidad. Me pone mala hablar de ello. ¡Me dan náuseas! Ni siquiera puedo… —Agitó una mano, como diciendo que era superior a sus fuerzas.

Aquella mujer hacía demasiados aspavientos, pensó Gurney. Daba la impresión de entusiasmarse tanto con la «tragedia» como la gente a la que criticaba, lo cual, pensó, no era insólito. Pocos comportamientos ajenos nos resultan más irritantes que aquellos que muestran nuestros propios defectos de modo poco favorable.

Su siguiente pensamiento fue que la aparente afición al drama de aquella mujer tal vez podría brindarle una oportunidad. La miró a los ojos como si entre ambos se hubiera creado un profundo entendimiento.

—A usted todo esto le importa de verdad, ¿no?

Ella parpadeó.

—¿Si me importa? Claro. ¿No es evidente?

En vez de responder, Gurney dio media vuelta con aire pensativo, caminó hasta el seto de rosas y hurgó abstraídamente en la tierra con la punta del paraguas que ella le había dado.

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer por fin.

A Gurney le pareció detectar un deje de excitación en su voz.

Siguió hurgando entre el mantillo.

—Ya se lo he dicho. Me llamo Dave Gurney.

—¿Por qué ha venido aquí?

Él contestó otra vez sin volverse.

—Se lo diré enseguida. Pero primero permítame hacerle una pregunta: ¿cuál fue su reacción, lo primero que sintió, cuando supo que Carl Spalter había recibido un disparo?

Ella titubeó.

—¿Es usted periodista?

Gurney se volvió, sacó la cartera y la alzó, enseñándole su placa de detective de la policía de Nueva York. La mujer estaba demasiado lejos para poder leer la palabra «retirado» al pie de la placa, y tampoco se acercó a examinarla. Gurney cerró la cartera y volvió a metérsela en el bolsillo.

—¿Es detective?

—En efecto.

—Ah… —La mujer parecía alternativamente confusa, curiosa y excitada—. ¿Y qué… anda buscando aquí?

—Necesito comprender mejor lo que sucedió.

Ella parpadeó varias veces.

—Pero ¿qué hay que entender? Yo creía que ya estaba todo… resuelto.

Gurney dio unos pasos hacia ella y le respondió como si estuviera transmitiéndole una información privilegiada.

—Se ha presentado una apelación a la condena. Hay algunas cuestiones abiertas, posibles lagunas entre las pruebas.

Ella arqueó una ceja.

—¿No se presentan siempre apelaciones cuando la condena es por asesinato?

—Sí. Y la gran mayoría de las veces se confirma la condena. Pero en este caso podría ser diferente.

—¿Diferente?

—Permítame que se lo pregunte otra vez: ¿cuál fue su reacción, lo primero que sintió, cuando se enteró usted de que Carl había recibido un disparo?

—¿Enterarme? Querrá decir cuando lo noté.

—¿Cómo que lo notó?

—Yo fui la primera en verlo.

—¿En ver… qué?

—El pequeño orificio que tenía en la sien. Al principio, no estaba segura de si era un orificio. Parecía una mancha roja redonda. Pero entonces empezó a resbalarle un hilillo rojo por un lado de la frente. Y entonces lo supe, lo supe sin más.

—¿Se lo explicó a los primeros agentes que llegaron?

—Claro.

—Fascinante. Siga contándome.

Ella señaló el suelo, a menos de un metro de donde Gurney estaba.

—Ahí fue, justo ahí, donde la primera gota de sangre que le resbalaba por la frente cayó en la nieve. Es casi como si lo estuviera viendo. ¿Ha visto alguna vez sangre en la nieve? —Sus ojos se agrandaban con solo recordarlo—. Es el rojo más rojo que pueda imaginarse.

—¿Qué le hace estar tan segura de que fue precisamente…?

Ella respondió antes de que pudiera terminar la pregunta.

—Eso. —Señaló otro punto en el suelo, medio metro más allá.

Solo cuando dio un paso hacia allí, Gurney distinguió un pequeño disco verde por debajo del nivel del césped. Tenía diminutas perforaciones alrededor de su circunferencia.

—¿Un sistema de riego?

—Su cabeza estaba boca abajo a solo unos centímetros. —La mujer se acercó y puso un pie junto al aspersor—. Justo aquí.

A Gurney le impresionó la frialdad y la hostilidad del gesto.

—¿Asiste usted a todos los funerales que se celebran aquí?

—Sí y no. Como encargada residente, nunca ando muy lejos. Pero siempre me mantengo a una distancia discreta. Los funerales, creo yo, son para los amigos y la familia. Naturalmente, en el caso del funeral de los Spalter, estuve más presente.

—¿Más presente?

—Bueno, no me pareció apropiado sentarme con la familia del señor Spalter y sus amigos, así que me mantuve un poco al margen. Pero desde luego estuve mucho más presente que en otros sepelios.

—¿Y eso por qué?

Ella pareció sorprendida por la pregunta.

—Por el tipo de relación que me une a ellos.

—Que es…

—Yo trabajo para Spalter Realty.

—¿Los Spalter son dueños de Willow Rest?

—Creía que era de dominio público. Willow Rest fue fundado por Emmerling Spalter, el abuelo del… difunto Carl Spalter. ¿No lo sabía?

—Sea un poco paciente conmigo. Soy nuevo en el caso y no conozco Long Falls. —Captó un rictus crítico en la expresión de la mujer y añadió con un deje confidencial—: Verá, me han traído aquí para aportar un punto de vista completamente fresco. —Le dio unos momentos para asimilar las implicaciones de tal declaración y luego prosiguió—: Volvamos a mi pregunta sobre lo que sintió usted cuando se dio cuenta, cuando notó lo que le había sucedido al señor Spalter.

Ella vaciló, con los labios tensos.

—¿Qué importancia tiene?

—Se lo explicaré enseguida. Mientras tanto, permítame que le haga otra pregunta: ¿qué sintió cuando se enteró de que Kay Spalter había sido detenida?

—Ay, Dios. Incredulidad. Consternación. Un shock completo.

—¿Hasta qué punto conocía a Kay?

—Obviamente, no tan bien como creía. Una cosa así te hace preguntarte hasta qué punto conoces a alguien. —Tras una pausa, su expresión se transformó en una especie de astuta curiosidad—. ¿A qué viene todo esto? Todas estas preguntas… ¿Qué ocurre aquí?

Gurney le dirigió una dura y prolongada mirada, como si estuviera evaluando si era una persona de fiar. Luego inspiró profundamente y le respondió con un tono que, esperaba, pareciera el de una confesión.

—Hay una cosa curiosa en la policía, Paulette. Siempre esperamos que la gente nos lo cuente todo, pero no nos gusta revelar nada sobre nosotros. Entiendo los motivos, pero hay veces… —Hizo una pausa, inspiró hondo y continuó lentamente, mirándola a los ojos—. Tengo la impresión de que Kay era más buena persona que Carl. No la clase de persona capaz de cometer un asesinato. Estoy tratando de averiguar si tengo razón o me equivoco. Pero no puedo hacerlo solo. Necesito la perspicacia de otras personas. Y tengo la intensa sensación de que usted podría ayudarme.

Ella lo miró fijamente unos cuantos segundos; se estremeció un poco y se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Creo que debería volver a casa conmigo. Estoy segura de que va a empezar a llover de un momento a otro.