Cuando Gurney entró en la cocina a la mañana siguiente, tenía un hambre canina.
Madeleine estaba en el fregadero, partiendo trocitos de pan en un gran plato de papel, la mitad del cual ya estaba cubierto de fresas cortadas. Una vez a la semana les ponía a las gallinas algo especial, además del pienso envasado que compraba en la tienda de suministros agrícolas.
Por el conjunto más conservador de lo normal que se había puesto, Gurney recordó que ese era uno de sus días de trabajo en la clínica. Echó un vistazo al reloj.
—¿No llegas tarde? —preguntó.
—Viene a recogerme Hal, así que no hay problema.
Si no le fallaba la memoria, Hal era el director de la clínica.
—¿Por qué?
Ella se lo quedó mirando.
—Ah, sí. Tu coche está en el taller. Pero ¿cómo es que Hal…?
—Comenté el otro día que tenía problemas con el coche, y Hal me dijo que pasa por nuestra carretera de todos modos. Además, si yo llego tarde porque él llega tarde, difícilmente podrá quejarse. Y hablando de llegar tarde, ¿no te vas a retrasar, no?
—¿Retrasar? ¿En qué?
—Esta noche. El club de yoga.
—No hay problema.
—¿Y pensarás en llamar a Malcolm Claret?
—¿Hoy?
—Es tan buen momento como cualquier otro.
Se oyó un coche que subía por el sendero de hierba y Madeleine se asomó a la ventana.
—Ahí está —dijo alegremente—. He de marcharme.
Se acercó a toda prisa a Gurney y le dio un beso. Luego cogió el bolso del aparador con una mano y el plato de pan y fresas con la otra.
—¿Quieres que me ocupe de llevarles ese plato a las gallinas? —preguntó Gurney.
—No. Hal puede parar un par de segundos en el granero. Ya lo hago yo. Adiós. —Cruzó el pasillo y el vestidor del vestíbulo y salió por la puerta trasera.
Gurney miró por la ventana mientras el reluciente Audi de Hal bajaba lentamente hacia el granero y daba la vuelta hasta el lado opuesto, donde estaba la puerta. Siguió mirando hasta que el coche reapareció por detrás del granero un minuto o dos después y se dirigió por la cuesta hacia la carretera.
Apenas eran las ocho y cuarto de la mañana y ya se sentía acosado por ideas y emociones desagradables.
Sabía por experiencia que el mejor remedio para combatir ese estado de agitación era pasar a la acción, seguir adelante.
Fue al estudio, cogió el informe del caso Spalter y el abultado paquete de documentos que describían la travesía de Kay por el sistema legal desde el momento en que había sido acusada: las mociones previas al juicio, la transcripción del proceso, las copias de los recursos gráficos y los elementos probatorios de la acusación y las apelaciones de rutina posteriores al veredicto presentadas por el primer abogado defensor. Gurney se lo llevó todo al coche, porque no sabía qué documentos en concreto iba a necesitar a lo largo del día.
Volvió a entrar en la casa y sacó de su armario una sencilla chaqueta sport de color gris, la que había llevado centenares de veces en su trabajo, pero solo en tres ocasiones desde que se había retirado. Esa chaqueta, con unos pantalones oscuros, camisa azul y zapatos de estilo militar proclamaban que era un «poli» tan clamorosamente como un uniforme. Suponía que esa pinta podría resultarle útil en Long Falls. Echó un último vistazo en derredor, regresó al coche e introdujo la dirección del cementerio Willow Rest en el GPS portátil del salpicadero.
Un minuto después estaba en camino. Ya se sentía mejor.
Como tantas otras viejas ciudades situadas junto a ríos y canales de declinante utilidad comercial, Long Falls parecía luchar contra una incesante decadencia.
Había signos dispersos de intentos de revitalización. Una factoría textil abandonada había sido reconvertida en un centro de oficinas; un grupo de tiendas ocupaba ahora una antigua fábrica de ataúdes; un bloque alargado de ladrillos renegridos como costras viejas, con el rótulo PRODUCTOS LÁCTEOS CLOVERSWEET grabado en el dintel de granito de la entrada, había sido rebautizado como ESTUDIOS Y GALERÍAS NORTHERN ART, con un letrero más grande y reluciente colocado por encima del dintel.
Mientras circulaba por la avenida principal, sin embargo, Gurney contó al menos seis edificios abandonados que hablaban de otros tiempos más prósperos. Había un montón de plazas de aparcamiento vacías, demasiada poca gente por las calles. Un adolescente flacucho, con el típico uniforme de pringado —vaqueros caídos y una gorra enorme de béisbol colocada de lado—, se encontraba en una esquina por lo demás desierta, sujetando con una correa a un perro musculoso. Cuando Gurney se detuvo ante un semáforo rojo, vio que los ojos ansiosos del joven examinaban los coches que pasaban, con esa combinación de expectativa e indiferencia característica de los adictos.
A Gurney le parecía a veces que algo había salido terriblemente mal en Estados Unidos. Un gran segmento de una generación había sido infectado por la ignorancia, la pereza y la vulgaridad. Ya no era insólito que una joven tuviera, digamos, tres niños pequeños de tres padres distintos, dos de los cuales estaban encarcelados. Y los lugares como Long Falls, que en su día tal vez habían favorecido una forma de vida más sencilla, ahora se parecían de modo deprimente a cualquier otro.
Tales pensamientos se vieron interrumpidos por el GPS, que anunció con voz imperiosa: «Llegando al destino por su derecha».
El rótulo, junto a una impecable carretera asfaltada de acceso, decía únicamente WILLOW REST, lo que dejaba sin especificar la naturaleza de las instalaciones. Gurney tomó la carretera y la siguió, cruzando una verja de hierro forjado abierta en un muro de ladrillo amarillo. Los parterres pulcramente cuidados que flanqueaban la entrada no transmitían la impresión de que se estaba entrando a un cementerio, sino más bien a una urbanización residencial de alto nivel. La carretera conducía directamente a un reducido aparcamiento vacío situado frente a una casita de estilo inglés.
Los tiestos rebosantes de pensamientos violetas y amarillos, bajo las anticuadas ventanas de pequeños paneles, le recordaron la estética extraña y acogedora a la vez de un pintor tremendamente famoso cuyo nombre nunca conseguía recordar. Había un cartel de INFORMACIÓN junto al sendero de losas que iba del aparcamiento a la casita de campo.
Cuando Gurney se disponía a recorrer el sendero, la puerta se abrió y apareció en el escalón de la entrada una mujer que no parecía haber advertido su presencia. Iba vestida de modo informal, como para realizar labores de jardinería: una idea reforzada por las tijeras de podar que llevaba en la mano.
Gurney conjeturó que debía tener cincuenta y tantos. Su rasgo más llamativo era el cabello, completamente blanco, que llevaba corto y escalado, con puntas irregulares alrededor de la frente y las mejillas. Recordó que su madre, siendo él un niño, lucía ese mismo peinado cuando se puso de moda por primera vez. Incluso recordaba cómo lo llamaban: la alcachofa. Esa palabra le provocó una fugaz sensación de malestar.
La mujer se volvió sorprendida hacia él.
—Disculpe, no lo he oído llegar. Estaba saliendo para hacer unas cosas. Soy Paulette Purly. ¿En qué puedo ayudarle?
Durante el trayecto a Long Falls, Gurney había barajado varias maneras de explicar su visita y había decidido adoptar una táctica que él calificaba para sus adentros de «mínima sinceridad», lo cual significaba decir una parte suficiente de la verdad para evitar que lo pillaran mintiendo, pero decirla de un modo que no disparara innecesariamente las alarmas.
—Todavía no lo sé. —Sonrió con aire inocente—. ¿Hay algún problema si me doy una vuelta por aquí?
La mujer pareció estudiarlo con sus ojos castaños.
—¿Ya había venido otras veces?
—Esta es mi primera visita. Pero tengo impreso un mapa satélite de Google.
Una nube de escepticismo cruzó el rostro de ella.
—Espere un momento. —Dio media vuelta y entró en la casita. Al cabo de unos segundos reapareció con un folleto de vivos colores—. Esto podrá serle útil si el mapa de Google no resulta del todo claro. —Hizo una pausa—. ¿Quiere que le indique el lugar de reposo de algún amigo o pariente en concreto?
—No. Pero muchas gracias. Hace un día tan espléndido que me parece que prefiero orientarme por mi cuenta.
Ella lanzó una mirada inquieta al cielo, a medias azul y a medias nublado.
—Han dicho que podría llover. Si me dice el nombre…
—Muy amable —dijo él, alejándose—, pero ya me las arreglaré.
Retrocedió hacia el aparcamiento y vio, en el extremo opuesto, un sendero de losas que pasaba bajo un enrejado de rosales con un letrero que decía: ENTRADA DE PEATONES.
Mientras lo cruzaba, echó un vistazo atrás. Paulette Purly seguía frente a la casita, observándolo con inquietud y curiosidad.
Gurney no tardó en comprender a qué se refería Hardwick cuando le había dicho que Willow Rest era un sitio «extremadamente peculiar». Aquello se parecía muy poco a los cementerios que él había conocido. Y, sin embargo, había algo allí que le resultaba familiar. Algo que no conseguía definir.
El trazado básico del lugar consistía en un camino adoquinado que se curvaba suavemente siguiendo el muro bajo de ladrillo que rodeaba la propiedad. De ese camino surgían a intervalos regulares otros senderos más estrechos hacia el centro del cementerio, entre una gran profusión de rododendros, lilas y cicutas. Esos senderos se ramificaban en sendas aún más estrechas, cada una de las cuales desembocaba en una zona de césped recortado del tamaño de un patio trasero, separada de las zonas vecinas por hileras de espíreas y lirios de día. En cada uno de los cuadros de césped en los que entró, había unas cuantas lápidas de mármol en el suelo. Además del nombre de la persona enterrada, las lápidas exhibían una única fecha, en vez de indicar, como se hace normalmente, las fechas de nacimiento y defunción.
En la entrada de cada senda había un sencillo buzón negro con el nombre de la familia. Gurney abrió varios buzones mientras recorría los senderos, pero no encontró nada en ninguno. Tras unos veinte minutos de exploración, encontró un buzón con el apellido Spalter. Marcaba la entrada a la parcela más grande que había visto hasta el momento. La parcela ocupaba uno de los puntos más altos de Willow Rest: una suave elevación desde la cual se divisaba el angosto río más allá del muro del cementerio. Detrás del río estaba la autopista estatal que dividía Long Falls en dos. Al otro lado de la autopista, un complejo de bloques de tres pisos miraba hacia el cementerio.