Gurney no dijo nada. Y continuó sin decir nada durante los diecisiete minutos siguientes, que fue lo que tardaron en recorrer el trecho desde el embalse hasta Walnut Crossing, y en subir desde la carretera por el sinuoso camino y el sendero de grava hasta llegar a su estanque, a sus prados, a su granja.
Sentado frente a la casa, en el GTO ronroneante, Gurney era consciente de que tenía que decir algo, y quería que fuera una declaración nada ambigua.
—Jack, tengo la sensación de que vamos por caminos distintos en este proyecto.
Por su gesto, se diría que Hardwick sintió un gusto agrio en la boca.
—¿En qué sentido?
—Tú no paras de empujarme hacia los problemas de investigación viciada, los defectos procesales, etcétera.
—En eso consisten las apelaciones.
—Lo comprendo. Ya llegaré a ese punto. Pero no puedo empezar por ahí.
—Pero si Mick Klemper…
—Ya lo sé, Jack. Si tú puedes demostrar que el investigador jefe del caso dejó de lado una línea de investigación porque…
—Porque se estaba follando a una posible sospechosa, podríamos conseguir que la condena fuera revocada ya solo con eso. ¡Bingo! ¿Qué tiene de malo?
—Nada. El problema es cómo se supone que voy a llegar desde aquí hasta allí.
—Un primer paso inteligente sería mantener una charla con la despampanante Alyssa, hacerse una idea de con quién nos las vemos, de los puntos de presión que podrían ayudarnos a ponerla de nuestro lado, de los ángulos que…
—¿Lo ves? A eso me refiero exactamente cuando digo que vamos por caminos distintos.
—¿De qué coño estás hablando?
—Para mí, esa charla podría ser un paso inteligente en décimo o undécimo lugar. No en primer lugar.
—¡Joder! Estás exagerando un poquito, ¿no?
Gurney echó un vistazo por la ventanilla del coche. Sobre la cumbre, más allá del estanque, un halcón volaba lentamente en círculos.
—Aparte de lograr que Kay Spalter pueda estampar su firma al pie del testamento, ¿qué se supone que voy a aportar yo a esta historia?
—Ya te lo he dicho.
—Vuelve a decírmelo.
—Tú formas parte del equipo estratégico. De la potencia de fuego. De la solución definitiva.
—¿Simplemente?
—¿Qué tiene de malo?
—Si quieres que colabore, has de dejar que sea a mi manera.
—¿Quién cojones eres tú…, el puto Frank Sinatra?
—No te puedo ayudar si pretendes que dé el décimo paso antes que el primero.
Hardwick dejó escapar un suspiro malhumorado que parecía de rendición.
—Muy bien. ¿Qué quieres hacer?
—Necesito empezar por el principio. En Long Falls. En el cementerio. En el edificio donde se apostó el tirador. Tengo que examinar el sitio donde sucedió. Tengo que verlo.
—Pero ¿qué coño…? ¿Quieres reinvestigar todo el puto caso?
—No me parece tan mala idea.
—No hace falta que lo hagas.
Estuvo a punto de decirle a Hardwick que allí había en juego algo más importante que el objetivo práctico de la apelación. Que estaba en juego la verdad. La verdad en mayúsculas. Pero el retintín pretencioso de esa idea le impidió formularla.
—Necesito poner los pies sobre el terreno, literalmente.
—No sé de qué cojones me hablas. Hemos de concentrarnos en las cagadas de Klemper, no en ese puto cementerio.
Siguieron discutiendo durante otros diez minutos.
Al final, Hardwick se rindió, meneando la cabeza con exasperación.
—Haz lo que quieras. Pero no pierdas un montón de tiempo, ¿vale?
—No pienso perder el tiempo.
—Lo que tú digas, Sherlock.
Gurney se bajó del coche. La pesada portezuela se cerró con el porrazo más violento que había oído en mucho tiempo.
Hardwick se inclinó hacia la ventanilla abierta del copiloto.
—Me mantendrás informado, ¿de acuerdo?
—Desde luego.
—No pierdas demasiado tiempo en ese cementerio. Es un sitio realmente peculiar.
—¿Qué quieres decir?
—Pronto lo descubrirás. —Ceñudo, Hardwick aceleró el estridente motor de su coche, que pasó de un ronroneo bronquítico a un rugido brutal. Soltó el embrague, dio la vuelta lentamente con el GTO rojo sobre la hierba pajiza y descendió por la senda de pasto.
Gurney alzó la vista otra vez hacia el halcón, que se deslizaba con elegante soltura por encima del risco. Luego entró en la casa, esperando encontrar a Madeleine, u oírla practicar con el violonchelo arriba. La llamó. El interior, sin embargo, transmitía únicamente esa extraña sensación de vacío que parecía desprender siempre que ella había salido.
Pensó un momento si no sería uno de los tres días de la semana en los que trabajaba en la clínica psiquiátrica. Pero no, no lo era. Buscó en su memoria algún retazo de conversación en el que ella le hubiera hablado de una de sus reuniones en el consejo de la comunidad, de sus clases de yoga o de sus sesiones de trabajo voluntario en el jardín comunitario, o de una expedición de compras a Oneonta. Pero no recordó nada.
Volvió a salir. Examinó en todas direcciones la suave pendiente que flanqueaba la casa. Tres ciervos lo observaban inmóviles desde la cumbre de los prados altos. El halcón seguía planeando, ahora en un círculo más amplio; solo hacía correcciones mínimas en el ángulo de sus alas desplegadas.
Llamó a Madeleine de nuevo, esta vez alzando la voz y con la mano detrás de la oreja por si llegaba una respuesta. Pero mientras seguía aguzando el oído, algo captó su atención: más allá de los pastos bajos, entre los árboles, vislumbró un destello fucsia junto a la esquina posterior del pequeño granero.
Solo se le ocurrían dos objetos fucsias que pertenecieran al mundo recluido que habitaban: la chaqueta de nailon de Madeleine y el asiento de la bicicleta nueva que él le había regalado por su cumpleaños, para reemplazar a la que se había perdido en el incendio que destruyó el granero original.
Mientras descendía entre el prado, cada vez más intrigado, la llamó de nuevo: ahora ya seguro de que lo que estaba viendo era, en efecto, su chaqueta. Pero tampoco esta vez obtuvo respuesta. Cruzó la hilera irregular de arbolitos que bordeaban el prado y, al entrar en la zona de hierba recortada en torno al granero, vio a Madeleine sentada en el suelo junto a la esquina posterior de la pequeña construcción. Parecía muy concentrada en algo que quedaba fuera del campo de visión de Gurney.
—Madeleine, ¿por qué no…? —empezó, con un tono de palpable irritación ante su falta de respuesta.
Sin mirarlo, ella levantó una mano hacia él en un gesto que solo podía significar que no debía seguir acercándose o que debía dejar de hablar.
Cuando Gurney interrumpió su avance y su frase, ella le indicó que se adelantara lentamente. Fue a situarse detrás de ella y se asomó por la esquina del granero. Y entonces las vio: todas las gallinas sentadas plácidamente sobre la hierba, con la cabeza gacha y las patas metidas bajo el pecho. El gallo estaba a un lado de las piernas extendidas de Madeleine; y las tres gallinas al otro lado. Mientras observaba aquel curioso cuadro, Gurney notó que las gallinas emitían el mismo arrullo pacífico que cuando estaban a punto de dormirse en sus perchas.
Madeleine levantó la vista hacia él.
—Necesitan una casita y un patio vallado para moverse. Para que puedan estar todo el tiempo que quieran al aire libre, y vivir felices y seguras. Es lo único que quieren. Así que hemos de hacerlo por ellas.
—Vale. —Ese recordatorio del proyecto del corral que aún tenía por delante le irritó. Bajó la vista hacia las gallinas—. ¿Cómo te las vas a arreglar para volver a meterlas en el granero?
—Eso no es problema. —Sonrió, más a las gallinas que a él—. No es problema —repitió en un murmullo—. Volveremos al granero enseguida. Solo queremos quedarnos sobre la hierba unos minutos más.
Media hora más tarde, Gurney estaba sentado frente a su ordenador en el estudio, explorando la página web de la Catedral del Ciberespacio: «tu portal a una vida feliz». Como era de prever, dado el nombre de la organización, no encontró una dirección ni ninguna fotografía de una sede de ladrillo y cemento.
La única opción que se ofrecía en la página de contacto era un correo electrónico. La dirección, en una ventana emergente, era: jonah@ciber-catedral.org.
Gurney se detuvo a reflexionar sobre ese detalle: la insinuación apabullante, casi íntima, de que el comentario, la pregunta o la petición que uno hiciera habría de llegar directamente al fundador. Eso, a su vez, le hizo preguntarse qué tipo de comentarios, preguntas o peticiones de ayuda podía generar la página web. La búsqueda de la respuesta lo mantuvo navegando por la página otros veinte minutos.
La impresión que sacó al final fue que la vida feliz prometida era un estado mental vagamente new age, lleno de filosofía vaporosa y gráficos pastel bajo un cielo radiante. Todo el montaje parecía brindar algo parecido a la suavidad protectora de los polvos de talco. Era como si una cadena de productos para bebés hubiera decidido fundar una religión.
Lo que atrajo la atención de Gurney durante más tiempo fue la fotografía de Jonah Spalter que aparecía en la página de bienvenida. Era una imagen de alta resolución, en apariencia no retocada, y poseía una inmediatez extemporánea, una franqueza aparente que contrastaba muchísimo con los vaporosos contenidos que la rodeaban.
Había algo de Carl en la cara de Jonah: el pelo tupido y oscuro levemente ondulado, la nariz recta, el maxilar recio. Pero ahí terminaba todo el parecido. Mientras que los ojos de Carl estaban embargados al final por una desesperación extrema, los de Jonah parecían fijos en un futuro de éxitos inagotables. Como las máscaras clásicas de la tragedia y la comedia, sus rostros eran extraordinariamente similares y totalmente opuestos. Si ambos se habían enzarzado en el tipo de batalla personal que Kay había descrito, y si la fotografía de Jonah representaba su apariencia actual, no cabía duda sobre cuál de los dos hermanos había salido victorioso.
Además de la imagen de Jonah, la página de bienvenida incluía un extenso menú de temas accesibles con un clic. Gurney escogió el que figuraba en lo alto de la lista: «Solo humano». Mientras se abría en la pantalla una página festoneada de margaritas entrelazadas, oyó que Madeleine lo llamaba desde la otra habitación.
—La cena está en la mesa.
Ella ya estaba sentada ante la mesita redonda del rincón de las puertas cristaleras: la que utilizaban para todas sus comidas, salvo cuando tenían invitados y usaban la larga mesa de estilo Shaker. Se sentó frente a ella. Había en los platos una generosa porción de bacalao salteado con zanahorias y brócoli. Gurney tomó un trozo de zanahoria, lo pinchó con el tenedor y empezó a masticar. Advirtió que no tenía mucha hambre, pero, aun así, siguió comiendo. El bacalao no le entusiasmaba. Le recordaba al pescado insípido que solía servirle su madre.
—¿Las has vuelto a meter en el granero? —preguntó con más irritación que interés.
—Por supuesto.
Gurney cayó en la cuenta de que había perdido la noción del tiempo y echó un vistazo al reloj de la pared del fondo. Eran las seis y media. Volvió la cabeza. A través de la puerta cristalera, vio que el sol le lanzaba a su vez una mirada feroz justo por encima de las montañas del oeste. Lejos de cualquier idea romántica de un crepúsculo bucólico, la imagen le hizo pensar en la lámpara de interrogatorio típica de las películas.
Esta asociación de ideas le trajo a la memoria las preguntas que había formulado hacía solo unas horas en Bedford Hills, y también aquellos ojos verdes de misteriosa firmeza, más propios de un gato en un cuadro que de una mujer en la cárcel.
—¿Quieres hablarme de ello? —Madeleine lo miraba con aquella expresión sagaz que a veces le hacía preguntarse si no habría estado murmurando sus pensamientos sin darse cuenta.
—¿De qué…?
—De tu día. De la mujer a la que has ido a ver. De lo que Jack quiere. De tus planes. De si crees que ella es inocente.
Gurney no había pensado si le apetecía hablar de ello. Pero quizá sí le apetecía. Dejó el tenedor.
—Para resumir: no sé qué creer. Si es una mentirosa, es de las buenas. Quizá la mejor que he visto.
—Pero ¿tú no crees que lo sea?
—No estoy seguro. Ella parece desear que yo crea que es inocente, pero tampoco va a hacer ningún esfuerzo para convencerme. Es como si quisiera ponérmelo difícil.
—Muy hábil.
—O sincera.
—Tal vez ambas cosas.
—Exacto.
—¿Qué más?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué más has percibido en ella?
Él reflexionó un momento.
—Orgullo. Firmeza. Terquedad.
—¿Es atractiva?
—Yo no usaría esa palabra.
—¿Cuál, pues?
—Imponente. Intensa. Decidida.
—¿Despiadada?
—Ah. Eso es difícil de decir. Si te refieres a lo bastante despiadada para matar a su marido por dinero, todavía no puedo decantarme en un sentido u otro.
Madeleine repitió «todavía» en voz tan baja que él apenas la oyó.
—Tengo la intención de dar al menos un paso más —añadió, pero incluso mientras lo iba diciendo percibió la sutil falsedad implícita en sus palabras.
Si el destello escéptico en los ojos de Madeleine era indicativo, ella también lo había percibido.
—¿Y cuál es ese paso?
—Quiero ver el escenario del crimen.
—¿No había fotografías en el expediente que Jack te dio?
—Las fotos y los esquemas de la escena del crimen captan tal vez un diez por ciento de la realidad. Tienes que plantarte allí, darte una vuelta, mirar por todos lados, escuchar, oler, familiarizarte con el lugar, con las posibilidades y limitaciones, con el barrio, con el tráfico, hacerte una idea de lo que quizás haya visto la víctima, de lo que quizás haya visto el asesino, de cómo pudo haber llegado hasta allí, de qué camino pudo tomar para escabullirse, de quién habría podido verlo.
—O verla.
—O verla.
—¿Y cuándo piensas hacer todo ese ejercicio de mirar, escuchar, oler y captar el ambiente?
—Mañana.
—¿Te acuerdas de nuestra cena?
—¿Mañana?
Madeleine exhibió una sufrida sonrisa.
—Con los miembros del club de yoga. Aquí. Para cenar.
—Ah, sí, claro. Perfecto. No hay problema.
—¿Seguro? ¿Estarás aquí?
—No hay problema.
Ella le dedicó una larga mirada y finalmente la apartó, como dando por zanjado el tema. Se puso de pie, abrió las puertas cristaleras e inspiró una profunda bocanada de aire fresco.
Al cabo de un momento, de los bosques de detrás del estanque llegó aquel extraño grito perdido que ya habían oído otras veces: como una sobrecogedora nota de flauta.
Gurney se levantó, pasó junto a Madeleine y salió al patio de piedra. El sol se había hundido detrás de la cumbre y daba la impresión de que la temperatura hubiera bajado ocho grados. Permaneció inmóvil y aguzó el oído, esperando que se repitiera aquel sonido sobrenatural.
Lo único que escuchó fue un silencio tan profundo que le produjo un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo.