Cuando dejaron atrás el centro penitenciario Bedford Hills y ya se dirigían hacia el Tappan Zee Bridge, Gurney sacó el asunto que le estaba reconcomiendo por dentro.
—Tengo la impresión de que conoces datos significativos del caso que aún no me has contado.
Hardwick pisó a fondo y sorteó con una expresión de repugnancia un monovolumen que circulaba muy despacio.
—Obviamente, el tipo no tiene adónde ir y le importa un carajo cuándo llegue. Estaría bien tener una excavadora y empujar a estos putos gansos a una zanja.
Gurney aguardó.
Al cabo de unos segundos, Hardwick respondió a su pregunta.
—Ya tienes el esquema general, campeón. Los puntos clave, los actores principales. ¿Qué coño más quieres?
—Imagínatelo tú mismo. Recuerda que todavía puedo pasar del asunto, cosa que haré si no tengo la sensación de que sé todo lo que tú sabes sobre el asesinato Spalter. No voy a hacer de hombre de paja solo para conseguir que esa mujer cierre el acuerdo con tu abogado. ¿Cómo has dicho que se llamaba?
—Calma. No te exaltes. Se llama Lex Bincher. Ya lo conocerás.
—¿Lo ves, Jack? Ahí está el problema.
—¿Qué problema?
—Que das demasiadas cosas por supuestas.
—¿Qué cosas?
—Das por supuesto que ya estoy en el equipo.
Hardwick, ceñudo y concentrado, no apartaba la vista de la carretera, que estaba vacía. Su tic había reaparecido.
—¿Y no lo estás?
—Quizá sí, quizá no. Ya te avisaré.
—Vale. Muy bien.
Se produjo un silencio entre ambos que se prolongó hasta que cruzaron el Hudson y aceleraron hacia el oeste por la interestatal 287. Gurney había dedicado ese tiempo a preguntarse por qué se sentía tan molesto, y había llegado a la conclusión de que el problema no era Hardwick, sino su propia falta de honestidad.
En realidad, ya estaba en el equipo. Había aspectos del caso, aparte de la espantosa fotografía de Carl Spalter, que lo tenían intrigado. Pero él fingía que aún no se había decidido. Y esa comedia tenía más que ver con Madeleine que con Hardwick. Fingía —y le daba a entender a ella— que todo aquello era un proceso racional que él seguía de acuerdo con unos criterios objetivos, cuando, a decir verdad, no era nada parecido. Su implicación en el caso no era en absoluto una cuestión de elección racional, tal como no lo era la posibilidad de decidir si se sometía o no a la ley de la gravedad.
La verdad era que un caso complejo de asesinato excitaba su atención y su curiosidad como ninguna otra cosa en el mundo. Podía inventar muchas razones para justificarlo. Alegar que era una cuestión de justicia. Un deseo de rectificar un terrible desequilibrio en el orden del universo. Un intento de defender a aquellos que habían sido cruelmente asesinados. O un afán de buscar la verdad.
Pero otras veces pensaba que todo aquello no era más que una pasión por los enigmas con grandes apuestas en juego, un impulso obsesivo-compulsivo para lograr encajar todas las piezas sueltas. Un pasatiempo intelectual, una competición entre mentes y voluntades. Un campo de juego donde poder lucirse.
Y luego estaba la lúgubre insinuación de Madeleine: la posibilidad de que se sintiera en cierto modo atraído por el riesgo en sí, la opción de que una parte autodestructiva de su psique lo impulsara ciegamente hacia la órbita de la muerte.
Su mente rechazaba esa posibilidad, aunque su corazón se sintiera estremecido por ella.
Pero en los últimos tiempos ya no creía nada de lo que él mismo pensaba o decía acerca de su profesión. Eso eran solo ideas que él tenía, etiquetas con las que a veces se daba por satisfecho.
¿Alguna de esas etiquetas atrapaba la verdadera esencia de aquella gravitación irresistible?
No lo sabía.
La conclusión era esta: por mucho que lo racionalizara y que tratara de ganar tiempo, él no era más capaz de dejar pasar un desafío como el del caso Spalter que un alcohólico de dejar un Martini después del primer sorbo.
Cerró los ojos, repentinamente exhausto.
Cuando los volvió a abrir, vislumbró a lo lejos un atisbo del embalse Pepacton. Eso significaba que habían atravesado Cat Hollow y que ya estaban de nuevo en el condado de Delaware, a menos de veinte minutos de Walnut Crossing. El agua del embalse había descendido a unos niveles deprimentes a causa de aquel verano tan seco: un tipo de verano que solía provocar un otoño apagado y gris.
Su mente regresó a la entrevista celebrada en Bedford Hills.
Le echó un vistazo a Hardwick, que parecía perdido en sus propios pensamientos desagradables.
—Dime, Jack ¿qué sabes de la hija de Spalter, de esa «putilla chiflada»?
—Obviamente, te has saltado esa página de la transcripción del juicio, cuando ella testificó que había oído a Kay al teléfono con alguien, la víspera del atentado, diciendo que todo estaba arreglado y que al cabo de veinticuatro horas sus problemas habrían terminado. El nombre de la encantadora jovencita es Alyssa. Ten pensamientos positivos sobre ella. Ese carácter de putilla trastornada podría ser clave para nuestra cliente.
Hardwick estaba cruzando a más de cien por hora un trecho sinuoso de carretera donde el límite de velocidad era de setenta. Gurney comprobó su cinturón de seguridad.
—¿Quieres contarme por qué?
—Alyssa tiene diecinueve años, parece una actriz despampanante y es puro veneno toda ella. Me han contado que tiene tatuadas las palabras «sin límites» en un lugar especial. —La cara de Hardwick se descompuso en una sonrisa maniaca—. Además, es adicta a la heroína.
—¿En qué sentido favorece todo eso a Kay?
—Un poco de paciencia. Parece que Carl era muy generoso con ella. La mimó hasta echarla a perder, mientras estuvo vivo, hasta corromperla por completo. Pero en su testamento no actuó de la misma manera. Tal vez tuvo un instante de lucidez y vislumbró lo que una yonqui como Alyssa podría hacer con varios millones de dólares a su disposición. Así que su testamento estipulaba que toda iría a parar a Kay. Y él no había cambiado el testamento cuando recibió el disparo (quizá porque no se había decidido sobre el divorcio, o simplemente porque no había tenido tiempo), cosa que el fiscal no dejó de destacar como principal motivo de Kay para cometer el asesinato.
Gurney asintió.
—Y tras el disparo ya no estaba en condiciones de cambiarlo.
—Exacto. Pero hay otro aspecto que tener en cuenta. Una vez condenada, Kay ya no podía heredar un centavo, puesto que la ley impide que un beneficiario reciba los bienes de una persona fallecida cuya muerte ha contribuido a provocar. Los bienes que debería haber recibido el culpable se asignan al pariente más próximo: en este caso, Alyssa Spalter.
—¿Ella recibió todo el dinero de Carl?
—No exactamente. Estas cosas van lentas en el mejor de los casos, y la apelación detendrá cualquier asignación de bienes hasta que se produzca la resolución definitiva.
Gurney empezaba a impacientarse.
—¿Y por qué la señorita «sin límites» es clave para el caso?
—Obviamente, ella tenía un poderoso motivo para lograr que Kay fuese declarada culpable. Incluso cabría decir que tenía un poderoso motivo para cometer el asesinato ella misma, siempre que la culpa se la llevara otro.
—¿Y qué? El expediente del caso no menciona ninguna prueba que la relacione con el atentado. ¿Me he perdido algo?
—Ni un detalle.
—Entonces, ¿adónde quieres ir a parar?
La sonrisa socarrona de Hardwick se ensanchó todavía más. No sabía adónde quería llegar, pero era obvio que estaba disfrutando de lo lindo del trayecto. Gurney echó un vistazo al cuentakilómetros y vio que ahora rozaba los ciento veinte. Estaban bajando por la ladera del extremo oeste del embalse y aproximándose a la curva cerrada del centro de alquiler de canoas Barney. Gurney tensó la mandíbula. Los coches viejos de gran potencia tendrían muchos caballos, pero mantenerlos bajo control en una curva rápida podía resultar de lo más complicado.
—¿Adónde quiero ir a parar? —Los ojos de Hardwick brillaban de placer—. Bueno, déjame hacerte una pregunta: ¿a ti te parece que podría haber un ligero conflicto de intereses…, un problemilla de garantías procesales…, de investigación viciada…, si una posible sospechosa de un asesinato se estuviera follando al investigador jefe del caso?
—¿Cómo? ¿Klemper… y Alyssa Spalter?
—Mick, la Bestia, y la Putilla Chiflada en persona.
—Joder. ¿Tienes pruebas de eso?
Por un momento, la sonrisa se volvió más amplia y radiante que nunca.
—¿Sabes, Davey?, yo creo que esa es una de las cosillas en las que podrías echarnos una mano.