—¿Así que todo el mundo creyó que había tropezado hasta que le encontraron una bala en el cerebro? —preguntó Gurney.
Estaba sentado en el asiento del copiloto del rugiente GTO de Hardwick. No era el medio de transporte que habría escogido normalmente, pero el trayecto desde Walnut Crossing hasta el centro penitenciario de mujeres de Bedford Hills era casi de tres horas, según Google, y parecía una buena ocasión para hacer preguntas.
—El pequeño orificio de entrada ya fue un indicio —respondió Hardwick—. Pero el escáner no dejó lugar a dudas. Finalmente, un cirujano le extrajo la mayor parte de los fragmentos de bala.
—¿Era del calibre 220 Swift? —Gurney había conseguido revisar la mitad de la transcripción del juicio y un tercio del informe del caso del DIC antes de que Hardwick pasara a recogerlo, y quería comprobar que recordaba bien los datos básicos.
—Sí. La bala más rápida que existe. Con la trayectoria más plana del mercado. La metes en el rifle adecuado, con la mira telescópica apropiada, y puedes volarle la cabeza a una ardilla a cuatrocientos metros. Un instrumento de precisión, sin la menor duda. No hay nada parecido. Le añades un silenciador al conjunto y tienes…
—¿Un silenciador?
—Sí, un silenciador. Por eso nadie oyó el disparo. Por eso, y por los petardos.
—¿Qué petardos?
Hardwick se encogió de hombros.
—Los testigos oyeron estallar entre cinco y diez paquetes de petardos aquella mañana. Por el lado del edificio desde donde se produjo el disparo. El último paquete más o menos a la hora en que Spalter recibió el impacto.
—¿Cómo supieron cuál era el edificio?
—Por la reconstrucción de los hechos in situ. Por las descripciones de los testigos de la posición de la víctima al ser alcanzada. Todo ello seguido por una investigación puerta a puerta de las posibles fuentes del disparo.
—Pero nadie advirtió en el acto que le habían disparado, ¿no?
—Solo lo vieron caer. Mientras caminaba hacia una tarima situada frente a la tumba, recibió el disparo en la sien izquierda y cayó hacia delante. En ese momento, su flanco izquierdo miraba a una zona despejada del cementerio, al río, a una transitada autopista del condado y, más allá, a una serie de edificios de apartamentos, en buena parte hechos polvo, propiedad de la familia Spalter.
—¿Cómo identificaron el apartamento que utilizó el tirador?
—Muy sencillo. Ella…, quiero decir, el tirador, quienquiera que fuese…, dejó el arma allí, montada en un precioso trípode.
—¿Con mira telescópica?
—Una de lujo.
—¿Y el silenciador?
—No. El tirador lo había retirado.
—Entonces… ¿cómo sabes…?
—El extremo del cañón tenía una rosca a medida. Y los petardos solos no habrían podido tapar la detonación de un 220 Swift sin silenciador. Es un cartucho muy potente.
—Y el silenciador por sí solo habría cubierto únicamente el estampido del cañón, pero aún habría quedado un zumbido supersónico audible, lo que explicaría la necesidad de utilizar los petardos como distracción. Así pues…, una operación cuidadosa, un plan concienzudo. ¿Es así como ha sido interpretado?
—Es como debería interpretarse, sin duda, pero… ¿quién coño sabe lo que habrán entendido? Esto no salió en el juicio. Un montón de cosas no salieron en el juicio. Un montón de cosas que deberían haber salido.
—Pero ¿por qué dejar el arma y sacar el silenciador?
—Ni puta idea. Salvo que fuera uno de esos ultrasofisticados de cinco mil dólares… Demasiado bueno para dejárselo.
A Gurney eso le pareció difícil de aceptar.
—De todos los sistemas que una esposa vengativa podría utilizar para matar a su esposo, el relato de la acusación sostiene que Kay Spalter optó por el más complicado y el más caro, por un sistema de alta tecnología…
—Davey, muchacho, a mí no tienes que convencerme de que la versión oficial es una puta mierda. Ya sé que es una mierda. Tiene más agujeros que el brazo de un yonqui. Por eso la he escogido como mi primer caso. Cuenta con un potencial enorme para darle la vuelta.
—Bien. Así que había un silenciador, pero se lo llevaron. Es de suponer que el tirador.
—Correcto.
—¿No dejó huellas?
—Ni huellas ni nada. Usó guantes de látex.
—Ese policía corrupto… ¿no puso nada en el apartamento para incriminar a la mujer de Spalter?
—Él no la conocía entonces. No decidió incriminarla hasta que la conoció y decidió que era una mujer odiosa y que el tirador tenía que ser ella.
—¿Ese tipo es el detective a cargo de la investigación que aparece en el informe? ¿El investigador jefe Michael Klemper?
—Mick, la Bestia, ese es nuestro hombre. Cráneo afeitado, ojos pequeños, torso musculoso. Temperamento de rottweiler. Fanático de las artes marciales. Le gusta partir ladrillos con los puños, sobre todo en público. Un tipo con mucha mala leche. Eso nos lleva a la cronología de los hechos. La esposa de Mick, la Bestia, se divorció de él unos años atrás. Un divorcio superdesagradable. Mick…, bueno, ahora entramos en el terreno de las habladurías no demostradas: difamación, calumnia, afirmaciones susceptibles de demanda judicial, ¿entiendes?
Gurney suspiró.
—Sigue, Jack.
—Según se rumorea, la mujer de Mick se lo estaba montando con cierta figura influyente del crimen organizado que ella llegó a conocer porque Mick, siempre según los rumores, aceptaba sobornos de dicho personaje. —Hardwick hizo una pausa—. ¿Ves cuál era el problema?
—Veo unos cuantos.
—Mick descubrió que ella se estaba follando al jefe mafioso, lo cual le planteaba un dilema. Quiero decir, un asunto tan peliagudo no te conviene sacarlo a relucir en un tribunal de divorcio, ni en ninguna parte. Así que no podía tomar las medidas legales normales. En privado, no obstante, solía decir que quería estrangular a la muy zorra, arrancarle la cabeza y echársela de comer al perro. Al parecer, a veces incluso le decía a ella esas cosas. Una de las veces, ella lo grabó diciéndole con todo detalle, tras unas copas, cómo pensaba arrojarle al pit bull las partes más sensibles de su físico. Adivina qué pasó entonces…
—Dime.
—Al día siguiente, ella lo amenazó con colgar el vídeo en YouTube, lo cual acabaría con su carrera y su pensión, si no le concedía el divorcio con un acuerdo muy generoso.
La amplia sonrisa de Hardwick transmitía una suerte de perversa admiración.
—Fue entonces cuando el odio homicida empezó a rezumar como pus del viejo Mick. En ese momento, la habría matado con gusto, con mafioso o sin mafioso de por medio, si ella no se hubiera asegurado de que el vídeo se propagaría como un virus en caso de que llegara a sucederle algo. Así pues, se vio obligado a concederle el divorcio. Y un montón de dinero. Y desde entonces se ha desquitado con cualquier mujer que le recuerde, aunque sea remotamente, a su esposa. Mick siempre había sido algo quisquilloso. Pero desde que le metieron por el culo ese acuerdo de divorcio se convirtió en una mole vengativa de cien kilos en busca de víctimas propiciatorias.
—¿Me estás diciendo que incriminó a Kay Spalter solo porque estaba tirándose a otro, igual que su esposa?
—Peor. Todavía más demencial. Yo creo que su odio ciego a cualquier mujer parecida a su esposa le indujo a creer que Kay Spalter había matado realmente a Carl, y que era su deber encargarse de que pagara por ello. Ella era culpable en su mente trastornada, y estaba decidido a meterla en la cárcel a cualquier precio. No iba a permitir que otra zorra infiel se saliera con la suya. Y si eso significaba cometer perjurio aquí y allá en interés de la justicia, ¿qué coño importaba?
—Me estás diciendo que es un psicópata.
—Por decirlo suavemente.
—¿Y tú cómo sabes todo esto exactamente?
—Ya te lo he dicho. Tiene enemigos.
—¿Podrías ser más concreto?
—Una persona lo bastante cercana como para oír y para saber cosas me dio detalles sobre su mala leche y sus mentiras, me explicó fragmentos de las llamadas que hacía a su esposa, comentarios sueltos, observaciones sobre las mujeres en general y sobre su exesposa y Kay Spalter en particular. Mick se entusiasmaba más de la cuenta a veces, no era tan cuidadoso como debiera haberlo sido.
—¿Esa «persona» tiene nombre?
—Eso no te lo puedo revelar.
—Claro que puedes.
—Ni hablar.
—Escucha, Jack. Si me guardas secretos, no hay trato. Tengo que saber todo lo que sabes. Recibir respuesta a cada pregunta. Ese es el trato. Y punto.
—Joder, Davey, no me lo pones fácil.
—Ni tú tampoco.
Gurney echó un vistazo al cuentakilómetros y vio que estaba llegando a ciento treinta por hora. Hardwick tenía en tensión los músculos de la mandíbula. Igual que los dedos sobre el volante. Pasó un minuto largo antes de que dijera sencillamente:
—Esti Moreno. —Hubo de transcurrir otro minuto para que prosiguiera—. Ella estuvo trabajando a las órdenes de Mick desde la época de su traumático divorcio hasta que concluyó el juicio Spalter. Al final, consiguió que la recolocaran: en el mismo departamento, pero con un jefe distinto. Tuvo que aceptar un trabajo de oficina, puro papeleo, cosa que odia. Pero lo odia menos que a la Bestia. Esti es una buena agente. Tiene cerebro. Buenos ojos y buenos oídos. Y principios. Esti tiene principios. ¿Sabes qué dijo sobre la Bestia?
—No, Jack. ¿Qué dijo?
—Dijo: «Si haces ciertas cabronadas, vendrá una suerte de karma y te saldrá el tiro por la culata». Adoro a Esti. Te meas de risa con esa chica. ¿Te he dicho que es una puertorriqueña explosiva? Aunque también puede ser sutil. Sutil y explosiva. Deberías verla con uno de esos sombreros de patrullero.
Hardwick sonreía ampliamente, al tiempo que tamborileaba con los dedos sobre el volante siguiendo un ritmo latino.
Gurney estuvo callado un buen rato, mientras trataba de absorber lo más neutralmente posible toda aquella información. El objetivo era asimilarlo todo y, al mismo tiempo, mantenerlo al alcance de la mano, de la misma manera que uno asimilaba detalles de la escena del crimen que podían admitir interpretaciones distintas.
Reflexionó sobre la extraña forma que el caso empezaba a tomar en su mente, incluido el irónico paralelismo entre la condena a cualquier precio que había perseguido Klemper y la revocación a cualquier precio que Hardwick perseguía ahora. Ambos esfuerzos parecían proporcionar pruebas adicionales de que la especie humana no es primordialmente racional, y de que nuestra presunta lógica no es más que una fachada reluciente de motivos más turbios: un esfuerzo para encubrir la pasión bajo los axiomas de la geometría.
Sumido en estos pensamientos, Gurney solo captaba a medias el paisaje de valles y montañas que estaban atravesando: campos ondulados de altas hierbas y arbolitos sedientos, extensiones de verdes y amarillos deslucidos por la sequía bajo un sol que se asomaba y ocultaba tras una bruma intermitente; granjas ruinosas con establos y con silos que no habían recibido una mano de pintura desde hacía décadas; pueblos tristemente avejentados, tractores añejos de color naranja, arados y rastrillos herrumbrosos: el vacío rural y pintoresco que era el orgullo y la maldición del condado de Delaware.