Un poco después del amanecer, con la sensación de que ya era un gesto suficiente para empezar a resolver el problema de las gallinas haber dibujado un esquema detallado del gallinero y de la valla del corral, Gurney dejó el cuaderno y se instaló en la mesa del desayuno con una segunda taza de café.
Cuando se le unió Madeleine, decidió enseñarle la fotografía de Carl Spalter.
Por su experiencia en la evaluación inicial de pacientes y su labor como terapeuta en el centro local de urgencias de salud mental, ella estaba acostumbrada a enfrentarse con los sentimientos negativos en sus formas más extremas: pánico, rabia, angustia, desesperación. Aun así, puso los ojos como platos ante la vívida expresión de Spalter.
Dejó la foto sobre la mesa y la alejó unos centímetros.
—Este hombre sabe algo —dijo—. Algo que no sabía antes de que su esposa le disparase.
—Tal vez no fue la esposa. Según Hardwick, la acusación contra ella era falsa.
—¿Tú lo crees?
—No lo sé.
—Entonces quizá lo hizo o quizá no lo hizo. Aunque a Hardwick le da igual una cosa que otra, ¿no?
Gurney estuvo a punto de discutírselo, porque no le gustaba la posición en que lo dejaba a él. No obstante, se limitó a encogerse de hombros.
—Lo que a él le importa es lograr revocar la condena.
—Lo que le importa de verdad es ajustar cuentas. Y ver cómo sus antiguos jefes sufren su castigo.
—Ya.
Ella ladeó la cabeza y lo miró como para preguntarle por qué se había dejado arrastrar a una empresa tan turbia y tan esencialmente repugnante.
—No le he prometido nada. Pero debo reconocer —dijo, señalando la fotografía de la mesa— que esto me produce curiosidad.
Madeleine frunció los labios, se volvió para abrir la puerta y contempló la niebla ligera y dispersa, iluminada por los rayos oblicuos del sol de primera hora de la mañana. Entonces algo le llamó la atención en el borde del patio de piedra, justo después del umbral.
—Han vuelto —dijo.
—¿Quiénes?
—Las hormigas carpinteras.
—¿Dónde?
—Por todas partes.
—¿Por todas partes?
Madeleine le respondió en un tono tan suave como impaciente resultaba el suyo.
—Ahí fuera. Aquí dentro. En los alféizares. Junto a los armarios. Alrededor del fregadero.
—¿Por qué demonios no me lo habías dicho?
—Te lo acabo de decir.
Gurney iba a enzarzarse en una discusión peligrosa, dándoselas de nuevas y haciéndose el ofendido, pero la cordura se impuso y lo único que dijo fue: «Odio a esas malditas hormigas». Las odiaba de verdad. Las hormigas carpinteras eran las termitas de las Catskill y de otras zonas frías: carcomían la fibra interior de las vigas y viguetas en silencio, en la oscuridad, hasta convertir la estructura de una casa sólida en serrín. Un servicio de exterminio de plagas rociaba la superficie de los cimientos cada dos meses, y a veces parecía que estuvieran ganando la batalla. Pero después las hormigas exploradoras reaparecían de nuevo…, seguidas de batallones enteros.
Por un momento, se olvidó de lo que estaban hablando antes de la distracción de las hormigas. Cuando lo recordó, tuvo la deprimente sensación de que se había estado esforzando demasiado para justificar una decisión que resultaba cuestionable.
Decidió intentar un enfoque lo más sincero posible.
—Mira, entiendo el peligro, los motivos poco honorables que hay detrás de este asunto. Pero creo que le debo algo a Jack. Tal vez no mucho, pero desde luego algo sí. Y es posible que una mujer inocente haya sido condenada con pruebas fabricadas por un policía corrupto. No me gustan los polis corruptos.
Madeleine le interrumpió.
—A Hardwick le trae sin cuidado si es inocente. Para él, eso es lo de menos.
—Ya. Pero yo no soy Hardwick.