El chirrido de la puerta cristalera derecha al ser empujada desde el punto donde se atascaba en el umbral despertó a Gurney de un sueño surrealista que se diluyó en cuanto abrió los ojos.
Se encontró repanchingado en uno de los dos sillones situados junto a la chimenea, con los documentos del caso Spalter esparcidos sobre la mesita de café. Al levantar la cabeza notó un dolor en el cuello. La luz que entraba por la puerta tenía el tono tenue del alba.
De pie, con su silueta recortándose sobre la claridad, Madeleine estaba allí aspirando el aire fresco e inmóvil.
—¿Lo has oído? —preguntó.
—¿Si he oído…? ¿A quién? —Gurney se frotó los ojos y se irguió en el sillón.
—A Horace. Ahora, otra vez.
Gurney aguzó el oído con desgana para captar el cacareo del gallo, pero no oyó nada.
—Ven a la puerta y lo oirás.
Estuvo a punto de responder que no tenía ningún interés en escucharlo, pero comprendió que no sería una buena manera de empezar el día. Se incorporó trabajosamente del sillón y fue hacia la puerta.
—Ahora —dijo Madeleine—. Esta vez lo has oído, ¿no?
—Creo que sí.
—Será mucho más fácil oírlo —dijo Madeleine con entusiasmo, señalando la extensión de hierba entre el plantel de espárragos y el gran manzano— cuando construyamos allí el gallinero.
—No cabe duda.
—Lo hacen para marcar territorio.
—Hum.
—Para advertir a los demás gallos. Para decirles: «Este es mi corral, yo llegué primero». Me encanta. ¿A ti no?
—Te encanta… ¿el qué?
—Ese sonido, el cacareo.
—Ah. Claro. Muy… rústico.
—No sé si quiero tener un montón de gallos. Pero uno es bonito.
—Ya.
—Horace. Al principio no estaba segura, pero ahora me parece un nombre perfecto para él, ¿no crees?
—Supongo. —La verdad era que el nombre «Horace», sin ningún motivo lógico, le recordaba a «Carl». Y ese nombre, Carl, en cuanto le vino a la cabeza, llegó acompañado de la imagen de aquellos ojos horrorizados de la fotografía: unos ojos que parecían estar mirando al demonio de frente.
—¿Qué me dices de los otros tres? Huffy, Puffy y Fluffy… ¿te parecen nombres demasiado tontos?
Gurney tardó un momento en prestarle atención.
—¿Demasiado tontos para unas gallinas?
Ella se echó a reír y se encogió de hombros.
—En cuanto les construyamos su casita, con un bonito corral al aire libre, podrán abandonar ese granero sofocante.
—Ya —dijo él con una falta de entusiasmo palpable.
—¿Les construirás una valla a prueba de depredadores?
—Sí.
—El director de la clínica perdió una de sus Rhode Island red la semana pasada. La pobre gallina estaba ahí tan tranquila y de repente desapareció.
—Es el riesgo de dejarlas salir fuera.
—No si les construimos una valla adecuada. Entonces pueden salir, corretear, picotear la hierba, cosa que les encanta, y, aun así, estar a salvo. Y será divertido observarlas, ahí mismo. —Volvió a señalar enfáticamente con un gesto del dedo índice la zona que había escogido.
—¿Qué cree él que ocurrió con su gallina?
—Alguna alimaña la atrapó y se la llevó. Lo más probable es que fuera un coyote o un águila. Él está casi seguro de que fue un águila, porque, cuando hay una sequía como la que hemos sufrido este verano, las águilas empiezan a buscar otras cosas que no sean peces.
—Hum.
—Me dijo que, si construimos una valla, hemos de asegurarnos de que la malla metálica llegue hasta arriba y se hunda al menos quince centímetros en el suelo. Si no, esos bichos son capaces de cavar por debajo.
—¿Bichos?
—Él habló de comadrejas. Según parece, son horrorosas.
—¿Cómo que horrorosas?
Madeleine hizo un mohín.
—Me dijo que si una comadreja entra en un corral de gallinas, les arranca la cabeza… a todas.
—¿No se las come? ¿Solo las mata?
Ella asintió con los labios apretados. Más que una mueca, era una expresión de apenada empatía.
—Me explicó que a la comadreja le entra una especie de frenesí cuando prueba la sangre. Una vez que la ha probado, ya no puede parar de dar mordiscos hasta que todas las gallinas están muertas.