Pasaban unos minutos de las doce, y los esfuerzos de Gurney para conciliar el sueño habían resultado tan infructuosos como si hubiese tomado media docena de tazas de café.
La luna, atisbada fugazmente en el estanque, había desaparecido tras otra densa masa nubosa. La parte superior de ambas ventanas estaba abierta y dejaba entrar un fresco húmedo en la habitación. La oscuridad y la presencia del aire nocturno en su piel creaban una especie de recinto cerrado en derredor, lo cual le provocaba una creciente sensación de claustrofobia. En ese espacio angosto y opresivo le era imposible dejar de lado los inquietantes pensamientos sobre la conversación interrumpida (pero que, en absoluto, podía dar por finalizada) con Madeleine acerca de la pulsión de muerte. Pero esos pensamientos no llevaban a ninguna parte, no le brindaban conclusión alguna. La frustración le convenció de que era mejor levantarse de la cama hasta que empezaran a cerrársele los ojos y tuviera el sueño al alcance de la mano.
Se levantó y avanzó a tientas hasta la silla donde había dejado la camisa y los pantalones.
—Ya que estás levantado, podrías subir a cerrar las ventanas de arriba. —La voz de Madeleine, al otro lado de la cama, sonaba sorprendentemente despierta.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por la tormenta. ¿No has oído cómo se van acercando los truenos?
No se había dado cuenta. Pero se fiaba del oído de Madeleine.
—¿Cierro también estas de aquí?
—Aún no. El aire tiene una suavidad de satén.
—De satén húmedo, querrás decir.
Oyó que suspiraba, que le daba unas palmadas a la almohada y cambiaba de posición. «Tierra húmeda, hierba húmeda, qué maravilla…», murmuró Madeleine. Bostezó, dejó escapar un ruido satisfecho y no dijo más. A él le maravillaba cómo podía encontrar tanta energía reconstituyente en los mismos elementos de la naturaleza de los que él huía casi por instinto.
Se puso los pantalones y la camisa, subió arriba y cerró las ventanas de las dos habitaciones de invitados y del cuarto que Madeleine reservaba para coser, hacer crochet y practicar con el chelo. Bajó de nuevo, entró en el estudio, cogió la bolsa de plástico con todos los documentos del caso Spalter que Hardwick le había dejado y se la llevó a la mesa del comedor.
El peso de la bolsa le inquietó. Parecía una advertencia.
Empezó a desplegar su contenido sobre la mesa. Entonces, recordando el descontento que había mostrado Madeleine la última vez que se había apropiado de esa mesa para examinar los informes sobre un caso de asesinato, lo recogió todo y lo trasladó a la mesita de café frente a la chimenea, en la otra punta de la estancia.
La serie de documentos incluía la transcripción completa de las sesiones del juicio del «Estado de Nueva York contra Katherine R. Spalter»; el expediente del homicidio Spalter del Departamento de Investigación Criminal de la Policía del Estado de Nueva York (incluidos el exhaustivo atestado original con fotos y esquemas, inventarios del equipo de recogida de pruebas en la escena del crimen, informes del laboratorio forense, informes de entrevistas e interrogatorios, informes del proceso de investigación, informes y fotos de la autopsia, informe de balística, así como montones de memorandos diversos y de listados de llamadas telefónicas); una lista de mociones previas al juicio (todas de rutina, todas copiadas del manual de mociones para casos de pena capital) y sus correspondientes dictámenes (todas denegadas); una carpeta llena de artículos, de blogs impresos y transcripciones de reportajes, y una lista de enlaces a la cobertura en línea del asesinato, el arresto y las fases del juicio; un sobre con una serie de DVD del propio juicio, suministrados por la cadena local de televisión por cable a la que se le había concedido, al parecer, acceso total al proceso; y, finalmente, una nota de Jack Hardwick.
La nota era como una hoja de ruta: el trayecto que Hardwick sugería seguir a través de la abrumadora montaña de información esparcida sobre la mesita de café.
A Gurney este detalle le inspiraba sentimientos encontrados. Positivos, porque las indicaciones y prioridades podían ser una forma de ahorrar tiempo. Negativos, porque podían ser un modo de manipulación. Con frecuencia, eran ambas cosas. Pero resultaban difíciles de ignorar, como también lo era la primera frase de la nota de Hardwick: «Sigue la secuencia que he indicado aquí. Si te apartas de ese camino, acabarás ahogándote en un cenagal de datos».
El resto de la nota de dos páginas consistía en la serie de pasos numerados de la ruta que debía seguir.
Número 1: echa un primer vistazo al caso contra Kay Spalter. Saca del sobre el DVD marcado con una «A» y escucha el alegato inicial del fiscal. Es todo un clásico.
Gurney cogió el portátil del estudio e insertó el disco.
Como algunas otras grabaciones de sesiones judiciales que había visto, esta empezaba con una imagen del fiscal plantado en la zona despejada frente a la tribuna del juez, mirando al estrado del jurado y aclarándose la garganta. Era un tipo menudo, de cuarenta y tantos años, con el pelo oscuro cortado al rape.
Se oía de fondo un revolver de papeles, movimiento de sillas, un rumor confuso de voces y alguna tos, que se extinguieron en cuanto el juez llamó al orden con unos golpes contundentes de mazo.
El fiscal miró al juez, un negro corpulento de adusta expresión, que le hizo un leve gesto de asentimiento; luego inspiró profundamente y clavó la vista en el suelo unos segundos antes de levantarla hacia el jurado.
—¡Maldad! —dijo finalmente con una voz grave y resonante. Aguardó a que se hiciera un completo silencio antes de continuar—. Todos creemos saber qué es la maldad. Los libros de historia y los noticiarios están repletos de actos malvados, de hombres y mujeres malvados. Pero la intriga a la que están a punto de enfrentarse, y la despiadada criatura a la que condenarán al final de este juicio, les harán ver la realidad del mal de un modo que no olvidarán jamás.
Miró al suelo un instante y prosiguió.
—Esta es la historia real de una mujer y de un hombre, de una esposa y de un marido, de una bestia depredadora y de su víctima. La historia de un matrimonio emponzoñado por la infidelidad. La historia de un plan homicida: un intento de asesinato cuyo resultado, como bien pueden concluir, ha sido peor que un asesinato propiamente dicho. Han oído bien, damas y caballeros: peor que un asesinato.
Tras una pausa, durante la cual pareció que trataba de mirar a los ojos al mayor número posible de miembros del jurado, el fiscal se volvió y caminó hasta la mesa de la acusación. Justo detrás, en la primera fila de la zona reservada a los espectadores, se hallaba sentado un hombre en una enorme silla de ruedas: un complicado armatoste que a Gurney le recordó el tipo de silla en el que Stephen Hawking efectuaba sus raras apariciones públicas. Parecía proporcionar apoyo a todas las partes del cuerpo de su ocupante, incluida la cabeza. El hombre llevaba tubos de oxígeno en la nariz y debía de haber más en otras partes no visibles.
Aunque el ángulo y la iluminación dejaban bastante que desear, la imagen de la pantalla transmitía lo suficiente sobre la situación de Carl Spalter como para arrancarle a Gurney una mueca de espanto. Estar paralizado así, atrapado en un cuerpo inerte e insensible, incapaz siquiera de parpadear o de toser, dependiendo de una máquina para no ahogarte en tu propia saliva… ¡Por Dios! Venía a ser como estar enterrado vivo, con tu propio cuerpo convertido en una tumba. Vivir encerrado en el interior de una masa medio muerta de carne y hueso le pareció el colmo del horror claustrofóbico. Estremeciéndose, advirtió que el fiscal había vuelto a dirigirse al jurado, señalando con el brazo al hombre de la silla de ruedas.
—La trágica historia cuyo clímax terrible nos ha traído hoy a este tribunal empezó hace exactamente un año, cuando Carl Spalter tomó la osada decisión de presentarse para el puesto de gobernador, con el idealista objetivo de librar a nuestro estado de una vez por todas del crimen organizado. Un fin encomiable, pero al cual su esposa, la acusada, se opuso desde el primer momento, a causa de unas corruptas influencias de las que tendrán conocimiento durante este juicio. Desde que Carl dio el primer paso en la senda del servicio público, ella no solo lo ridiculizó públicamente, haciendo todo lo posible para disuadirle, sino que también interrumpió todo contacto marital con él y empezó a engañarlo con otro hombre: su así llamado «entrenador personal». —El fiscal alzó una ceja al usar ese término, compartiendo una sonrisa socarrona con el jurado—. La acusada demostró ser una mujer resuelta a salirse con la suya a cualquier precio. Cuando los rumores sobre su infidelidad llegaron a oídos de Carl, él se negó a creerlo. Pero al final no tuvo más remedio que enfrentarse a ella. Le dijo que debía tomar una decisión. Bueno, damas y caballeros, ella tomó una decisión, ya lo creo. Oirán ustedes testimonios muy convincentes acerca de esa decisión: que fue la de contactar con un personaje del hampa, un tal Giacomo, Jimmy Flats, Flatano, y ofrecerle cincuenta mil dólares para que matara a su marido.
Hizo una pausa deliberada, mirando, uno a uno, a todos los miembros del jurado.
—Ella decidió que quería terminar con su matrimonio. Pero no a costa de perder el dinero de Carl. Así pues, trató de contratar a un asesino a sueldo. Sin embargo, el asesino a sueldo declinó la oferta. ¿Qué hizo entonces la acusada? Intentó persuadir a su amante, el entrenador personal, para que lo hiciera a cambio de una vida de lujo a su lado, en una isla tropical, costeada con la herencia que ella recibiría a la muerte de Carl. Porque, damas y caballeros, Carl aún albergaba la esperanza de salvar su matrimonio y no había cambiado su testamento.
Extendió los brazos ante sí con las manos abiertas, como solicitando la empatía del jurado.
—Acariciaba la esperanza de salvar su matrimonio. La esperanza de seguir viviendo con una esposa a la que todavía amaba. ¿Y qué hacía esa esposa entre tanto? Estaba maquinando, primero con un gánster y después con un Romeo de tres al cuarto, para que lo matasen. ¿Qué clase de persona…?
Una nueva voz, sibilante e impaciente, resonó fuera del encuadre de la grabación.
—¡Protesto! Señoría, la conjetura emocional del señor Piskin va mucho más allá de lo que…
El fiscal se detuvo con calma.
—Todo lo que estoy diciendo, palabra por palabra, será respaldado por testigos, bajo juramento.
El juez, cuyo rostro de mejillas caídas aparecía en el ángulo superior de la pantalla, masculló:
—Protesta denegada. Prosiga.
—Gracias, señoría. Como decía, la acusada hizo todo lo posible para convencer a su joven amante de que matara a su marido. Pero él se negó. Bueno, ¿adivinan qué hizo entonces la acusada? ¿Qué creen que haría una asesina en potencia con semejante determinación?
Miró inquisitivo al jurado durante sus buenos cinco segundos antes de responder a su propia pregunta.
—Al gánster de poca monta le daba miedo pegarle un tiro a Carl Spalter. Al «entrenador personal» le daba miedo pegarle un tiro a Carl Spalter. Así que Kay Spalter… ¡empezó a tomar clases de tiro ella misma!
La voz fuera de cuadro resonó de nuevo.
—¡Protesto! Señoría, la vinculación causal en el uso que hace el fiscal de la expresión «así que» implica una admisión de motivo por parte de la acusada. No existe tal admisión en ningún…
El fiscal lo interrumpió.
—Voy a reformular la narración de los hechos, señoría, de un modo totalmente corroborado por los testigos. El gánster se negó a pegarle un tiro a Carl. El entrenador se negó a pegarle un tiro a Carl. Y en ese momento la acusada empezó a tomar clases de tiro ella misma.
El juez removió su corpachón con aparente incomodidad.
—Que conste en acta la reformulación del señor Piskin. Prosiga.
El fiscal se volvió hacia el jurado.
—No solo la acusada empezó a tomar clases de tiro; también escucharán el testimonio de un instructor especializado en armas de fuego que les hablará sobre la extraordinaria destreza que llegó a adquirir. Y eso nos lleva a la trágica culminación de nuestra historia. El pasado mes de noviembre, la madre de Carl Spalter, Mary Spalter, falleció. Murió sola, en un tipo de accidente demasiado común: una caída en la bañera en la residencia de ancianos en la que había pasado los últimos años de su vida. Durante el funeral celebrado en el cementerio de Willow Rest, Carl se levantó para pronunciar el elogio fúnebre ante su tumba. Tal como oirán decir a los testigos, dio un paso o dos, se derrumbó de repente hacia delante y cayó de bruces al suelo. No se movió más. Todo el mundo creyó que había tropezado y que el impacto de la caída lo había dejado inconsciente. Tuvieron que pasar unos momentos para que alguien reparase en el hilo de sangre que tenía en un lado de la frente: un hilo de sangre que brotaba de un diminuto orificio en la sien. El examen médico posterior confirmó lo que el primer equipo de investigación sospechó de entrada: Carl había sido alcanzado por una bala de un rifle de alta potencia y pequeño calibre. Tal como oirán decir a los expertos de la policía que reconstruyeron la trayectoria, la bala fue disparada desde la ventana de un apartamento situado aproximadamente a quinientos metros del lugar del impacto. Verán ustedes mapas, fotos y dibujos que ilustran con exactitud cómo se llevó a cabo el disparo. Todo ello quedará meridianamente claro —dijo con una sonrisa tranquilizadora. Miró su reloj antes de proseguir.
Al volver a tomar la palabra, se puso a deambular de un lado para otro frente al estrado del jurado.
—Ese bloque de apartamentos, damas y caballeros, pertenecía a Spalter Realty. El apartamento desde el cual dispararon estaba vacío, a la espera de unas obras de reforma, como lo estaban la mayoría de los apartamentos del edificio. La acusada tenía fácil acceso a las llaves. Pero esto no es todo. Oirán testimonios irrefutables… —se detuvo y apuntó a la mujer sentada a la mesa de la defensa, de perfil a la cámara—, testimonios irrefutables de que Kay Spalter no solo se encontraba en el edificio la mañana del atentado, sino que estaba en el mismísimo apartamento desde donde se disparó la bala a la hora exacta en la que Carl Spalter fue abatido. Además, escucharán a testigos oculares que confirman que la acusada entró sola en ese apartamento vacío y lo abandonó también sola.
Hizo una pausa de nuevo y se encogió de hombros, como si los hechos del caso y la condena que exigían fueran tan obvios que no hubiera más que decir. Pero enseguida continuó.
—La acusación es de intento de asesinato. Pero ¿qué significa este término legal realmente? Piensen lo siguiente. El día antes de recibir el disparo, Carl estaba lleno de vida, lleno de saludable energía y de ambición. El día después del disparo… Bueno, mírenlo. Echen una buena mirada al hombre postrado en esa silla de ruedas, sostenido derecho y sujeto en su sitio con correas y abrazaderas metálicas, porque los músculos que deberían cumplir esa función han quedado inutilizados. Miren sus ojos. ¿Qué es lo que ven? ¿A un hombre tan maltrecho por la mano de la maldad que acaso quisiera estar muerto? ¿A un hombre tan destrozado por la perfidia de un ser querido que acaso desearía no haber nacido jamás?
De nuevo surgió la voz fuera de cuadro.
—¡Protesto!
El juez carraspeó.
—Se acepta la protesta —dijo con un murmullo cansado—. Señor Piskin, se está pasando de la raya.
—Disculpe, señoría. Me he dejado llevar por un arrebato.
—Le sugiero que recobre la compostura.
—Sí, señoría. —Tras pasar un instante ordenando, al parecer, sus pensamientos, se volvió hacia el jurado—. Damas y caballeros, es un hecho lamentable que Carl Spalter ya no pueda moverse ni hablar ni comunicarse de ningún modo con nosotros. Pero el horror de esa expresión fija que hay en su rostro me dice que es plenamente consciente de lo que le ocurrió; que sabe quién le ha hecho esto y que no le cabe ninguna duda de que en este mundo existe la «pura maldad». Recuérdenlo: cuando declaren ustedes culpable a Kay Spalter de intento de asesinato, como sé que lo harán, recuerden que esto, lo que ven aquí ante sus ojos, es el verdadero significado de ese anodino término legal: «intento de asesinato». Este hombre en esta silla de ruedas. Esta vida triturada y sin esperanza de recuperación. La felicidad extinguida. Esta es la realidad: una realidad espantosa para la que no hay palabras.
—¡Protesto! —bramó la voz.
—Señor Piskin… —rezongó el juez.
—He concluido, señoría.
El juez dio media hora de descanso y convocó al fiscal y a la defensa en su despacho.
Gurney volvió a pasar el vídeo. Nunca había visto un alegato inicial semejante. Por su tono emotivo y su contenido, parecía casi un alegato final. Pero él conocía la fama de Piskin, y el tipo no era un aficionado. ¿Cuál era, entonces, su objetivo? ¿Actuar como si la condena de Kay Spalter fuera inevitable, como si la partida estuviese decidida antes de empezar? ¿Tan seguro estaba de sí mismo? Y si ese era solo su discurso inicial, ¿cómo pensaba superar la acusación de «pura maldad»?
Gurney deseaba ver esa expresión en el rostro de Carl Spalter sobre la que Piskin había pedido al jurado que se concentrara, pero que la cámara en la sala del tribunal no había podido capturar. Se preguntó si no habría alguna fotografía entre el voluminoso material que le había dejado Hardwick. Cogió la hoja de ruta, buscando algún indicio.
No creyó que fuera casualidad que fuera el segundo punto de la lista:
Número 2: examina los daños. Expediente del DIC, tercera sección gráfica. Todo está en esos ojos. No quisiera ver jamás lo que le haya dejado esa expresión en la cara.
Un minuto después, Gurney sostenía una impresión tamaño folio de un primer plano de la víctima, hasta los hombros. Incluso con toda la preparación, con todos los comentarios sobre el horror que había en los ojos de la víctima, la expresión resultaba espeluznante. La diatriba final de Piskin no había sido una exageración.
En aquellos ojos había, en efecto, el reconocimiento de una verdad terrible, de una realidad espantosa. Como lo había formulado Piskin: algo para la que no había palabras.