3. Un grito en el bosque

Madeleine preparó una cena sencilla; comieron bastante deprisa y sin conversar apenas. Gurney esperaba que ella se enzarzara con él en un análisis exhaustivo de su encuentro con Hardwick, pero Madeleine le formuló una sola pregunta:

—¿Qué quiere de ti?

Él le habló del asunto con cierto detalle: las características del caso Kay Spalter, la nueva posición de Hardwick como investigador privado, su gran implicación emocional para lograr que la condena fuese revocada, su petición de ayuda.

La única reacción de Madeleine consistió en un leve gesto de asentimiento y en un «hum» casi inaudible. Se levantó de la mesa, recogió los platos y los cubiertos, y los llevó al fregadero, donde se puso a lavarlos, a aclararlos y a amontonarlos en el escurridor. Luego sacó una jarra del armario y regó las plantas del aparador de pino que había bajo las ventanas de la cocina. Cada minuto que transcurría sin que ella siguiera hablando del tema ejercía una presión aún más fuerte para que Gurney se sintiera impulsado a añadir comentarios con el fin de explicarse, tranquilizarse y justificarse. Justo cuando iba a hacerlo, ella le propuso que fuesen a dar un paseo por el estanque.

—Hace una noche demasiado bonita para quedarse en casa —dijo.

«Bonita» no era la palabra que él hubiera usado para describir aquel cielo incierto de nubes cambiantes, pero resistió el impulso de discutir. La siguió al vestidor del vestíbulo, que quedaba junto a la cocina. Ella cogió una de sus chaquetas de nailon de colores vistosos; él se puso un cárdigan caqui que tenía desde hacía casi veinte años.

Madeleine le miró con aire dudoso, como de costumbre.

—¿Pretendes parecer un abuelito?

—¿Quieres decir estable, fiable y adorable?

Ella arqueó irónicamente una ceja.

No dijeron nada más hasta que descendieron por el tramo de hierba y estuvieron sentados en el viejo banco de madera junto al estanque. Salvo por el claro cubierto de hierba que había entre el banco y el agua, el estanque estaba rodeado de juncos y espadañas, donde los tordos alirrojos anidaban y ahuyentaban a los intrusos con chillidos y agresivos descensos en picado durante los meses de mayo, junio y casi todo julio. A principios de agosto ya se habían ido.

—Deberíamos empezar a arrancar algunos de esos juncos gigantes —dijo Madeleine—, o acabarán infestándolo todo.

Cada año la masa envolvente de juncos se volvía más densa y se adentraba más en el agua. Arrancarlos, había descubierto Gurney la única vez que lo había intentado, era una tarea frustrante de la que uno salía agotado y cubierto de barro.

—Ya —dijo vagamente.

Los cuervos, encaramados en las copas de los árboles que bordeaban los prados, cantaban ahora a pleno pulmón: un parloteo estridente y continuo que alcanzaba su apogeo con el crepúsculo y luego se extinguía rápidamente al oscurecer.

—Y tendríamos que hacer algo con eso —dijo Madeleine, señalando la espaldera combada y torcida que un antiguo dueño había levantado al principio del camino que rodeaba el estanque—. Pero habrá que esperar hasta que hayamos construido el gallinero con un corral y una buena valla. Las gallinas deberían poder moverse al aire libre, y no pasarse todo el tiempo en ese granero oscuro y estrecho.

Gurney no dijo nada. En el granero había ventanas, no estaba tan oscuro ahí dentro; pero ponerse a discutirlo no serviría de nada. Era más pequeño que el granero original, que había quedado destruido en un misterioso incendio ocurrido varios meses atrás, en mitad del caso del Buen Pastor, pero, desde luego, era lo bastante grande para un gallo y tres gallinas. A juicio de Madeleine, sin embargo, los lugares cerrados eran en el mejor de los casos zonas temporales de descanso, mientras que vivir al aire libre venía a ser como estar en el cielo. Saltaba a la vista que se identificaba con lo que ella consideraba el encarcelamiento de las gallinas, y habría resultado tan difícil convencerla de que el granero era un hogar razonable donde acogerlas como persuadirla de que ella misma viviera allí dentro.

Además, no habían bajado al estanque para debatir el futuro de los juncos, la espaldera o las gallinas. Gurney estaba seguro de que Madeleine volvería sobre el asunto de Jack Hardwick y empezó a preparar unos cuantos argumentos para justificar su posible implicación en el caso.

Ella le preguntaría si pensaba meterse en otra investigación criminal de esa envergadura durante su supuesto retiro. Y si era así, ¿por qué se había molestado en retirarse?

Él volvería a explicarle que Hardwick había tenido que abandonar la policía del estado de Nueva York, en parte a consecuencia de la ayuda que le había prestado en el caso del Buen Pastor cuando Gurney se lo había pedido, y que prestarle ayuda a su vez era sencillamente una cuestión de justicia. Una deuda contraída, una deuda por saldar.

Ella señalaría que Hardwick había socavado su propia posición: que si lo habían despedido no había sido por filtrar unos expedientes de acceso restringido, sino por una larga historia de insubordinación y falta de respeto, por su pueril inclinación a atacar el ego de algunos superiores. Esa clase de conducta entrañaba riesgos evidentes, y el hacha había acabado cayendo sobre él.

Él contraatacaría aduciendo lo que se exigía de la amistad.

Ella replicaría que, realmente, él y Hardwick nunca habían sido amigos, solo colegas con una relación más bien tensa y con ocasionales intereses comunes.

Él le recordaría el vínculo singular que se había formado entre ambos al colaborar, unos años atrás, en el caso Peter Piggert, cuando en un mismo día y en jurisdicciones situadas a mil quinientos kilómetros de distancia habían encontrado, cada uno, una mitad del cadáver de la señora Piggert.

Ella negaría con la cabeza y desestimaría ese «vínculo» como una grotesca coincidencia ocurrida en el pasado que no justificaba hacer nada en ese momento.

Gurney se arrellanó sobre las tablas del banco y alzó los ojos hacia el cielo de color pizarra. Se sentía preparado, aunque no del todo entusiasmado, para el toma y daca que creía que iba a empezar de un momento a otro. Unos cuantos pájaros pequeños, solos o por parejas, pasaron muy arriba, volando rápidamente, como si llegaran tarde a sus citas nocturnas.

Cuando Madeleine habló por fin, sin embargo, su tono y su modo de abordar el asunto no fueron los que él esperaba.

—Te das cuenta de que está obsesionado —dijo, contemplando el estanque. Era a medias una afirmación y a medias una pregunta.

—Sí.

—Obsesionado con tomarse la revancha.

—Posiblemente.

—¿Posiblemente?

—Vale. Probablemente.

—Es un móvil horrible.

—Me doy cuenta.

—¿Te das cuenta también de que eso vuelve poco fiable su versión de los hechos?

—No tengo la intención de aceptar su versión sobre nada. No soy tan ingenuo.

Madeleine lo miró un momento y se volvió otra vez hacia el estanque. Permanecieron un rato en silencio. A Gurney le entró una sensación de frío: un frío húmedo con olor a tierra.

—Tienes que hablar con Malcolm Claret —dijo ella con un tono práctico y desapasionado.

Él parpadeó y se volvió a mirarla.

—¿Cómo?

—Antes de involucrarte en este asunto, has de ir a hablar con él.

—¿Para qué demonios iba a hablar con él? —Sus sentimientos hacia Claret eran contrapuestos: no porque tuviera nada contra aquel tipo o porque dudara de su capacidad profesional, sino porque el recuerdo de las circunstancias que habían provocado sus anteriores encuentros estaba todavía repleto de dolor y confusión.

—Quizás él sea capaz de ayudarte…, de ayudarte a comprender por qué estás haciendo esto.

—¿Comprender por qué estoy haciendo esto? ¿Qué se supone que significa eso?

Ella no respondió de inmediato. Gurney no insistió, sorprendido por la brusca estridencia de su propia voz.

Ya habían abordado aquella cuestión más de una vez: por qué hacía lo que hacía, por qué se había hecho detective, por qué se sentía atraído en especial por el homicidio y por qué seguía fascinándole. El hecho de que se estuvieran moviendo en un terreno conocido hizo que le sorprendiera reaccionar a la defensiva.

Otra pareja de pájaros, que volaba muy alto en el cielo casi oscuro, se apresuraba hacia un lugar más conocido y acaso más seguro: seguramente el sitio que consideraban su hogar.

Gurney habló en voz más baja.

—No sé a qué te refieres con lo de «comprender por qué estoy haciendo esto».

—Has estado demasiadas veces a punto de ser asesinado.

Él se echó ligeramente hacia atrás.

—Cuando te enfrentas con asesinos…

—Ahora no, por favor —lo interrumpió ella, alzando la mano—. No quiero escuchar el discurso del «trabajo peligroso». No estoy hablando de eso.

—Entonces qué…

—Eres el hombre más inteligente que conozco. El más inteligente. Todos los ángulos, todas la posibilidades…, nadie es capaz de discernirlos mejor ni más deprisa que tú. Y, sin embargo… —La voz se le cortó, de repente temblorosa.

Él aguardó diez largos segundos antes de animarla suavemente a completar la frase.

—Y, sin embargo…

Otros diez segundos, ella añadió:

—Y, sin embargo…, no sé cómo…, en los últimos dos años has acabado tres veces frente a frente con un loco armado. A un centímetro de la muerte en cada caso.

Él no dijo nada.

Ella contempló el estanque tristemente.

—Hay algo anómalo en ese cuadro general.

A Gurney le costó un rato responder.

—¿Crees que quiero morir?

—¿Lo quieres?

—Claro que no.

Ella siguió con la vista al frente.

La ladera de hierba y los bosques que quedaban más allá del estanque se estaban volviendo todavía más oscuros. En el lindero del bosque, los tramos dorados de ambrosía y las espigas azul lavanda de los jacintos de uva se habían desvanecido en matices del gris. Madeleine se estremeció levemente, se subió la cremallera de la cazadora hasta la barbilla y cruzó los brazos sobre el pecho, pegando los codos al cuerpo.

Permanecieron en silencio largo rato. Era como si la conversación hubiera llegado a una extraña parada, a una pendiente resbaladiza desde la cual no se distinguía una salida clara.

Justo cuando aparecía un punto tembloroso de luz plateada en el centro del estanque —un reflejo de la luna, que acababa de emerger por un claro entre las nubes—, se oyó un sonido en la espesura del bosque, por detrás del banco donde estaban sentados, que a Gurney le puso el vello de los brazos de punta: una nota aguda, como un grito de desolación no del todo humano.

—¿Qué demonios…?

—Lo he oído otras noches —dijo Madeleine, con un deje angustiado—. Y cada vez parece venir de un punto diferente.

Él esperó, aguzando el oído. Al cabo de un minuto, volvió a oírlo: un grito extraño, quejumbroso.

—Seguramente un búho —dijo, sin ningún motivo para creerlo.

Lo que se calló fue que sonaba como un niño perdido.