2. La escoria de la Tierra

A medio descenso de Barrow Hill, ya en pleno bosque y sin casa alguna a la vista, sonó el teléfono móvil de Gurney. Reconoció a la primera el número de Hardwick.

—Hola, Jack.

—Vuestros dos coches están aquí. ¿Estás escondido en el sótano?

—Yo muy bien, gracias. ¿Tú cómo estás?

—¿Dónde demonios andas?

—Estoy bajando por el bosquecillo de cerezos, medio kilómetro al oeste de donde estás tú.

—¿La ladera con toda esa plaga de hojas amarillas?

Hardwick tenía la virtud de sacar a Gurney de quicio. No eran solo sus pullas y sus observaciones negativas, ni el placer que le producía soltarlas, por lo visto; era el extraño eco de una voz que provenía de la infancia de Gurney: la voz sardónica y despiadada de su padre.

—Exacto, la de la plaga. ¿Qué puedo hacer por ti, Jack?

Hardwick carraspeó con repulsivo entusiasmo.

—La cuestión es más bien qué podemos hacer el uno por el otro. Ojo por ojo, diente por diente. Por cierto, he visto que la puerta está abierta. ¿Te importa si espero dentro? Demasiadas moscas de mierda aquí fuera.

Hardwick estaba de pie en el centro del gran espacio abierto que ocupaba la mitad de la planta baja. En un extremo había una cocina rural. La mesa de pino redonda para el desayuno se hallaba en un rincón, junto a unas puertas cristaleras. En el otro extremo, había una zona de living distribuida alrededor de una enorme chimenea de piedra y de una estufa de leña. En el centro, una sencilla mesa de comedor de estilo Shaker y media docena de sillas con respaldo de listones.

Lo primero que a Gurney le llamó la atención cuando entró fue que había algo ligeramente fuera de lugar en la expresión de Hardwick.

Incluso la lascivia de su primera pregunta. —«¿Y dónde está la deliciosa Madeleine?»— parecía extrañamente forzada.

—Aquí estoy —dijo ella, viniendo del vestidor del vestíbulo y dirigiéndose al fregadero con una sonrisa a medias acogedora y a medias inquieta. Llevaba un manojo de flores silvestres aster que acababa de recoger en los prados. Las depositó en el escurridor y miró a Gurney—. Las voy a dejar aquí. Luego buscaré un jarrón. Ahora tengo que subir a practicar un rato.

Mientras sus pasos se alejaban hacia el piso superior, Hardwick sonrió y le susurró:

—La práctica lleva a la perfección. ¿Qué está practicando?

—El violonchelo.

—Ah, sí, claro. ¿Sabes por qué le encanta a la gente el violonchelo?

—¿Por su bello sonido?

—Ah, Davey, ya salió a relucir esa percepción directa y sensata que te ha hecho famoso. —Hardwick se relamió los labios—. Pero ¿sabes qué es exactamente lo que vuelve tan bello ese sonido?

—¿Por qué no me lo dices de una vez, Jack?

—¿Y privarte de un pequeño enigma fascinante que resolver? —Meneó la cabeza con una firmeza teatral—. Ni soñarlo. Un genio como tú requiere constantes desafíos. Si no, se va al traste.

Mientras miraba a Hardwick, Gurney comprendió al fin dónde estaba lo raro, qué era lo que no cuadraba. Bajo la guasa provocativa que venía a ser su carta de presentación habitual, había una tensión nada habitual en él. La crispación era parte de su personalidad, pero lo que Gurney detectaba en sus ojos azul claro era nerviosismo más que crispación. Eso hizo que se preguntara qué vendría a continuación. El insólito nerviosismo de Hardwick resultaba contagioso.

Tampoco ayudaba el hecho de que Madeleine hubiera elegido para su práctica de chelo una pieza más bien desquiciante.

Hardwick empezó a deambular por la estancia, tocando los respaldos de las sillas, las esquinas de las mesas, las macetas, los cuencos, las botellas y las velas decorativas que Madeleine había comprado en los asequibles anticuarios de la zona.

—¡Me encanta este lugar! ¡Me encanta! ¡Es tan jodidamente auténtico! —Se detuvo y se pasó las manos por el pelo, prematuramente gris y cortado al rape—. ¿Entiendes lo que digo?

—¿Qué es tan jodidamente auténtico?

—Es rústico en estado puro. Mira esa estufa de hierro forjado, fabricada en Estados Unidos: tan norteamericana como las tortitas de maíz. Míralos esos anchos tablones del suelo, rectos y honestos como los árboles de los que proceden.

—Mira esos anchos tablones.

—¿Disculpa?

—Mira esos anchos tablones. No míralos esos anchos…

Hardwick dejó de deambular.

—¿De qué coño me hablas?

—¿Hay algún motivo para esta visita?

Hardwick hizo una mueca.

—Ah, Davey, Davey. Directo al grano, como siempre. Intento bromear un poco… y ni caso, ni de mis esfuerzos de lubricación social, ni de mis amistosos cumplidos a la sencillez puritana de tu decoración doméstica…

—Jack.

—Está bien. Vamos al asunto. Al carajo las bromas. ¿Dónde nos sentamos?

Gurney le indicó la mesita redonda junto a las puertas cristaleras.

Una vez sentados uno frente a otro, Gurney se arrellanó en la silla y aguardó.

Hardwick cerró los ojos y se masajeó toscamente la cara con las manos, como si quisiera erradicar un intenso picor. Luego enlazó las manos sobre la mesa y empezó a hablar.

—Me preguntas si hay un motivo para mi visita. Sí, lo hay. Una oportunidad. ¿Conoces aquella frase de Julio César sobre la marea de los asuntos humanos?

—¿Qué frase?

Hardwick se echó hacia delante como si aquellas palabras contuvieran el secreto supremo de la vida. El habitual tono de guasa había desaparecido de su voz.

—«Hay una marea en los asuntos humanos que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna. Y si se descuida, toda la travesía de la vida no tendrá sino escollos y desgracias».

—¿Te lo has aprendido de memoria para recitármelo?

—Lo aprendí en el colegio. Siempre lo he recordado.

—Nunca te lo había oído citar.

—Nunca se había presentado la ocasión adecuada.

—En cambio, ahora…

Un tic le tensó a Hardwick la comisura de los labios.

—Ahora ha llegado el momento adecuado.

—¿Una marea en tus asuntos…?

—En nuestros asuntos.

—¿Tuyos y míos?

—Exacto.

Gurney permaneció un rato en silencio. Se limitó a observar el rostro excitado y ansioso que tenía enfrente. La verdad era que se sentía mucho más incómodo con esta versión seria y descarnada de Jack Hardwick de lo que jamás se había sentido con la de cínico impenitente.

Durante unos momentos, el único sonido en toda la casa fue la melodía crispada de la pieza de principios del siglo XX con la que Madeleine venía luchando desde hacía una semana.

La boca de Hardwick volvió a contraerse de manera casi imperceptible.

Haber captado ese tic por segunda vez, y estar esperando a que se produjera una tercera, empezó a poner nervioso a Gurney. Porque eso indicaba que el pago que Hardwick estaba a punto de exigirle por la deuda en la que había incurrido unos meses antes iba ser considerable.

—¿Piensas decirme a qué te refieres? —preguntó.

—Me refiero al caso Spalter. —Hardwick pronunció las últimas dos palabras con una peculiar combinación de importancia y desprecio. Tenía los ojos fijos en Gurney, como buscando la reacción apropiada.

Este frunció el ceño.

—¿La mujer que le pegó un tiro a su marido, un hombre rico metido en política, en Long Falls? —La noticia había causado sensación unos meses atrás.

—Ese mismo.

—Por lo que recuerdo, fue una condena inapelable. La mujer quedó sepultada bajo una avalancha de pruebas y declaraciones de testigos de cargo. Sin contar con un empujoncito adicional: con que el marido, Carl Spalter, murió durante el juicio.

—De ese caso hablo.

Los detalles empezaban a acudir a su mente.

—Le disparó en el cementerio, mientras él se encontraba ante la tumba de su madre, ¿no? La bala lo dejó paralizado, convertido en un vegetal.

Hardwick asintió.

—Un vegetal en silla de ruedas. Un vegetal a quien la acusación llevaba cada día a la sala del tribunal. Qué espectáculo más espantoso, joder. Un recordatorio constante para el jurado, mientras la esposa era juzgada por dejarlo en ese estado. Hasta que, naturalmente, murió a la mitad del proceso y ya no pudieron seguir arrastrándolo en su silla hasta el tribunal. Y el juicio siguió su curso: simplemente cambiaron la acusación de intento de asesinato por la de asesinato.

—Spalter era un rico promotor inmobiliario, ¿no? Y acababa de anunciar que iba a presentarse a gobernador con un partido independiente, ¿cierto?

—Sí.

—Con un programa anticrimen y antimafia, y un eslogan de armas tomar: «Ya es hora de librarse de la escoria de la Tierra». O algo parecido.

Hardwick se echó hacia delante.

—Exactamente esas palabras, Davey. En cada discurso se las arreglaba para hablar de la «escoria de la Tierra». Cada puta vez. «La escoria de la Tierra ha llenado hasta los topes la fosa séptica de la corrupción política nacional». Siempre lo mismo. Que si la escoria de la Tierra esto, que si la escoria de la Tierra lo otro. Le gustaba repetir machaconamente su mensaje.

Gurney asintió.

—Me parece recordar que la esposa tenía una aventura y que temía que él se divorciara, lo que le habría costado millones a ella. A menos que el marido falleciera antes de cambiar el testamento.

—Ese es el caso, sí. —Hardwick sonrió.

—¿Ese? —Gurney lo miró, incrédulo—. ¿No me digas que esta es la gran oportunidad de pleamar de la que hablabas? ¿El caso Spalter? Por si no te has enterado, el caso ha concluido, está cerrado, archivado. Si no me falla la memoria, Kay Spalter está cumpliendo una condena de cadena perpetua. Tendrá la posibilidad de optar a la condicional a los veinticinco años. De momento, seguirá en una cárcel de máxima seguridad de Bedford Hills.

—Muy cierto —dijo Hardwick.

—Entonces, ¿de qué demonios estamos hablando?

Hardwick se permitió una larga y lenta sonrisa desprovista de humor: esa clase de pausa teatral que a él le encantaba y que Gurney detestaba.

—Estamos hablando de que… esa dama fue víctima de una trampa para inculparla. Las acusaciones contra ella eran una mentira de principio a fin. Una pura y auténtica mentira. —De nuevo aquel tic en la comisura de los labios—. En resumen, estamos hablando de revocar su condena.

—¿Cómo sabes que la acusación era falsa?

—Un poli corrupto le buscó la ruina.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo sé muchas cosas. Y la gente me cuenta otras. Ese poli corrupto tiene enemigos. Con razón. No es que sea corrupto, es una basura inmunda. Un pedazo de mierda atómica. —Había una ferocidad en los ojos de Hardwick que Gurney no le había visto nunca.

—Muy bien. Digamos que la inculpó un poli corrupto. Lleguemos hasta el extremo de afirmar que ella era inocente. ¿Qué tiene eso que ver contigo? ¿O conmigo?

—¿Aparte de la cuestión menor de la justicia?

—La expresión de tus ojos no tiene nada que ver con la justicia.

—Ya lo creo. Tiene muchísimo que ver con la justicia. El sistema me ha jodido. Así que yo voy a joder al sistema. Honesta y legalmente: del lado de la justicia siempre. Ellos me obligaron a abandonar el cuerpo porque siempre lo habían deseado. Manejé con cierto descuido algunos de los informes que te pasé sobre el caso del Buen Pastor, una chorrada burocrática, y eso les dio la excusa a los muy cabrones.

Gurney asintió. Hacía rato que se preguntaba si la deuda saldría a colación: el favor que Gurney había obtenido y el precio que Hardwick había pagado con el fin de su carrera. Ahora ya no tenía que seguir preguntándose si lo iba a mencionar.

Hardwick prosiguió.

—Así que ahora estoy empezando como detective privado. Soy un detective en busca de clientes. Y resulta que Kay Spalter va a convertirse en mi primer cliente a través del abogado que se encargará de su apelación. Así que mi primera victoria va a ser sonada.

Gurney hizo una pausa para reflexionar sobre lo que acababa de oír.

—¿Y yo?

—¿Qué?

—Has dicho que era una oportunidad para los dos.

—Es que lo es. Podría ser el caso de tu vida, joder. Meterse en el asunto, desmontarlo de arriba abajo y volver a reunir todas las piezas correctamente. El caso Spalter fue el crimen de la década, seguido por la maniobra inculpatoria del siglo. Tú averiguas lo ocurrido, pones las cosas en su sitio y les das, de paso, una patada en los cojones a unos cuantos cabrones de mierda. Y podrás ponerle otra muesca a tu revólver, Sherlock. Una muesca de primera.

Gurney asintió lentamente.

—Ya, pero… tú no has hecho todo el camino hasta aquí solo para ofrecerme la oportunidad de darles una patada en los cojones a los malos. ¿Por qué quieres implicarme en el asunto?

Hardwick se encogió de hombros. Inspiró hondo.

—Por un montón de motivos.

—El principal de los cuales es…

Por primera vez, dio la impresión de que a Hardwick le estaba costando un gran esfuerzo sincerarse.

—Para hacer girar la llave unos milímetros más y cerrar definitivamente el acuerdo.

—¿Todavía no hay acuerdo? Creía que habías dicho que Kay Spalter era tu cliente.

—He dicho que va a ser mi cliente. Primero se han de concretar ciertos detalles legales.

—¿Detalles?

—Créeme, está todo arreglado. Solo falta pulsar los botones correctos.

Gurney percibió otra vez el tic y sintió que su propia mandíbula se tensaba.

Hardwick prosiguió rápidamente.

—A Kay Spalter la defendió un abogado de oficio de lo más idiota, que todavía es, técnicamente, su representante legal. Eso debilita toda una serie de argumentos de gran peso para lograr que su condena sea revocada. Uno de los argumentos que aducir en la apelación sería el de representación legal incompetente, pero el abogado actual no puede presentar semejante alegación. No puedes ir y decirle al juez: «Tiene que dejar libre a mi cliente porque soy un idiota integral». Ha de ser otro abogado el que te llame idiota integral. Así son las leyes de este país. Bueno, en resumen…

Gurney lo interrumpió.

—Espera un momento. Tiene que haber un montón de dinero en esa familia. ¿Cómo es que la mujer terminó con un abogado de oficio?

—Hay un montón de dinero, en efecto. El problema es que todo estaba a nombre de Carl. Él lo controlaba todo. Eso ya te dice algo de la calaña del tipo. Kay llevaba la vida de una gran dama acaudalada sin contar con un centavo a su nombre. Técnicamente es una indigente. Y le asignaron el tipo de abogado que les ponen a los indigentes. Sin mencionar el reducido presupuesto para los gastos de la defensa. Así que, como iba diciendo, y para resumir, ella necesita un nuevo representante legal. Y yo tengo preparado al hombre perfecto; ya está afilando sus colmillos. Inteligente, despiadado, un cabrón sin principios y siempre hambriento. Solo hace falta que ella firme un par de cosas para que el cambio sea oficial.

Gurney se preguntó si estaría oyendo bien.

—¿Pretendes que yo vaya a venderle la idea?

—No. En absoluto. No hay que vender nada. Solo quiero que tú seas parte de la ecuación.

—¿Qué parte exactamente?

—Detective de Homicidios de campanillas de la gran capital. Un historial de exitosas investigaciones en casos de asesinato. Medallas y condecoraciones hasta las cejas. El hombre que le dio la vuelta al caso del Buen Pastor y que dejó en ridículo a todos los putos cabezas de chorlito.

—¿Pretendes que interprete el papel de brillante hombre de paja de ti y de tu «despiadado cabrón sin principios»?

—No es que sea un tipo sin principios, realmente. Solo… agresivo. Sabe dar codazos. Y no, no serías solo el «hombre de paja» de nadie. Serías un titular. Parte del equipo. Un motivo más para que Kay Spalter quiera contratarnos para volver a investigar el caso, preparar su apelación y lograr que revoquen su absurda condena.

Gurney meneó la cabeza.

—La verdad es que no te sigo en absoluto. Si no había dinero para contratar a un abogado de categoría desde el principio, ¿cómo es que ahora sí lo hay?

—En un principio, considerando la fuerza aparente de los cargos de la acusación, no había muchas esperanzas de que Kay pudiera ganar el juicio. Y si no podía ganarlo, habría de resultarle imposible pagar una minuta legal importante.

—Ahora, en cambio…

—Ahora, en cambio, la situación es distinta. Tú, yo y Lex Bincher nos encargaremos de que así sea. Créeme: ella ganará y los malos morderán el polvo. Y una vez que haya ganado, Kay tendrá derecho a heredar una enorme cantidad de dinero como beneficiaria principal de Carl.

—O sea, ¿que el tal Bincher va a trabajar en un caso criminal con unos honorarios condicionales? ¿Eso no es medio ilegal o, por lo menos, poco ético?

—No te alteres. No hay cláusulas condicionales en el acuerdo que ella va a firmar. Supongo que podrías decir que el hecho de que Lex llegue a cobrar dependerá, en cierto modo, del éxito de la apelación, pero no hay nada que dé a entender tal cosa por escrito. Si la apelación fracasa, Kay le deberá teóricamente un montón de dinero. Pero olvídate del asunto. Eso es problema de Lex. Además, ¡la apelación será un éxito!

Gurney se arrellanó en su silla y miró a través de la puerta cristalera el plantel de espárragos del otro extremo del patio de piedra caliza. Los helechos de los espárragos habían crecido mucho más que en los dos veranos anteriores. Tenía la impresión de que un hombre de cierta altura podría permanecer entre ellos de pie sin ser visto. Aunque normalmente eran de un suave verde azulado, ahora, bajo el cielo gris e inestable, parecían desprovistos de color. Se inclinaban ora de un lado, ora del otro, bajo los vientos esporádicos que no parecían venir de ninguna dirección previsible.

Parpadeó, se frotó la cara con ambas manos e intentó reajustar su mente para simplificar al máximo, a lo esencial, el burdo embrollo que tenía ante sí.

Desde su punto de vista, lo que Hardwick le estaba pidiendo era que le echara una mano para iniciar su carrera como investigador privado: que le ayudara con su colaboración a asegurarse su primer cliente importante. Esa vendría a ser la manera de devolverle los favores que le había hecho en el pasado, cuando se había saltado las normas oficiales por él, lo que le había costado su carrera en la policía estatal. Hasta ahí estaba todo claro. Pero había muchos más aspectos que considerar.

Uno de los rasgos característicos de Hardwick había sido su audaz independencia: una independencia despreocupada, del tipo que-sea-lo-que-Dios-quiera, que solo puede permitirse quien no está demasiado apegado a nada ni a nadie, ni a ningún objetivo predeterminado. Ahora, por el contrario, era más que evidente que el tipo estaba comprometido en este nuevo proyecto y en su esperado desenlace, y el cambio no le parecía a Gurney del todo positivo. Se preguntó cómo sería trabajar con Hardwick en ese estado alterado: con toda su aspereza intacta, pero ahora al servicio de una obsesión rencorosa.

Apartó la vista de los helechos oscilantes y miró a Hardwick a la cara.

—A ver, Jack, ¿qué significa «un miembro del equipo»? ¿Qué querrías que hiciera concretamente, aparte de parecer un tipo brillante y de sacudir mis medallas tintineantes?

—Lo que demonios te apetezca. Mira, te lo estoy diciendo: la acusación fue una chapuza de principio a fin. Si el jefe de la investigación no acaba en la prisión de Attica al final de toda esta historia, yo…, bueno…, me convierto en un puto vegetariano. Te garantizo, al cien por cien, que los datos básicos y el relato de los hechos estarán repletos de incoherencias. Incluso la jodida transcripción del juicio está llena de ellas. Y Davey, aunque no quieras reconocerlo, sabes bien que ningún poli ha tenido jamás un ojo y un oído tan aguzado para captar incoherencias como tú. En fin, este es el asunto. Quiero que formes parte del equipo. ¿Me harás ese favor?

«¿Me harás ese favor?». La petición resonó en la mente de Gurney. No se sentía capaz de decir que no. Al menos, en ese mismo momento. Inspiró hondo.

—¿Tienes la transcripción del juicio?

—Sí.

—¿Aquí?

—La tengo en el coche.

—Le echaré… un vistazo. Y veremos por dónde seguir a partir de ahí.

Hardwick se levantó de la mesa; su nerviosismo ahora parecía más bien excitación.

—Te dejaré también una copia del informe oficial del caso. Hay un montón de datos interesantes. Podría serte de ayuda.

—¿Cómo has conseguido el informe?

—Todavía me quedan amigos.

Gurney sonrió, incómodo.

—No te prometo nada, Jack.

—De acuerdo. No hay problema. Voy al coche a buscar el material. Tómate tu tiempo. A ver qué te parece. —Cuando ya salía, se detuvo y se volvió hacia él—. No te arrepentirás, Davey. El caso Spalter tiene de todo: horror, odio, mafiosos, locura, política, dinero a carretadas, mentiras al por mayor y tal vez unas gotas de incesto. ¡Qué coño, te va a encantar!