»Zeddicus Zu’l Zorander puede parecerte joven, como nos lo pareció a muchos de nosotros, pero es un mago especial, nacido de un mago y una hechicera.

Zedd era un prodigio. Incluso esos otros magos de ahí dentro, algunos de ellos sus maestros, no siempre comprenden cómo es capaz de desentrañar algunos de los enigmas de los libros o cómo usa su don para ejercer tanto poder, pero sí comprendemos que tiene un corazón. Utiliza su corazón, así como su cabeza. Fue nombrado Primer Mago por todas estas cosas y más.

—Sí —repuso Abby—, desempeña con mucho talento lo de ser el Viento de la Muerte…

La Madre Confesora mostró una leve sonrisa y se dio un golpecito en el pecho.

—Entre nosotros, aquellos de nosotros que realmente lo conocemos le llamamos el Embaucador. El Embaucador es el nombre que se ha ganado de verdad. Le dimos el nombre de Viento de la Muerte para que lo oyeran otros, de modo que infundiera terror en los corazones del enemigo. Algunas personas de nuestro bando se toman a pecho ese nombre. Tal vez, puesto que tu madre poseía el don, puedes comprender que las personas en ocasiones temen de un modo irracional a aquellos que poseen magia.

—Y en ocasiones —argumentó Abby—, aquellos que poseen magia realmente son monstruos a quienes nada importa la vida que destruyen.

La Madre Confesora evaluó los ojos de la joven un momento, y luego alzó un dedo admonitorio.

—De modo confidencial, voy a hablarte de Zeddicus Zu’l Zorander. Si repites alguna vez esta historia, jamás te perdonaré que hayas traicionado mi confianza.

—No lo haré, pero no veo…

—Limítate a escuchar.

Una vez que pareció sentirse segura de que Abby permanecería en silencio, la Madre Confesora empezó a contar:

—Zedd se casó con Erilyn. Era una mujer maravillosa. Todos la queríamos muchísimo, pero no tanto como la quería él. Tuvieron una hija.

A Abby le pudo la curiosidad.

—¿Cuántos años tiene?

—Más o menos la edad de tu hija —respondió Delora.

Abby tragó saliva ante la mesurada ironía de las palabras de la hechicera.

—Entiendo.

—Cuando Zedd se convirtió en Primer Mago, las cosas estaban fatal. —El desconsuelo vagó por los ojos color violeta de la Madre Confesora—. Panis Rahl había conjurado a los seres sombra.

—¿Seres sombra…? Vengo del Vado del Coney, jamás oí hablar de tal cosa.

—Bueno, la guerra ya había sido bastante mala, pero entonces Panis Rahl enseñó a sus magos a conjurar seres sombra. —La Madre Confesora suspiró ante la angustia que le producía volver a contar la historia—. Los llaman así porque son como sombras en el aire. No poseen una forma o figura precisa. No están vivos, son producto de la magia. Las armas tienen tan poco efecto sobre ellos como lo tendrían sobre el humo.

»No puedes esconderte de los seres sombra. Flotan hacia ti a través de campos o cruzando bosques. Te encuentran.

»Cuando tocan a alguien, todo el cuerpo de la persona se llena de ampollas y se hincha hasta que la carne se parte. Mueren entre alaridos de dolor. Ni siquiera el don puede curar a alguien tocado por un ser sombra.

»A medida que el enemigo atacaba, sus magos enviaban a los seres sombra por delante. En un principio batallones enteros de nuestros valientes y jóvenes soldados aparecieron muertos hasta el último hombre. No veíamos la menor esperanza. Fue nuestro peor momento.

—¿Y el mago Zorander consiguió detenerles? —preguntó Abby.

La Madre Confesora asintió.

—Estudió el problema y luego conjuró trompas de combate. Su magia barrió a los seres sombra igual que el humo es arrastrado por el viento. La magia procedente delas trompas también resiguió el hechizo hasta su origen, para buscar a quien lo había lanzado, y matarlo. No obstante, las trompas no son infalibles, y Zedd debe alterar su magia constantemente para adaptarla al modo en que el enemigo cambia sus conjuros.

»Panis Rahl invocó otra magia, también: fiebres y enfermedades, dolencias que te consumían, nieblas que provocaban ceguera; toda clase de horrores. Zedd trabajó día y noche, y consiguió combatirlos a todos. Mientras se frenaba la magia de Panis Rahl, nuestras tropas volvieron a poder pelear en igualdad de condiciones. Debido al mago Zorander, el curso de la guerra cambió.

—Bueno, hasta ahí eso es bueno, pero…

La Madre Confesora volvió a alzar el dedo, ordenándole silencio. Abby mantuvo la boca cerrada mientras la mujer bajaba la mano y proseguía.

—A Panis Rahl le enfureció lo que Zedd había hecho. Intentó matarle y fracasó, de modo que en su lugar envió una escuadra a matar a Erilyn.

—¿Una escuadra? ¿Qué es una escuadra?

—Una escuadra —contestó la hechicera— es una unidad de cuatro asesinos especiales enviados con la protección de un hechizo facilitado por quien los envió: Panis Rahl. Su misión no es tan sólo matar a la víctima, sino hacerlo de un modo inconcebiblemente doloroso y brutal.

Abby tragó saliva.

—¿Y… asesinaron a su esposa?

La Madre Confesora se inclinó más cerca.

—Peor aún. La dejaron con las piernas y los brazos hechos pedazos, de modo que la encontraran todavía con vida.

—¿Viva? —susurró Abby—. ¿Por qué tendrían que dejarla con vida, si su misión era matarla?

—Para que así Zedd la encontrara destrozada y sangrando, y padeciendo de un modo inconcebible. Sólo pudo susurrar el nombre de su esposo. —La Madre Confesora se inclinó aún más hacia ella, y Abby sintió el aliento de las palabras que le susurraba sobre el propio rostro—. Cuando él utilizó su don para intentar curarla, éste activó el hechizo gusano.

Abby tuvo que obligarse a pestañear.

—¿Hechizo gusano…?

—Ningún mago habría sido capaz de detectarlo. —La Madre Confesora engarfió los dedos y llevó las manos hacia el estómago de Abby, como si lo rasgara—. El hechizo le desgarró las entrañas. Debido a que él la había tocado con su magia en un gesto de amor, ella murió chillando mientras él permanecía arrodillado, impotente, junto a ella.

Con un estremecimiento, Abby se tocó su propio estómago, casi sintiendo la herida.

—Eso es terrible…

Los ojos color violeta de la Madre Confesora mostraban una expresión férrea.

—La escuadra se llevó también a su hija. A su hija, que había visto todo lo que aquellos hombres habían hecho a su madre.

Abby volvió a sentir que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—¿Le hicieron eso a su hija, también?

—No —contestó la Madre Confesora—. La tienen cautiva.

—Entonces ¿todavía vive? ¿Todavía hay esperanza?

El blanco vestido satinado de la Madre Confesora crujió quedamente cuando ésta volvió a recostarse en la balaustrada de mármol blanco y juntó las manos en el regazo.

—Zedd fue tras la escuadra. Los encontró, pero habían entregado a su hija a otros, y éstos la pasaron a otros más, y así sucesivamente, de modo que no tenían ni idea de quién la tenía o dónde podría estar.

Abby miró a la hechicera y luego otra vez a la Madre Confesora.

—¿Qué le hizo el mago Zorander a la escuadra?

—No menos de lo que yo misma habría hecho. —El rostro de la Madre Confesora era ahora una máscara de fría furia, y su tono de voz resultó aún más escalofriante que las mismas palabras—. Hizo que lamentaran haber nacido. Durante un larguísimo período de tiempo hizo que lo lamentaran.

Abby se encogió hacia atrás.

—Entiendo.

Cuando la Madre Confesora tomó aire para tranquilizarse, la hechicera continuó con el relato.

—En este preciso momento, el mago Zorander usa un hechizo que ninguno de nosotros comprende. Es un hechizo que mantiene a Panis Rahl en su palacio en D’Hara. Ayuda a atenuar la magia que Rahl consigue conjurar contra nosotros, y permite a nuestros hombres empujar a sus tropas de vuelta al lugar del que vinieron.

»Pero a Panis Rahl le consume la cólera hacia el hombre que ha frustrado su conquista de la Tierra Central. No transcurre una semana sin que tenga lugar un atentado contra la vida del mago Zorander. Rahl envía a personas peligrosas y viles de todas clases. Incluso a las mord-sith.

Abby contuvo el aliento. Ésa era una palabra que había oído. Con cauto interés, aventuró una pregunta:

—¿Qué son las mord-sith?

La hechicera se echó hacia atrás la lustrosa cabellera negra mientras sus ojos llameaban feroces; tenía el semblante cargado de veneno.

—Las mord-sith son mujeres que, junto con su uniforme de cuero rojo, lucen una única trenza larga como distintivo de su profesión. Están adiestradas en la tortura y el asesinato de aquellos que poseen el don. Si una persona con el don intenta utilizar su magia contra una mord-sith, ésta es capaz de capturar esa magia y utilizarla contra ella. No hay modo de escapar de una mord-sith.

—Pero, sin duda, una persona con un don tan poderoso como el mago Zorander…

—Incluso él estaría perdido si intentara utilizar magia contra una mord-sith —dijo la Madre Confesora—. A una mord-sith se la puede derrotar con armas corrientes… pero no con magia. Solamente la magia de una Confesora funciona contra ellas. Yo he matado a dos.

»En parte debido a la naturaleza brutal del adiestramiento de las mord-sith, éstas han estado proscritas desde tiempo inmemorial, pero en D’Hara la espantosa tradición de coger a muchachas jóvenes para ser adoctrinadas como mord-sith sigue vigente. D’Hara es un país lejano y hermético. No sabemos mucho sobre él, salvo lo que hemos aprendido mediante desafortunadas experiencias.

»Las mord-sith han capturado a varios de nuestros magos y hechiceras. Una vez capturados, éstos no pueden matarse, ni pueden escapar. Antes de morir, confiesan todo lo que saben. Panis Rahl conoce nuestros planes.

»También nosotros hemos conseguido ponerles las manos encima a varios d’haranianos de alto rango, y tras haber sido tocados éstos por las Confesoras, hemos podido conocer hasta qué punto se nos ha puesto en peligro. El tiempo actúa en nuestra contra.

Abby se secó las palmas de las manos en los muslos.

—Ese hombre al que mataron justo antes de que yo entrara a ver al Primer Mago no podía haber sido un asesino… A los dos que lo acompañaban les permitieron irse.

—No, no era un asesino. —La Madre Confesora enlazó las manos—. Creo que Panis Rahl está enterado del hechizo que el mago Zorander descubrió, que posee el potencial para arrasar por completo todo D’Hara. Panis Rahl desea desesperadamente deshacerse del mago Zorander.

Los ojos color violeta de la Madre Confesora, que siempre revelaban un intelecto agudo, refulgían en aquellos instantes con el oculto peso de incontables informaciones espantosas. Abby no pudo soportar el escrutinio de aquellos ojos, y desvió la mirada. Empezó a juguetear con una hebra suelta de su saco.

—No veo qué tiene esto que ver con negarme ayuda para salvar a mi hija. Él tiene una hija. ¿No haría cualquier cosa por recuperarla? ¿No haría lo que fuera que tuviera que hacer para tener a su hija de vuelta y a salvo?

La cabeza de la Madre Confesora descendió y ésta se pasó los dedos por la frente, como intentando eliminar un penoso dolor.

—El hombre que entró antes que tú era un mensajero. Su mensaje había pasado por muchas manos, de modo que no se podía rastrear hasta su origen.

Abby sintió que una helada carne de gallina le ascendía por los brazos.

—¿Cuál era el mensaje?

—El mechón de pelo que traía pertenecía a la hija de Zedd. Panis Rahl ofrecía la vida de la hija de Zedd si éste se entregaba a Panis Rahl para ser ejecutado.

Abby aferró su saco.

—Pero ¿un padre que amara a su hija no haría incluso eso para salvarle la vida?

—¿A qué precio? —susurró la Madre Confesora—. ¿A expensas de las vidas de todos aquellos que morirán sin su ayuda?

»No podía hacer algo tan egoísta, ni siquiera para salvar la vida de aquélla a quien ama más que a nadie. Antes de negarle su ayuda a tu hija, acababa de rechazar la oferta, sentenciando de ese modo a muerte a su propia hija inocente.

Abby sintió que sus esperanzas volvían a quedar en nada. Pensar en el terror que sentiría Jana le producía una sensación de mareo y náusea. Las lágrimas volvieron a rodarle por las mejillas.

—Pero yo no le pido que sacrifique a todos los demás para salvarla…

La hechicera tocó el hombro de Abby.

—Cree que evitar que sufran daño esas personas significaría dejar escapar a los d’haranianos para que acaben matando más personas a la larga.

Abby intentó desesperadamente hallar una solución.

—Pero tengo un hueso.

La hechicera lanzó un suspiro.

—Abigail, la mitad de las personas que vienen a ver a un mago traen un hueso. Los mercachifles convencen a los suplicantes de que son huesos auténticos. Personas desesperadas, tal como lo estás tú, los compran.

»La mayoría de ellos vienen buscando un mago que de algún modo les conceda una vida libre de magia —dijo la Madre Confesora—. Casi todas las personas temen la magia, pero sospecho que, tal como la está utilizando ahora D’Hara, lo que quieren ahora es no volver a ver magia nunca más. Un motivo irónico para adquirir un hueso, y doblemente irónico que compren huesos falsos, pensando que poseen magia, para así solicitar quedar libres de la magia.

—Pero yo no compré ningún hueso —replicó Abby, pestañeando—. Esto es una deuda auténtica. En su lecho de muerte mi madre me habló de ella. Dijo que el mismísimo mago Zorander estaba ligado a ella.

La hechicera entornó los ojos con escepticismo.

—Abigail, las deudas auténticas de esta naturaleza son sumamente raras. A lo mejor era un hueso que ella tenía y tú te limitaste a pensar que…

Abby sostuvo el saco abierto para que la hechicera lo viera. La mujer echó una ojeada al interior y calló.

La Madre Confesora también miró dentro del saco.

—Sé lo que mi madre me contó —insistió Abby—. También me contó que, si existía cualquier duda, él no tenía más que ponerlo a prueba. Entonces sabría que es auténtico, ya que la deuda le fue transmitida por su padre.

La hechicera acarició las cuentas que le rodeaban la garganta.

—Podría examinarlo. Si es auténtico, lo sabría. Con todo, por muy deuda solemne que pueda ser, eso no significa que la deuda deba pagarse ahora.

Abby se inclinó con osadía hacia la hechicera.

—Mi madre dijo que es una deuda auténtica, y que tenía que pagarse. Por favor, Delora, conocéis la naturaleza de tales cosas. Estaba tan confundida cuando me encontré con él, con todas esas personas gritando… Fui tan estúpida que no defendí mi caso insistiendo en que lo examinara. —Volvió la cabeza y aferró el brazo de la Madre Confesora—. Por favor, ¿me ayudáis? ¿Le contaréis lo que tengo y pediréis que lo examine?

La Madre Confesora lo consideró tras un semblante inexpresivo. Finalmente, habló:

—Esto involucra una deuda ratificada con magia. Una cosa así debe tomarse muy en serio. Hablaré con el mago Zorander en tu nombre y solicitaré que te conceda una audiencia privada.

Abby cerró los ojos con fuerza a la vez que las lágrimas volvían a hacer acto de presencia en ellos.

—Gracias.

Hundió la cabeza en ambas manos y empezó a llorar de alivio al ver que volvía a encenderse la llama de la esperanza.

La Madre Confesora la cogió por los hombros.

—He dicho que lo intentaré. Puede denegar mi petición.

La hechicera profirió una risotada carente de humor.

—No es probable. Yo trataré de persuadirlo. Pero Abigail, eso no significa que podamos convencerle de que te ayude. Tengas ese hueso o no.

Abby se secó la mejilla.

—Lo entiendo. Gracias a las dos. Gracias por vuestra comprensión.

Con un pulgar, la hechicera retiró una lágrima de la barbilla de la joven.

—Se dice que la hija de una hechicera es una hija para todas las hechiceras.

La Madre Confesora se puso en pie y se alisó el vestido blanco.

—Delora, tal vez podrías llevar a Abigail a una casa de huéspedes para viajeras. Debería descansar un poco. ¿Tienes dinero, pequeña?

—Sí, Madre Confesora.

—Bien. Delora te llevará a un lugar donde pasar la noche. Regresa al Alcázar justo antes del amanecer. Nos reuniremos contigo y te comunicaremos si hemos conseguido convencer a Zedd de que ponga a prueba tu hueso.

—Rezaré a los buenos espíritus para que el mago Zorander me reciba y ayude a mi hija. —Repentinamente se sintió avergonzada por sus palabras—. Y rezaré, también, por su hija.

La Madre Confesora posó una mano en la mejilla de Abby.

—Reza por todos nosotros, pequeña. Reza para que el mago Zorander lance la magia contra D’Hara, antes de que sea demasiado tarde para todos los hijos de la Tierra Central…, viejos y jóvenes por igual.

Durante el descenso a pie a la ciudad, Delora mantuvo la conversación alejada de las preocupaciones y esperanzas de Abby, y de lo que la magia podría aportar a cualquiera de ambas. En cierto modo, hablar con la hechicera recordó a la joven las conversaciones con su madre. Las hechiceras eludían hablar de magia con alguien que careciera del don. Abby tenía la sensación de que les resultaba tan incómodo para ellas como lo era para Abby cuando Jana le preguntaba cómo iba a parar un niño a la barriga de una madre.

A pesar de que era tarde las calles estaban abarrotadas de gente. Chismorreos preocupados sobre la guerra flotaban a los oídos de Abby desde todas direcciones. En una esquina un corro de mujeres murmuraban llorosas sobre familiares masculinos que llevaban meses fuera sin que se tuvieran noticias de qué había sido de ellos.

Delora condujo a Abby por una calle donde había un mercado y le hizo comprar un bollo pequeño relleno con fiambres, ajo y aceitunas cocidos. La joven no tenía hambre en realidad, pero la hechicera le hizo prometer que comería. Puesto que no quería hacer nada que la pudiera hacer caer en desgracia, Abby se lo prometió.

La casa de huéspedes estaba subiendo por una calleja entre edificios como amontonados entre sí. El barullo del mercado ascendía por la estrecha calle y revoloteaba alrededor de edificios y a través de patios diminutos con la misma facilidad que un herrerillo moviéndose a través de un bosque espeso. Abby se preguntó cómo podía soportar la gente vivir tan pegados unos a otros y sin nada que ver, aparte de otras casas y más personas. Se preguntó, también, cómo podría dormir con todos aquellos sonidos extraños y el constante ruido; pero de todos modos el sueño le había sido muy esquivo desde que había abandonado su hogar, a pesar del silencio absoluto de las noches en el campo.

La hechicera deseó a Abby una buena noche, poniéndola en manos de una mujer de aspecto hosco y pocas palabras que la condujo a una habitación situada al final de un largo pasillo, tras cobrar una moneda de plata. Abby se sentó en el borde de la cama y, a la luz de la única lámpara, colocada en un estante junto al lecho, contempló la pequeña habitación mientras mordisqueaba su bollo relleno. La carne del interior estaba dura y fibrosa, pero tenía un sabor agradable.

Al carecer de ventana, la habitación no era tan ruidosa como Abby había temido que pudiera ser. La puerta carecía de pestillo, pero la mujer que dirigía la pensión había mascullado que no se inquietara, que no se permitía la entrada a hombres en el establecimiento. Abby dejó el bollo a un lado y, en una jofaina que había encima de una sencilla peana, se lavó la cara. Le sorprendió lo sucia que dejó el agua.

Giró la rueda reguladora del quinqué, bajando la mecha todo lo posible sin que se apagara la llama. No le gustaba dormir a oscuras en un lugar desconocido. Tumbada en la cama, con la vista clavada en el techo cubierto de manchas de humedad, rezó de todo corazón a los buenos espíritus, a pesar de saber que harían caso omiso de una petición como la suya. Cerró los ojos y rezó también por la hija del mago Zorander. Sus oraciones quedaron fragmentadas por temores inoportunos que daban la impresión de dejarle las entrañas en carne viva.

No sabía cuánto tiempo llevaba tumbada en la cama, deseando que el sueño se adueñara de ella, deseando que se hiciera de día, cuando la puerta se abrió despacio con un chirrido. Una sombra ascendió por la pared opuesta.

Abby se quedó paralizada, con los ojos abiertos como platos y conteniendo la respiración, mientras observaba cómo una figura agachada iba hacia la cama. No era la mujer de la casa; era más alta. Los dedos de Abby se cerraron sobre la áspera manta, pensando que a lo mejor podría arrojarla sobre la intrusa y luego correr a la puerta.

—No te asustes, querida. Sólo he venido a ver si habías tenido éxito en el Alcázar.

Abby tomó una bocanada de aire y se incorporó en el lecho.

—¿Mariska? —Era la anciana que había esperado con ella en la fila todo el día—. ¡Me has dado un susto de muerte!

La pequeña llama de la lámpara se reflejó con un intenso resplandor en los ojos de la mujer mientras ésta inspeccionaba el rostro de la joven.

—Hay peores cosas a las que temer que tu propia seguridad.

—¿Qué quieres decir?

Mariska sonrió. No fue una sonrisa tranquilizadora.

—¿Obtuviste lo que querías?

—Vi al Primer Mago, si es eso a lo que te refieres.

—¿Y qué te dijo, querida?

Abby sacó los pies de la cama y los puso en el suelo.

—Eso es asunto mío.

La sonrisa maliciosa se ensanchó.

—Oh, no, quería, es asunto nuestro.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Responde a la pregunta. No te queda mucho tiempo. A tu familia no le queda mucho tiempo.

Abby se puso en pie de golpe.

—¿Cómo…?

La anciana le agarró la muñeca y la retorció hasta que Abby se vio obligada a sentarse.

—¿Qué dijo el Primer Mago?

—Dijo que no podía ayudarme. Por favor, duele… Suéltame.

—Vaya, querida, eso es una lástima, ya lo creo. Una lástima para tu pequeña Jana.

—¿Cómo… cómo conoces su existencia? Yo nunca…

—Así pues, el mago Zorander denegó tu petición. Qué noticia tan triste. —Chasqueó la lengua—. Pobre y desventurada Jana. Se te advirtió. Conocías el precio del fracaso.

Soltó la muñeca de Abby y le dio la espalda. El cerebro de Abby trabajó a toda velocidad, presa del pánico, mientras la mujer caminaba, arrastrando los pies, hacia la puerta.

—¡No! ¡Por favor! Volveré a verle, mañana. Al amanecer.

Mariska echó una mirada atrás.

—¿Por qué? ¿Por qué iba a acceder a volver a verte, después de haberte dicho que no? Mentir no le concederá más tiempo a tu hija. No le concederá nada.

—Es verdad. Lo juro por el alma de mi madre. Hablé con la hechicera, la que nos llevó adentro. Hablé con ella y con la Madre Confesora, después de que el mago Zorander rechazara mi petición. Convinieron en convencerlo para que me concediera una audiencia privada.

La frente de la mujer se arrugó.

—¿Por qué tendrían que hacerlo?

Abby señaló su saco, que descansaba a los pies de la cama.

—Les mostré lo que traía.

Con un dedo sarmentoso, Mariska alzó la tela de arpillera. Atisbó en el interior, considerando durante un instante lo que veía dentro del saco, antes de aproximarse finalmente a la joven.

—¿Aún tienes que enseñarle esto al mago Zorander?

—Así es. Ellas me conseguirán una audiencia con él. Estoy segura de ello. Mañana, él me recibirá.

De su gruesa faja, Mariska sacó un cuchillo, que agitó lentamente a un lado y a otro ante el rostro de Abby.

—Empezamos a cansarnos de esperarte.

Abby se pasó la lengua por los labios.

—Pero…

—Por la mañana salgo hacia el Vado del Coney. Parto para ir a ver a tu pequeña y asustada Jana. —Su mano se deslizó tras el cuello de la joven, y sus dedos, que eran como raíces de roble, agarraron los cabellos de Abby, inmovilizándole la cabeza—. Si lo traes, ella quedará libre, como se te prometió.

Abby no podía asentir.

—Lo haré. Lo juro. Lo convenceré. Está ligado por una deuda.