Todos los ojos se giraron en dirección hacia el rastrillo alzado, atraída su atención por el estrépito de unos cascos. Caballos enormes, todos ellos de color castaño oscuro o negro y más grandes que cualquiera que Abby hubiera visto nunca, salieron en medio de un gran estruendo dirigiéndose hacia ellos. Hombres engalanados con bruñidos petos, cotas de malla y cuero, y la mayoría de ellos sosteniendo lanzas o pértigas coronadas con largos estandartes que indicaban un alto cargo y rango, instaron a sus monturas a avanzar. Fueron adquiriendo velocidad a medida que cruzaban el puente levantando polvo, y pasaron ante ellos como una exhalación en una avalancha desenfrenada de color y destellos metálicos. Eran lanceros sandarianos, por las descripciones que Abby había oído. Le costó imaginar al enemigo con el coraje necesario para enfrentarse a hombres de tal calibre.

Se le revolvió el estómago. Comprendió que no tenía necesidad de imaginar eso y ningún motivo para depositar su esperanza en hombres como aquellos lanceros. Su única esperanza era el mago, y ésta iba desvaneciéndose junto con el día. Nada podía hacer salvo aguardar.

Abby se volvió de nuevo hacia el Alcázar justo a tiempo de ver a una mujer escultural vestida con una sencilla túnica que salía. Su tez clara resaltaba aún más en contraste con su melena, lisa y oscura, con la raya en medio, que le llegaba hasta los hombros. Algunos de los hombres habían estado cuchicheando sobre el espectáculo de los oficiales sandarianos, pero al ver a esa mujer todo el mundo calló. Los cuatro soldados de la cabecera del puente de piedra dejaron pasar a la recién llegada cuando ésta se aproximó a los suplicantes.

—Es una hechicera… —musitó la anciana a Abby.

A Abby no le hacía falta la indicación de la anciana para saber que era una hechicera. Abby conocía bien la sencilla túnica de lino, decorada en el cuello con cuentas amarillas y rojas cosidas, formando los antiguos símbolos de la profesión. Algunos de sus recuerdos más tempranos eran de estar en brazos de su madre, tocando cuentas como aquéllas.

La hechicera dedicó una inclinación de cabeza a los que aguardaban y luego les brindó una sonrisa.

—Por favor, perdonadnos por teneros esperando aquí fuera todo el día. No es por falta de respeto ni algo que hagamos habitualmente, pero teniendo entre manos una guerra tales precauciones son, por desgracia, inevitables. Esperamos que nadie se haya sentido ofendido por la tardanza.

La multitud farfulló que tal cosa no había sucedido, pero Abby dudó que hubiera alguien entre ellos con arrestos suficientes para afirmar lo contrario.

—¿Cómo va la guerra? —preguntó un hombre.

La mirada ecuánime de la hechicera se volvió hacia él.

—Con las bendiciones de los buenos espíritus, finalizará pronto.

—¡Ojalá los espíritus quieran que D’Hara sea aplastada! —exclamó el hombre.

Sin darle una respuesta, la hechicera evaluó los rostros que la observaban, aguardando para ver si alguien más quería hablar o hacer una pregunta. Nadie lo hizo.

—Por favor, acompañadme, pues. La reunión del consejo ha finalizado, y dos de los magos os concederán audiencia.

Justo cuando la hechicera empezaba a andar hacia el Alcázar, llegaron tres hombres. Las ropas elegantes que lucían hicieron que, en comparación, los sencillos atuendos de los que estaban en el puente parecieran casi raídos. Mientras la procesión avanzaba arrastrando los pies, los tres hombres adelantaron a grandes zancadas a los suplicantes y se colocaron a la cabeza de la fila, justo delante de la anciana. El de más edad de los tres, vestido con magníficos ropajes de un morado oscuro con un acuchillado de color rojo en sus mangas, tenía aspecto de ser un noble acompañado de sus dos consejeros, o tal vez guardaespaldas.

El semblante de la mujer se ensombreció. Agarró una de las mangas de terciopelo del hombre de más edad.

—¿Quién os creéis que sois —le esperó—, colocándoos delante de mí, cuando yo llevo aquí todo el día?

El hombre contempló con enojo los dedos sarmentosos que le aferraban la manga. Cuando sus ojos se alzaron hacia la mujer, lo hicieron llenos de amenaza.

—No te importa, ¿verdad?

A Abby no le sonó en absoluto a pregunta.

La anciana retiró la mano y enmudeció.

El hombre, con las puntas de la canosa cabellera enroscadas sobre los hombros, echó un vistazo a Abby. Sus entornados ojos brillaron desafiantes. La muchacha tragó saliva y permaneció en silencio. Tampoco tenía ninguna objeción, al menos ninguna que estuviera dispuesta a expresar. Hasta donde sabía, aquel noble era lo bastante importante como para encargarse de que le negaran una audiencia, y no podía permitirse correr ese riesgo ahora que estaba tan cerca.

Un cosquilleo procedente del brazalete distrajo a la joven. A ciegas, deslizó los dedos por encima de la muñeca de la mano que sujetaba el saco. El brazalete despedía cierto calorcillo. La última vez que lo había hecho fue el día en que su madre murió. En presencia de tantísima magia como había en un lugar como ése, no le sorprendió. El polvo se arremolinó alrededor de los, pies de los suplicantes a medida que la harapienta multitud seguía a la hechicera.

—Miserables, eso son —susurró la mujer—. Miserables como una noche de invierno, e igual de inclementes.

—¿Esos hombres? —dijo Abby en voz baja.

—No. —La mujer ladeó la cabeza—. Las hechiceras. Los magos también. Todos aquellos que han nacido con el don de la magia. Será mejor que tengas algo importante en ese saco, o los magos podrían convertirte en polvo por mera diversión.

Abby abrazó con fuerza el saco. Fue una desgracia que su madre hubiera muerto antes de poder conocer a su nieta.

Reprimió las ganas de llorar y rezó a los queridos espíritus para que la anciana estuviera equivocada respecto a los magos, y que éstos fueran tan comprensivos como las hechiceras. Rezó fervientemente para que ése mago la ayudara. También rezó pidiendo perdón, para que los buenos espíritus lo comprendieran.

La muchacha puso todo su empeño en mantener un semblante tranquilo a pesar de que se le removían las entrañas. Apretó un puño contra el estómago. Rezó pidiendo fuerzas. Incluso para eso, rezó pidiendo fuerzas.

La hechicera, los tres hombres, la anciana, Abby, y luego el resto de los suplicantes, pasaron bajo los dientes del enorme rastrillo de hierro, y al interior del Alcázar. A Abby le sorprendió descubrir que tras la sólida muralla el aire era templado. Fuera había sido un gélido día otoñal, pero dentro el aire era primaveral y cálido.

La calzada que ascendía por la montaña, el puente de piedra sobre la sima y luego la abertura bajo el rastrillo parecían ser el único modo de entrar en el Alcázar, a menos que uno fuera un pájaro. Muros altísimos de piedra oscura con ventanas situadas muy arriba rodeaban el patio de gravilla del interior. Había varias puertas alrededor de dicho patio, y al frente, una calzada se internaba más profundamente en el Alcázar.

No obstante el aire cálido, el lugar le producía escalofríos a Abby. No estaba segura de que la anciana no tuviera razón respecto a los magos. La vida en el Vado del Coney estaba muy alejada de las cuestiones relacionadas con magos.

Abby no había visto nunca a un mago, ni conocía tampoco a nadie que lo hubiera hecho, excepto su madre, y ésta hablaba de ellos salvo para advertir que, tratándose de magos, una no podía confiar ni en lo que veía con sus propios ojos.

La hechicera les hizo ascender cuatro peldaños de granito desgastados a lo largo de los siglos por innumerables pisadas, cruzar un dintel de granito negro con motas rosa, y de ahí pasaron al interior del Alcázar propiamente dicho. Su guía alzó un brazo y lo movió. Unas lámparas colocadas a lo largo de la pared se encendieron al instante con una llamarada.

Había sido una magia sencilla —no una exhibición muy impresionante del don—, pero varias de las personas que había atrás empezaron a intercambiar cuchicheos de inquietud mientras seguían adelante por el amplio vestíbulo. Abby pensó que si aquel conjuro insignificante los asustaba, entonces no deberían haber ido a visitar a magos.

Cruzaron con paso lento el suelo hundido de una imponente antesala que no se parecía a nada que Abby hubiese imaginado Columnas de mármol rojo sostenían arcos bajo galerías, y en el centro de la antesala una fuente lanzaba un surtidor de agua hacia las alturas, que al caer descendía por una sucesión de cuencos festoneados cada vez más grandes. Oficiales, hechiceras y muchas otras personas estaban sentados en bancos de mármol blanco o reunidos en pequeños grupos, todos ellos manteniendo lo que parecían ser conversaciones muy serias que el sonido del agua tapaba.

En una habitación mucho más pequeña situada más allá, la hechicera les hizo una seña para que se sentaran en una hilera de bancos de roble tallado, colocados a lo largo de una pared. Abby estaba agotada y fue un alivio para ella poder sentarse por fin.

Una luz procedente de unas ventanas situadas por encima de los bancos iluminaba tres tapices colgados en la alta pared opuesta. Los tres juntos cubrían casi toda la pared y componían una escena de un cortejo espléndido que cruzaba una ciudad. Abby nunca había visto nada parecido, pero debido al caos que sembraban sus terrores, poco placer fue capaz de extraer de la contemplación de un retablo tan majestuoso.

En el centro del suelo de mármol, de color crema, insertado en líneas de metal doradas, había un círculo con un cuadrado en su interior, cuyas esquinas tocaban el círculo. Dentro del cuadrado descansaba otro círculo que tocaba el cuadrado. El círculo del centro contenía una estrella de ocho puntas, y de las puntas de la estrella se proyectaban líneas al exterior, que traspasaban ambos círculos, cortando las esquinas del cuadrado una de cada dos de esas líneas.

El dibujo, una Gracia, lo trazaban a menudo aquellos que poseían el don. El círculo exterior representaba los inicios de la inmensidad del mundo de los espíritus. El cuadrado representaba la línea divisoria que separaba el mundo de los espíritus —el inframundo, el mundo de los muertos— del círculo interior, que representaba los límites del mundo de la vida. En el centro de todo ello estaba la estrella, que simbolizaba la Luz: el Creador.

Era una representación del continuo del don: desde el Creador, a través de la vida, y en la muerte, cruzando la frontera hasta alcanzar la eternidad con los espíritus, en el reino del Custodio del Inframundo. Pero también simbolizaba una esperanza. La esperanza de permanecer a la Luz del Creador desde el momento de nacer, durante la vida, y más allá, en el Inframundo.

Se decía que sólo a los espíritus de aquellos que llevaban a cabo grandes maldades durante la vida les sería negada la Luz del Creador. Abby sabía que sería condenada a pasar la eternidad con el Custodio de la oscuridad. No tenía elección.

Manteniendo una postura erguida, la hechicera enlazó las manos de un modo cuidadoso y elegante, como si ese gesto fuera una parte esencial de un elaborado hechizo.

—Un asistente vendrá a buscaros por turno. Un mago verá a cada uno de vosotros. La guerra no da tregua; por favor, expresad vuestra petición de forma breve. —Deslizó la mirada por la hilera de personas sentadas—. Por un compromiso sincero con aquéllos a los que servimos los magos reciben a los suplicantes pero, por favor, intentad comprender que los deseos individuales a menudo son perjudiciales para el bien mayor. Al favorecer a uno, a muchos se les niega entonces la ayuda. Así pues, la denegación de una solicitud no significa negar vuestra necesidad, sino la aceptación de una necesidad mayor. En épocas de paz no es corriente que los magos concedan los deseos interesados de suplicantes. En una época como ésta, una época de gran guerra, es algo casi inaudito. Por favor, comprended que no tiene que ver con lo que pudiéramos desear, sino que es una cuestión de necesidad.

Observó con atención la hilera de suplicantes, pero no vio que ninguno estuviera dispuesto a abandonar su propósito. Abby desde luego no lo haría.

—Muy bien, pues. Disponemos de dos magos que pueden recibir a los suplicantes en este momento. Os conduciremos a cada uno ante uno de ellos.

La hechicera dio media vuelta para irse. Alarmada al descubrir que su única posibilidad se desvanecía de repente, Abby se puso en pie.

—Por favor, señora, ¿podría decir algo?

La hechicera dirigió una perturbadora mirada a Abby.

—Habla.

Haciendo acopio de todo su valor y recogiendo su saco de arpillera, Abby se adelantó. Tuvo que tragar saliva antes de poder hablar.

—Debo ver al Primer Mago en persona. Al Mago Zorander.

La hechicera arqueó una ceja.

—El Primer Mago es un hombre muy ocupado.

Temiendo perder su oportunidad, Abby metió una mano en el saco que llevaba y sacó la cinta del cuello de la túnica de su madre; luego fue a colocarse en el centro de la Gracia y besó con reverencia las familiares cuentas rojas y amarillas de la cinta.

—Soy Abigail, nacida de Helsa. Por la Gracia y el alma de mi madre, debo ver al mago Zorander. Por favor. No es un viaje banal el que he realizado. Hay vidas en juego.

La hechicera vio como Abigail devolvía al saco la cinta bordada con cuentas.

—Abigail, nacida de Helsa —su mirada se elevó para encontrarse con la de Abby—, llevaré tus palabras al Primer Mago.

—Señora —Abby volvió la cabeza y se encontró con que la anciana estaba de pie—, a mí también me complacería ver al Primer Mago.