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Los huesos ya habían avisado a Rosa el día anterior de que el tiempo cambiaría. Ventajas de la edad; como la sabiduría. Aunque habría prescindido de ellas con mucho gusto. Delante del fregadero, mientras se masajeaba el codo dolorido, como de costumbre pensaba en Ricciardi.

Llegó tarde, mojado por la primera lluvia, la cara más melancólica de lo habitual. Comió sin decir palabra, contestó sus preguntas con monosílabos; por dios, qué difícil resultaba entenderlo con lo cerrado que era.

Después se retiró a su dormitorio. Rosa echó un vistazo por la ventana de la cocina, mientras enjuagaba los platos. La lluvia arreciaba; el aire olía a otoño. Las estaciones pasan, pensó, y se repiten siempre iguales; pero todas dejan su marca. Al otro lado del callejón, la ventana de la sala de los Colombo estaba a oscuras: esta noche no recibían. Buena señal, se dijo la tata. Todo iba como debía.

Se preguntó para qué servía el libro que Ricciardi había escondido detrás de la baldosa suelta debajo del armario para que ella no lo encontrara. Obviamente, dio con él esa misma mañana, era el lugar que inspeccionaba a diario; era metódico y nunca cambiaba de escondite. Solo pudo leer el título, porque las letras grandes las reconocía, las pequeñas, no. Pensó en la forastera de la que le había hablado la peluquera cuando le refirió las palabras de Enrica. No sabía precisar por qué, pero esa mujer la tenía preocupada; en primer lugar su presencia debería haber hecho feliz a Ricciardi, pero ella lo veía más sombrío que nunca. En segundo lugar se la describieron como a una persona muy distinta de la que ella hubiera deseado para su muchacho. El caballo y la mujer de tu tierra han de ser, pensó.

Miró otra vez la ventana, que en ese momento temblaba bajo la fuerza de la lluvia. No sé, a lo mejor podría invitar a la señora Colombo a tomar un café una tarde de éstas. Ahora que hace menos calor y fuera llueve. Del dormitorio de Ricciardi llegó el ruido de una silla desplazada. Rosa sonrió mientras secaba el último plato.

Al entrar en su dormitorio enseguida advirtió que en la ventana de la cocina de Enrica volvía a haber luz. La fuerte lluvia le impedía distinguir de quién era la silueta que se vislumbraba, sentada en el cono de luz de la lámpara, mientras leía o bordaba; pero no necesitaba confirmación.

La iniciativa, pensó. Todos le decían que había que tomar la iniciativa. Un acto de voluntad. Como si fuera fácil. En sus oídos resonaban las palabras de Modo, del padre Pierino, de Ettore Musso; gente que vivía sus decisiones entre mil obstáculos.

Él también tomaba decisiones, claro; a decir verdad, no eran fáciles. Por ejemplo, acababa de decidir que dejaría en libertad a un asesino, solo por la reverencia agraciada de una niña.

Un instante antes estaba decidido a encerrarlo, por ser tan culpable como Sofia Capece o incluso más; después pensó que era cosa suya, y no de un juez sentado en su estrado del tribunal de Porta Capuana. Le correspondía a él, Ricciardi, decidir si condenaba a cuatro niños a una vida infame y a un hombre a cadena perpetua, por el impulso de un momento, provocado por el terror de volver a verse en la miseria. Y tomó una decisión.

¿Cómo era posible?, se preguntó mirando la ventana golpeada por la lluvia. ¿Cómo puede la misma persona tomar una decisión de ese calibre en un abrir y cerrar de ojos, y después pasarse todas las noches, durante meses, mirando sin saber qué hacer?

Se agachó para ver debajo del armario, apartó la baldosa y sacó el libro. De la cocina le llegó el ruido de los platos; la tata no encontraría nunca el escondite, pensó. Ya no podía agacharse tanto. Lanzó otra mirada al otro lado de la calle, pero no se veía la luz; llovía con mucha fuerza.

Fue a su escritorio, se sentó y encendió la lámpara. Puso el libro delante de él y recordó la vergüenza que había pasado en la librería al pedirle al dependiente el título: Repertorio epistolar o ramillete de los amantes.

La iniciativa, pensó; debo tomar la iniciativa. Lanzó un profundo suspiro: el hombre que veía a los muertos y sentía sin pestañear en su propia piel su dolor enfurecido, ahora estaba aterrorizado.

Sacó una hoja, mojó la pluma en la tinta y escribió: Apreciada señorita.

Se detuvo con la pluma en el aire. Y, ensimismado, contempló las grandes gotas que surcaban la ventana.