47

En el silencio del domingo por la tarde Ricciardi observaba al asesino de Adriana Musso de Camparino.

Lo vio moverse indolentemente en aquel calor, atendiendo sus pequeñas tareas. Lo vio volver los ojos al cielo cuando un retumbo lejano anunciaba que el tiempo iba a cambiar por fin; sacudió la cabeza, suspiró y volvió a arrancar las hojas secas de las plantas.

A Ricciardi ya no le daba vueltas la cabeza. El trayecto recorrido desde Santa Lucia le despejó la mente al tiempo que veía obrarse el acostumbrado milagro: con la nueva clave de lectura todas las piezas encajaban, cada elemento armonizaba con los restantes y componía un cuadro por fin admisible desde todos los ángulos. En cierto modo se había perdonado: había sido superficial y poco cuidadoso, es cierto; pero en su fuero íntimo había seguido pensando e investigando el delito sin dejarlo definitivamente de lado. Porque en realidad no estaba convencido de que las cosas hubiesen sido como todos creían.

En mitad del trayecto había reconstruido todos los hechos tal como habían ocurrido. Ahora necesitaba conocer el resto: las motivaciones, los porqués. El cuadro de las pasiones, de las emociones que habían danzado alrededor del cadáver de la duquesa.

Se acercó al asesino y éste no lo vio. No pareció sorprendido, ni dio señales de pensar en la fuga ni en una maniobra inesperada. El comisario lo saludó inclinando la cabeza y se sentó en un banco de mármol: Peppino Sciarra, el vigilante del palacio Camparino, se quitó el sombrero demasiado grande y se dejó caer junto a él.

Guardaron silencio durante un rato. Desde alguna ventana, no muy lejos de allí, un jilguero le cantaba al verano moribundo. Era el turno de Ricciardi, y habló así:

—Cuando Sofia Capece confesó, me lo creí. Todos se lo creyeron. Y teníamos razón, porque todo era cierto. Pero había detalles que no encajaban, ni con la confesión de la señora Capece ni con algunas de las cosas que encontramos. Pero la señora Capece había confesado, Musso no estaba en el palacio, el periodista tampoco y el nuevo amante, de estar presente, se habría notado. De manera que para todos nosotros había sido la señora Capece y punto. Pero no es así.

Sciarra miraba el suelo con la cabeza agachada como si el peso de la enorme nariz fuese excesivo.

Ricciardi continuó:

—En el cuerpo de la duquesa había signos: costillas rotas, uñas partidas. Y el cojín, el cojín en la cara. La duquesa se estaba muriendo. Agonizaba, respiraba con dificultad, no roncaba cuando la señora Capece le disparó.

El vigilante se pasó una mano temblorosa por los ojos. Ricciardi no lo miraba, prosiguió con sus argumentaciones en tono frío, distante:

—Se moría asfixiada. El disparo en la frente nos distrajo, nos impidió entender; en realidad, la suerte de la duquesa ya estaba echada. Pero entonces, ¿quién la mató?

Se volvió para mirar a Sciarra, que se cubría los ojos con la mano. Daba la impresión de no respirar siquiera.

—Podíamos entenderlo. Podía entenderlo. Disponía de todos los elementos. La fuerza del asesino era la de la desesperación, no había furia, tampoco rabia. No se ensañó, no la desfiguró. Luchaba por su vida, tenía miedo. El asesino luchó y ganó. La única desfiguración corrió a cargo de Ettore, cuando al arrancar el anillo de su madre del dedo muerto lo dislocó. Y en el disparo de la señora Capece no había violencia, no había rabia, solo locura. La señora Capece quería ajusticiar a una culpable. Tres violencias distintas en el cuerpo de Adriana. Eso me desorientó, eso hizo que me equivocara. No entendí que la solución era sencilla: tres violencias, tres culpables.

Sciarra sacudía despacio la cabeza, como meciéndose. El murmullo de la voz de Ricciardi continuó:

—Quedaron dos rastros, dos rastros que no quise ver. En la alfombra había media huella. Una marca rara, apenas se notaba. Restos de tierra, un poco de barro y eso que hace dos meses que no llueve. ¿De dónde venía ese barro?

Sciarra bajó la mano y por primera vez miró al comisario de frente. Sus extraños ojos, separados de la nariz, eran límpidos como los de un cervatillo. No habló.

—Después me dijiste que regabas las hortensias por la noche, aunque el señorito te echara un rapapolvo. Agua y restos de tierra: la huella era tuya. Y el otro elemento que no vi enseguida, si seré tonto: la cadena. El candado estaba cerrado, lo abría la duquesa al regresar, pero esta vez regresó antes de tiempo porque se peleó con Capece y se encontró con la cadena abierta pese a que ella era quien tenía las llaves. ¿Por qué? Simple: a la cadena le faltaba un anillo.

Ricciardi oyó una vez más la última invocación del alma muerta de Adriana:

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».

Y él, qué estúpido, venga preguntarse si ese anillo sería el de Capece o el de la madre de Ettore. Pero no, se trataba simplemente de un anillo forzado de la cadena que cerraba la verja, el que Sciarra había quitado para entrar en el apartamento cuando ella estaba fuera y el ama de llaves ya se había retirado. Hizo falta que el padre Pierino se refiriera a la cadena que une al hombre con Dios y que rompe el pecado, para conseguir que la verdad aflorara desde el fondo de su mente.

Poco a poco el hombrecillo metió una mano en el bolsillo y sacó algo que entregó a Ricciardi. Un círculo de metal bruñido, abierto en el centro; no era de hierro, sino de un metal blando pintado, tal vez plomo. La llave maestra de Sciarra para acceder al apartamento de los duques de Camparino.

La noche caía en el patio del palacio alargando las sombras y borrando los colores. Sciarra habló por fin, y el susurro hacía que su voz rota pareciese más patética que cómica.

—¿Cuál es mi lugar? ¿Usted lo sabe, comisario? ¿Sabe decírmelo? Todos me dicen: tú debes estar en tu lugar. Tú a tu sitio. Pero nadie sabe cuál es mi verdadero lugar. Ni yo mismo sé cuál es mi lugar.

El jilguero dejó de cantar de golpe. Después prosiguió a todo pulmón. Y Sciarra retomó su relato.

—Yo soy de Pozzuoli. En mi pueblo si no tienes una barca para pescar, no puedes hacer nada. Conocí a mi mujer de jovencito; somos gente sencilla, nuestros sueños son sencillos, no como los de mis señores, que tienen mil cosas en la cabeza. Nosotros queríamos un techo y comida, para nosotros y nuestros hijos. Y queríamos trabajar honradamente. De donde yo vengo, el que no tiene una barca solo puede hacer una cosa si quiere comer: someterse a esa gente que usted ya sabe. Y yo no quería. Entonces cargamos nuestros cuatro trastos en un carrito y nos vinimos a Nápoles, la gran ciudad.

Ricciardi sabía por experiencia propia que todo asesino busca ese momento, quiere hablar para liberarse. Para ser comprendido. Para que su interlocutor conozca sus motivos y diga, pobre Sciarra, es como dices: eres una víctima, no el culpable. La historia de siempre.

—Y qué chasco, comisario, aquí también hambre a más no poder. Dormíamos debajo del carrito por turnos, si no las ratas les comían la nariz y las orejas a los niños; lo vi con estos ojos, créame. Y cuando no eran las ratas eran las personas todavía más desgraciadas que nosotros, que querían robarnos nuestros cuatro trapos. Y una mañana, cuando vine precisamente a esta plaza para entrar en la iglesia y pedirle una gracia a la Virgen, veo a la señora Concetta, el ama de llaves, que habla con una tendera y se queja de que no consigue encontrar un vigilante y una criada, y que ya no puede sola con tanto trabajo.

Los ojos de Sciarra se iluminaron al recordar la gracia recibida antes de pedirla.

—Le he dado las gracias a Dios todos los días, y sigo dándoselas. Conseguí un trabajo y mi lugar. Éste era mi lugar. Y mis hijos podían crecer bajo un techo y podían comer. No tiene usted idea del hambre que hemos pasado. Y lo que para nosotros significa comer dos veces en un solo día. Mis hijos se olvidaron del hambre; la pequeña ni siquiera ha sabido lo que es. Mi mujer y yo no, comisario, no nos hemos olvidado. Todavía nos despertamos de noche por el miedo, cuando soñamos con el hambre y las noches pasadas debajo del carrito, con la lluvia metiéndose por todas partes y el ruido de los dientes al castañetear. Hemos visto la muerte cara a cara, comisario.

La muerte cara a cara: y a él se lo decía. La duquesa, que estaba muerta, lo miraba a la cara; a saber cuántos años le quedaban por vivir.

—No soporto ver a mis hijos hambrientos. Ni siquiera con un poco de apetito. Si mis hijos me piden de comer, yo les doy de comer. Soy su padre, es mi deber. Y tal vez porque cuando eran pequeños no tenían qué llevarse a la boca, ahora siempre tienen hambre; siempre, comisario. Desde que se levantan hasta que se acuestan, estarían siempre comiendo. No son glotones, sencillamente tienen hambre.

Ricciardi recordó a los dos niños de Sciarra que, a la mañana siguiente de la muerte de la duquesa, se disputaban el pan y el queso.

—Usted no se puede imaginar todo lo que hay en la despensa de esta casa. Nadie come, cada cual por su lado; y el duque, pobrecito, se alimenta de sopas y calditos. Y de las granjas de sus propiedades llegan todo tipo de manjares, toneladas de comida. No la aprovechan, dejan que se eche a perder y la tiran. Se me encoge el corazón cuando veo lo que tiran todas las semanas: carne, pasta, fruta. Y los niños de la calle se mueren de hambre. No es justo, pero es así: cada cual en su lugar. Pero ¿cuál es el lugar de cada cual? ¿Sabe usted decírmelo, comisario?

Ricciardi contestó:

—Sigue. Háblame de esa noche.

Sciarra volvió a pasarse las manos temblorosas por la cara. Se oyó otro trueno, esta vez más cercano.

—Cuando se retira, la señora Concetta cierra con candado la cadena de la verja. Se va a la cama enseguida, tiene el sueño pesado y no se despierta hasta la mañana. La duquesa se retiraba muy tarde, nunca antes de las dos; abría el candado con las llaves, lo volvía a cerrar, dejaba las llaves en el cajón donde Concetta las encontraba al día siguiente, y se iba a su alcoba. A veces se retiraba con…, acompañada. Pero los movimientos de las llaves y el candado eran los mismos.

—¿Y entonces?

—Y entonces, hará cosa de un año o así, me dije: ¿quién va a darse cuenta de que en la despensa falta un pedacito de carne? Total, después la tiran lo mismo. Mi hijo, el mayor, se puso muy enfermo. Estaba pálido, le faltaba sangre. Y yo fabriqué el anillo de plomo idéntico a los de la cadena, y lo coloqué al final.

Y por la noche, antes de que la duquesa regresara, lo abría con las manos. Soy fuerte, ¿sabe usted? Nadie diría lo fuerte que soy.

Tal vez la duquesa sí lo diría ahora, pensó Ricciardi, puesto que no consiguió librarse de tu apretón, que acabó asfixiándola.

—Desde entonces de vez en cuando me llevaba un poco de comida. No siempre, comisario. Solamente a veces. Entraba, cogía un poco de aceite, un pedazo de carne, pan. Un poco de queso. Ésa noche, precisamente, había cogido una porción de queso. El niño tenía antojo, me lo había dicho cien veces y yo se lo había prometido. En fin, que salgo de la despensa y me encuentro a la duquesa delante, con las llaves en la mano. Me miró y me dijo: mañana os marcháis. Todos. No volveréis a poner el pie en esta casa. Éste ya no es vuestro lugar. ¿Lo comprende, comisario? Nuestro lugar. Volví a ver el carrito, las ratas, la lluvia. Pensé en mi pequeña, que no conocía la calle. Y le dije, señora duquesa, tenga piedad. Y ella: si no te vas, grito. Y yo lo vi todo negro; fuera se oía la fiesta, todavía había muchísima gente. Habría sido una vergüenza, la mortificación más grande. Y le puse el cojín en la cara.

Ricciardi callaba, imaginándose la escena.

—Luchasteis; la duquesa se rebeló.

Sciarra miraba el vacío, inmerso en el delito que estaba reviviendo.

—Una gata. Parecía una gata. Pateaba, arañaba; yo llevaba puesta la chaqueta del uniforme, si no, me destrozaba los brazos. Y al final dejó de moverse: pero seguía respirando, o eso me pareció. Recogí las llaves del suelo, las metí en el cajón y me fui. Cuando llegué a casa me di cuenta de que todavía llevaba la porción de queso en la mano. Mi mujer se puso a llorar y llora todavía.

Ricciardi sacudió la cabeza; por increíble que pareciera, el hambre era la auténtica culpable. No el amor complicado, con sus mil caminos para el delito, la rabia, la posesión, los celos; el hambre estúpida y obtusa, y su ciega necesidad vociferante.

El patio ya casi estaba a oscuras; la noche húmeda se había cernido sobre la ciudad. En la penumbra se oyeron unos pasos leves, y Ricciardi atisbo a los dos hijos de Sciarra que, cogidos de la mano, se acercaron.

—¿Papá? Dice mamá si no sube.

La voz del niño denotaba preocupación por la presencia de Ricciardi: ¿qué quería de su padre ese señor de cara sombría? Sciarra contestó:

—Subid vosotros. Decidle a mamá que…, decidle que en cuanto pueda voy.

Los niños se fueron a regañadientes; antes de darse la vuelta, la niña le hizo una reverencia a Ricciardi.

—Son hermosos, ¿eh, comisario? Mis hijos son muy hermosos. Y me ayudan, ¿sabe usted? Ellos se ocupan de todos los trabajitos. Y en el colegio son los más aplicados. Quién sabe cuál es su lugar. Quién sabe cuál será su lugar ahora.

El trueno retumbó con violencia y el viento empezó a soplar. Ricciardi se estremeció. El hambre, pensó. Y la familia Capece, los dos chicos sin madre, con un padre desconocido al que perdonar día tras día y nunca del todo. Y el duque que se moría en su lecho, y Achille y Ettore y su amor sin luz. Y Sofia Capece, en la oscuridad del cuarto y de la locura en la que tal vez pasaría el resto de su vida.

¿Cuántas víctimas había provocado el delito de la duquesa? ¿Quién la había matado realmente? Tal vez habría bastado con el disparo de Sofia Capece. Tal vez bastaba con el ángel de la muerte.

Para los hijos de Capece era demasiado tarde; para los hijos de Sciarra, no. La conciencia enfrentada al sentido de la justicia. Ricciardi habló siguiendo su instinto.

—Tu cárcel serán tus hijos, Sciarra. Deja que acaben mal y acabarás mal tú también. Yo no te perdono, porque no es tarea que me corresponda; pero tus hijos te necesitan y ellos tienen prioridad sobre la justicia.

Sciarra no había apartado los ojos del suelo.

—Soy yo quien no se perdona, comisario. Aquí o en la cárcel no me perdonaré nunca. Y soñaré con la duquesa todas las noches de mi vida. Ahora ya sé cuál es mi lugar. Me lo ha dicho usted. Mi lugar está junto a mis hijos.

Cuando Ricciardi se marchó con las primeras gotas de lluvia, el vigilante siguió allí sentado, mirando el suelo.