Se accedía a la iglesia por una escalinata doble, atestada de mendigos que pedían limosna agarrando las ropas de los transeúntes. En la calle arreciaban los músicos y los vendedores ambulantes, en un concierto disonante de gritos e instrumentos desafinados.
La acera contemplaba a los madonnari, pintores de imágenes sagradas, las manos irisadas de tizas de colores, las caras concentradas, cubiertas de sudor: sus magníficos dibujos reproducían la historia de la caja encadenada, tal como Maione le había contado, mientras arribaba a la playa de Santa Lucia en medio del mar embravecido por el temporal. La multitud, presa de un súbito respeto por el arte, ponía mucho cuidado de no pisar las figuras y los paisajes que iban decorando la calle.
Ricciardi alcanzó la entrada del templo a duras penas; en varias ocasiones pensó en tirar la toalla y regresar a su casa; pero dado que había llegado hasta allí, quería que el padre Pierino lo viese, saludarlo aunque solo fuera de lejos, y después marcharse.
La misa acababa de comenzar y la nave principal estaba a rebosar; el aire se notaba enrarecido por el incienso, la enorme cantidad de flores que adornaban el altar principal y los laterales y por el sudor de la gente amontonada en el interior. Ricciardi vio al padre Pierino que oficiaba con dos monaguillos. Las palabras, en una lengua muerta desde hacía siglos, se sucedían y demandaban la respuesta de los fieles, que repetían sin entender lo que decían; la ritualidad conforta, pensó Ricciardi. Tal vez no sea importante entender. Tal vez entender sea peor.
El calor y el murmullo de los rezos sumieron al comisario en una especie de modorra, en la que su mente vagó siempre entre los mismos pensamientos desordenados. Las caras de Livia, Rosa, Lucia Maione, Enrica y Adriana se superponían en una única imagen confusa y sufriente, que exhibía todos los matices del dolor y el desapego, del temor por los seres queridos y la melancolía; y esa imagen se parecía a la cara de la estatua que remataba el altar.
Tras terminar la lectura del Evangelio, el padre Pierino subió ágilmente la estrecha escalera de caracol que llevaba al púlpito, un balconcito de mármol, sostenido por cuatro columnas, que dominaba a la congregación. Vio a Ricciardi entre la multitud y le dedicó una rápida sonrisa, a la que el comisario contestó inclinando la cabeza.
El pequeño cura empezó a hablar; tenía una forma sencilla y amable de exponer los conceptos y actualizar el mensaje de las Escrituras para que resultara comprensible a todos. Hablaba de la festividad.
—Hoy celebramos a la Virgen de la Cadena, de la que somos todos muy devotos. No es más que un cuadro muy antiguo y oscuro: apenas se distingue su figura. Ha recorrido un largo camino hasta llegar a nosotros y se merece todo nuestro amor. Pero hoy no quiero hablaros de la Virgen, que está en mi corazón como en el vuestro, quiero hablaros de la cadena.
Muchos de los fieles se miraron perplejos: ¿adónde quería ir a parar el cura? En la procesión se disponían a llevar a la Virgen, la cadena no, seguro. Tras una pausa, el padre Pierino continuó:
—Nosotros conocemos sobre todo las cadenas malas, las de la esclavitud, las de la reclusión. Las del alma, las de los sentidos, las de la maldad. Existen también las cadenas buenas, como la que protegió a la Virgen del cuadro dentro de su caja, hasta llegar a la playa de Santa Lucia hace casi un siglo. Pero la mejor cadena, la más buena que existe, es la que ata al hombre a Dios, que lo hizo a su imagen y semejanza.
Ricciardi escuchaba fascinado a su pesar. No era creyente, consideraba que era imposible serlo en su condición; pero la fe era un beneficio que envidiaba mucho, un consuelo para los afortunados que la tenían.
—La cadena que une a Dios al hombre es fuerte, resistente a la naturaleza y a la intemperie. Es la cadena que ata al padre a su hijo, que no se desgasta con la herrumbre del tiempo. Una cadena que Dios no romperá nunca, al contrario, la ha reforzado con el sacrificio de su único hijo.
Ricciardi vio ante él a un padre que acariciaba la cabeza de una niña, que reaccionó besándole la mano.
—Entonces podríamos pensar —siguió diciendo el padre Pierino— que esta cadena que resiste hasta al mismo Dios no se puede romper. Por desgracia, no es así. Existe un modo de romper la cadena: una cizalla terrible que puede causar este daño irreparable.
El cura buscó y encontró a Ricciardi entre la multitud y lo miró fijamente a los ojos.
—Ésta cizalla es el pecado, arma formidable, que el propio Dios nos ha dado para que eligiéramos no usarla y nos salváramos gracias al libre albedrío. El pecado rompe la cadena, nos separa de Dios y permite que acabemos en el infierno y en la condenación.
Con los ojos del padre Pierino clavados en los suyos, Ricciardi notó en su interior una nueva inquietud creciente; comenzó a notar que el corazón le latía con fuerza en la garganta, como si estuviera a punto de desmayarse. Se apoyó en la columna junto a la que se encontraba para recuperar el equilibrio. ¿Qué le estaba pasando? Como amortiguada por la niebla oía la voz del cura, en medio del tenue susurro de los abanicos que las mujeres agitaban sin cesar.
—El pecado rompe el anillo de la cadena, el más importante. Rompe el anillo que no puede ser sustituido, sin él ya no hay contacto, la cadena ya no existe, solo existen dos pedazos. El más importante es el anillo que falta. Al cometer el pecado, se quita ese anillo.
Ricciardi se quedó boquiabierto; ante sus ojos ardientes de fiebre, ante su vista nublada y su mente devastada por los mil sufrimientos de los que a diario era testigo, se ofreció la verdad en su forma más obvia y simple. Lo había comprendido, lo había comprendido todo.
Se abrió paso entre la multitud de fieles, mientras el padre Pierino bajaba del púlpito y regresaba al altar; una vez fuera Ricciardi fue recibido por el bochorno gris y aspiró a grandes y profundas bocanadas; el mundo daba vueltas a su alrededor vertiginosamente. Se sintió estúpido, un idiota obtuso que no sabía ver lo evidente.
Echó a andar apartando a la muchedumbre, en sentido contrario al de quienes se dirigían hacia el muelle para disfrutar del espectáculo de la’Nzegna. Caminaba y nadie se percataba de su presencia, nadie parecía verlo mientras remontaba la corriente del gentío. Le vino a la cabeza la señora Capece, que estaba convencida de haberse vuelto invisible por intervención divina: el ángel de la muerte.
Tal vez, en su locura, la mujer estuviera en lo cierto. Los portadores de muerte y condenación son realmente invisibles.
La familia Colombo se preparaba para la comida del domingo, pero en el aire había algo que no funcionaba.
No se trataba de la humedad, ni de la luz gris que se filtraba por la ventana abierta: era más bien una cuestión de clima irrespirable. Hasta los niños, que normalmente hablaban todos a la vez en una cacofonía alegre e insoportable, estaban callados y se miraban perplejos. Había un motivo.
El motivo era Enrica.
Habitualmente la joven era una presencia sonriente y silenciosa que llenaba los espacios de la cocina con una laboriosidad serena y dulce que hacía compañía y, en cierto modo, era la esencia misma de la familia. Pero hoy amenazaba como el presagio de una desgracia: los ojos hinchados detrás de las gafas, el pelo desordenado, las mejillas arreboladas.
Era evidente que había llorado encerrada en su dormitorio, del que no había salido en toda la mañana. Su madre y su hermana, preocupadas por su insólito comportamiento, fueron a llamar a su puerta y solo recibieron una seca respuesta; después se resignaron a preparar solas la comida, mientras se miraban desorientadas pero sin hacer comentarios.
Por su parte, Giulio tenía el ceño fruncido y se lo veía de evidente malhumor; no estaba dispuesto a aceptar que continuara el sufrimiento de su hija, cuyo motivo estaba seguro de conocer. No llevaba toda la vida trabajando, pensó, para verse obligado a condenar a su Enrica a un destino que ésta no quería; si hubiese sido necesario, la mantendría todos los años que ella lo hubiese deseado, y después le dejaría lo necesario para que pudiese vivir honrosamente. Y si su mujer no quería entenderlo, peor para ella.
En el preciso momento en que se disponía a dejar el tenedor y manifestar en voz alta sus pensamientos, Enrica se le adelantó y con voz calma dijo:
—Mamá, sé que quieres mi bien y te preocupas porque a mi edad todavía no tengo novio.
Uno de sus hermanos menores se tapó la boca para ahogar una risita nerviosa y recibió la mirada fulminante de su padre. Enrica prosiguió:
—Pero te ruego que entiendas que, precisamente porque ya soy adulta, estoy en condiciones de saber lo que quiero hacer con mi vida. Y lo que no quiero. Mamá, no te disgustes, pero yo a ese hombre, a Sebastiano Fiore, no quiero volver a verlo.
La frase fue recibida con un silencio sepulcral. Por la ventana se coló un trueno lejano, como si un aeroplano sobrevolara el cielo.
Maria lanzó a su hija una mirada colérica, pero la muchacha la sostuvo con su tranquila determinación de siempre. La mujer sacó entonces a relucir su tono conciliador:
—¿Cómo puedes decir algo así? ¿Acaso te ha faltado al respeto o tiene algo que no te gusta? ¿Crees merecerte más? ¿No te gusta su familia? ¿O acaso…?
Enrica levantó la mano para interrumpir la retahíla de preguntas.
—No, mamá. Nada de eso. Es algo más simple, no estoy enamorada de él.
—Pero con el tiempo podrías acostumbrarte. A lo mejor, poco a poco…
—Perdóname, pero no quieres entender. —Enrica inspiró hondo; toda la familia la miraba, nadie probaba los platos humeantes de pasta—. Sé que nunca podré quererlo como una esposa debe querer a su marido, como tú quieres a papá.
La madre escuchó su respuesta con la boca entreabierta y luego preguntó:
—¿Por qué entonces?
—Por el más sencillo de los motivos, mamá, porque quiero a otra persona.
Con el tono más apacible del mundo. Una bomba así, lanzada con el tono más apacible del mundo. Maria se volvió hacia Giulio:
—¿Y tú? Tú que eres su padre y debería preocuparte el futuro de tu hija, ¿tú qué dices?
El marido enderezó la espalda y mirando a su mujer a la cara, contestó tranquilamente:
—Digo que esta salsa boloñesa debe de estar riquísima. Feliz domingo y que aproveche.
Y empezó a comer.