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El domingo es una fiesta. Pero parece una guerra. Los ejércitos acuden convocados por las campanas, que anuncian la misa de siete con tonos de reproche por no acordarse en primer lugar de Dios y demorarse en los jergones con las ventanas abiertas de par en par para dejar entrar un soplo de aire.

Y los ejércitos responden, bajan desde los barrios miserables y ocupan los mejores lugares en las escaleras de las iglesias o las calles de paseo; todavía no pasa nadie, pero perder un puesto significa tener que buscar otra manera para alimentarse. El de los mendigos es un ejército de mil colores: mutilaciones moradas, camisas verde grisáceas propias de veteranos del frente, vendas que cubren órbitas vacías u ojos con vista de lince, cotorras en jaulitas, amaestradas para ofrecer a los paseantes los papelitos con sus mensajes de la suerte. Y mil sonidos, acordeones, ocarinas, mandolinas, viejos violines de sonido chillón. Se ven incluso camisas negras arrugadas, para inspirar la piedad de los nuevos poderosos.

Poco después del amanecer han comenzado a resonar los martillos que construyen los palcos improvisados en los que se exhibirán las bandas y los cantantes, y al pie de los cuales los carteristas revolotearán como moscardones mientras sus manos pasarán leves y raudas de los bolsillos a la bolsa sin descomponer las sonrisas de deleite de los oyentes, al menos hasta que regresen a sus casas.

El domingo es una guerra para el comercio, para todos los vendedores ambulantes que, por un día, ocupan el lugar de las tiendas cerradas. Mazorcas doradas y ennegrecidas, de irresistible aroma, semillas y nueces, anunciadas por el silbido agudo del carrito; rosquillas cubiertas de perlitas plateadas y de colores, de las que la gorda vendedora ahuyenta las moscas con un abanico; jugosas tajadas de sandía, palitos de regaliz, buñuelos aceitosos. Los carritos de los helados, en forma de proa de barco con un toldo para proteger la mercancía del sol, y pingüinos de madera tallados en los costados. Todos acuden para ocupar los mejores puestos, quien tarde llega a la posada, tiene mala cena y peor cama: el domingo es una fiesta, pero parece una guerra.

Y, como todas las guerras, tiene su caballería: los carruajes han llegado muy de mañana, alguno ha pasado allí toda la noche, los cocheros dormidos con el sombrero en la cara y la fusta bajo el brazo, ahora se estiran doloridos por la humedad en los huesos. La paja se acumula debajo de los animales para recoger su orina y sus excrementos pero no su hedor, que apesta el aire.

El domingo es una guerra también para los niños; los más afortunados se han pasado la semana pensando en ese día, con los dedos manchados de tinta, aspirando el polvo de tiza entre los pupitres o detrás de la pizarra, castigados de rodillas. También han pensado en él los otros, corriendo descalzos detrás de las ratas en los callejones o disputándole a los perros vagabundos un mendrugo de pan entre la basura de las casas de vecindad de Santa Lucia. Se encontrarán más tarde en la Villa Nazionale, donde lanzarán miradas codiciosas a los puestos de juguetes, soñando con poder salir volando aferrados a un globo rojo o hacer saltar a los papas severos con uno de esos petardos que de vez en cuando se oyen estallar; los primeros, blanco de las sonrisas y los reclamos de los vendedores; los segundos, ahuyentados de malos modos, a palos.

El domingo es una guerra. Pero parece una fiesta.

Ricciardi durmió fatal, como era norma en él. Recordó un sueño caótico, en el que Livia se confundía con Adriana, las dos le hablaban con tono amenazante de anillos y apartamentos. Detrás de ellas, el elegante novio de Enrica lo observaba y se reía de él, a saber por qué. Mientras tanto él trataba de abrir el libro que había comprado el día anterior y ocultado enseguida de las miradas chismosas e inquisidoras de la tata, debajo de un ladrillo suelto que había detrás de su armario; pero no podía, las páginas pesaban mucho y él no tenía fuerza en la mano.

Por la mañana el antebrazo le hormigueaba dolorosamente, después de quedar atrapado bajo el peso de su cuerpo estaba sin fuerzas, prolongando la inquietud del sueño hasta la vigilia. Para compensar, los fantasmas de los muertos y los vivos habían desaparecido, dejando en su interior una ansiedad nueva y desconocida.

Se sintió tentado a no mantener la promesa hecha al padre Pierino para no verse inmerso en una confusión frenética con el calor que hacía; no tenía ánimos de celebrar nada. Pero había contraído algo más que una deuda con el pequeño cura y no quería causarle otra decepción, por lo que se dirigió cansinamente hacia la playa. Durante el trayecto acarició pensamientos fragmentarios, Livia y su determinación de quedarse, Enrica y su ventana cerrada, Adriana y su triste destino. Pensó otra vez en el libro que había comprado y escondido, y se preguntó si alguna vez tendría el valor de sacarlo y leerlo. Y pensó también en su tata, que al verlo salir ese domingo por la mañana aludió sonriente a alguna cita que quizá tenía el señorito, a lo mejor con una forastera; esa mujer tenía facultades adivinatorias o algún informante desconocido. Él no captó la alusión.

Había en el aire algo diferente; el bochorno seguía pesando mucho, pero el cielo estaba gris y olía a humedad. Tarde o temprano llovería, pensó. A medida que avanzaba la multitud iba en aumento, familias y grupos de amigos que iban a disfrutar de una de las fiestas más apreciadas de la tradición de la ciudad. Cuando llegó a la via Santa Lucia se encontró con un enorme gentío y el puerto cercano, donde terminaría el desfile alegórico, estaba a rebosar.

Ricciardi había oído hablar de la fiesta de la’Nzegna, pero nunca había puesto empeño en entender su ritual y, en los años pasados, tampoco había sentido la necesidad de asistir. Sabía que el momento más esperado era una procesión y que, habitualmente, se aprovechaba la ocasión para bailar, cantar y, al abrigo de las aglomeraciones, cometer todos los delitos habidos y por haber; en esas ocasiones, las celdas provisionales de la jefatura no daban abasto para acoger a tanto detenido.

Llevado por la muchedumbre se encontró no muy lejos del muelle desde el cual, a tres metros de la superficie del agua, unos granujillas se zambullían con unos saltos espectaculares aplaudidos por centenares de espectadores empapados en sudor. Aunque no todos los saltos salían bien; erguida en el andamio de madera, Ricciardi vio la imagen de un muchachito que miraba el mar. Lo miraba desde un ángulo extraño, porque tenía el cuello partido apenas por debajo de la nuca; por la palidez translúcida y la piel arrugada Ricciardi dedujo que tardaron en recuperar el cuerpo y que, antes de morir, el niño había permanecido mucho tiempo debajo del agua. Oyó su mensaje, fuerte y claro a pesar del alboroto:

«El último. Hago el último salto y me voy».

Y así ha sido, pensó el comisario. El último salto, el último, ni más ni menos.

Ajenos a todo, los chicos seguían encaramándose al andamio para zambullirse y, al hacerlo, atravesaban la imagen del pequeño cadáver. Quién sabe dónde estaría la madre, en qué locura aplacaba su dolor. Ricciardi notó un escalofrío a pesar del calor y de la multitud congregada y se fue de allí.