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Al parecer, en esa ciudad no estaba previsto que una mujer se sentara sola en un café sin que la asediaran. Livia lo encontraba divertido, mientras esperaba en una mesita del Gambrinus que Ricciardi pasara por la via Chiaia, según había averiguado en la jefatura.

Se enteró de que la investigación había tocado a su fin gracias a un Garzo eufórico y obsecuente, al que había dicho sin ambages que había ido a la jefatura para hablar con el comisario; pero el subjefe de policía, que se la había encontrado de casualidad en el portón, no perdió la ocasión de charlar un poco con aquella señora que, como él bien sabía, contaba con conocidos en las altas esferas de Roma. Por ello, pero qué bien la veo, qué placer tenerla de nuevo en Nápoles, qué bien le sienta el aire de mar, qué se dice en nuestra amada capital; además, tras intuir el interés de la señora por el comisario y las posibles implicaciones favorables que podían derivarse para él, colmó de elogios a su subordinado por su capacidad y sus éxitos.

Al final Livia consiguió librarse de él después de averiguar que Ricciardi regresaría a la oficina a última hora de la tarde y que, según el trayecto casi ritual, pasaría por el Gambrinus a tomarse un café; si la señora quería verlo, ése era el mejor lugar. En caso contrario, ya se encargaría él, concluyó Garzo, de enviárselo a todo correr.

En cierto modo, aquel hombre la agobiaba mucho más que esos otros que, turnándose en un juego de miradas, suspiros y guiños, trataban de llamar su atención en el Gambrinus. Por otra parte, la belleza de la mujer, su elegancia y su soledad eran elementos de irresistible atracción para los lechuguinos que mataban el tiempo fumando y bebiendo. El fino velo del sombrero hacía sombra a su mirada, dejando a la vista los labios carnosos pintados de rojo; el cuerpo iba embutido en un traje azul, ajustado en el talle por un cinturón de piel blanca, a juego con el bolso, los zapatos y los guantes largos hasta el codo. El pecho generoso y las largas piernas iban cubiertos pero no por ello resultaban menos evidentes.

Había elegido una mesa de fuera, no quería arriesgarse a no ver al comisario, y observaba el paseo con fingido interés mientras al menos una decena de hombres se la comían con los ojos.

Una decena de hombres y una mujer, para ser exactos.

Las primeras sombras de la tarde entraron en la tienda de sombreros de Giulio Colombo, pero él no se dio cuenta; tampoco se dio cuenta de la petición de descuento que le hacía la clienta que tenía delante y que tuvo que repetir en tono más quejumbroso. Giulio Colombo estaba ocupado contemplando a su hija que, de pie, inmóvil junto al escaparate, miraba fuera como un tigre que, al abrigo del viento, acecha a una gacela.

Ésa muchacha empezaba a preocuparlo. Nunca había sido explícita respecto a sus estados de ánimo, pero a él no le costaba entenderla porque tenía un carácter parecido al suyo; sin embargo, de un tiempo a esta parte, la veía con los ojos enrojecidos, como si hubiese llorado, o de pronto con expresión torva. La atormentaban pensamientos insólitos, pero no parecía dispuesta a hablar de ellos; y su padre, reservado y discreto, no se sentía con ánimo de hacerle preguntas incómodas. En cuanto a la madre, no se había dado cuenta de nada y cuando Giulio le había hablado de su preocupación restó importancia a la cosa; será que por fin se está enamorando de Sebastiano, le había contestado. Son pequeñas penas de amor, ya se le pasarán.

Sin embargo, Giulio tenía la impresión de que empeoraba día tras día; y estaba seguro de que el hijo de Fiore no tenía absolutamente nada que ver con el estado de ánimo de su hija. Desde hacía unos días Enrica llegaba de manera sistemática a la tienda todas las tardes, y se quedaba una hora mirando fuera, despachando con frialdad al joven si entraba con cualquier excusa para hablar con ella.

En su fuero interno había renunciado a la idea de ese noviazgo, desde el instante en que, unas noches atrás, había captado la expresión de Enrica mientras el joven se disponía a sorber el café con ese ruido asqueroso que hacía siempre; era una expresión feroz, y no podía condenarla; a él también lo irritaba, y eso que nadie pretendía que Giulio se casara con él. En ese mismo momento, mientras Enrica miraba fuera, apostada junto al escaparate, se reflejó en sus ojos la misma expresión feroz.

Ahí está ésa, pensaba Enrica. Sentada sola fumando, en un lugar público. Pero ¿cómo puede ser tan descarada? Y para colmo a la hora a la que él va a tomar café, como todos los días: si lo sabré yo que vengo a la tienda expresamente para verlo, ahora que por las noches no puedo hacerlo desde la ventana. Y debo reconocer que es realmente hermosa y elegante, no tiene nada de vulgar, como le dije a la peluquera para que se lo contara a su ama de llaves.

¿Qué tengo yo más que ella? ¿Por qué debería elegirme a mí si puede tener una mujer como ella? Si no me diera vergüenza enfrentarme sola a las miradas de los hombres, aunque me vistiera como ella, nunca sería tan atractiva. Pero lo quiero, lo quiero con todo mi ser, y no soporto prescindir de sus ojos, aunque sea de lejos. Lo está esperando, sé que lo está esperando; y él se detendrá a conversar, tal vez la bese como la otra vez. Y me destrozará el corazón, como la otra vez. Pero debo tener la fuerza de esperar y ver.

No hay que volverle la espalda al amor.

No hay que volverle la espalda al amor, pensaba Ricciardi mientras subía por la via Toledo; eso dijo Ettore Musso. Lo mismo que Achille Pivani. Y el padre Pierino también dijo que en la vida hay que tomar la iniciativa, por lo menos una vez.

Ahora que el atlas de las pasiones que habían rodeado y arrastrado a la duquesa de Camparino estaba completo, el comisario se encontraba ante sí mismo, sin otros refugios para su pensamiento. No hay que volverle la espalda al amor: hay que tomar una iniciativa. Pero ¿qué iniciativa? ¿La de cargar sobre la persona que amaba su propia cruz, su propio suplicio? ¿La de tener que decirle, mientras paseaba con ella del brazo una tarde estival, perdona, querida, no te oía porque, sabes, tú no lo puedes ver, pero en ese rincón, allí donde está la florista, un niño con el cuello roto por culpa de una caída llama a su madre a gritos y me he distraído? ¿Era ése el hombre que podía ofrecer a la mujer que adoraba?

Por otra parte no podía engañarse: la imagen de Enrica con el joven bien trajeado lo obsesionaba mucho más que la de los cadáveres difuminados con los que topaba en su camino. No podía estar con ella, pero tampoco podía estar sin ella. Suspiró y levantó la vista: Librería Treves, leyó. Sacudió la cabeza y entró.

Livia lo vio llegar con la mirada gacha y un libro en la mano. Pensó que lo reconocería en cualquier sitio, con ese aire de tierna soledad que lo rodeaba, como si caminara por unas calles que solo él podía transitar. Un hombre misterioso; mejor dicho, un misterio hecho hombre. No recordaba haber sentido tanta fascinación en toda su vida. Sin darse cuenta, se tensó en la silla como una fiera que acaba de olfatear a su presa.

Al principio no vio a Livia y fue directamente a la barra, entonces ella se levantó y le hizo señas con la mano. Al otro lado de la calle, a Enrica el corazón le latía con furia en los oídos. Un tanto molesto, lanzando una mirada fugaz a los envidiosos ocupantes de las mesas vecinas, Ricciardi se sentó al lado de la elegante forastera que, tras subirse el velo, dejó a la vista un par de ojos maravillosos de brillante mirada.

—¡Por fin! Y eso que me habían dicho que no aguantas hasta muy tarde sin un café. Llevo horas esperándote.

Ricciardi se encontraba en aprietos, como cada vez que Livia se refería abiertamente a la atracción que sentía por él.

—Fui a…, debía interrogar a una persona. No tenía idea de que vendrías. Pero ya sabes que el trabajo…

Ella lo interrumpió, riendo:

—El trabajo, el trabajo. Mira que lo sé todo de tu investigación y de su brillante conclusión. He tenido que aguantar al servil de tu colega, ese tal Garzo, que me tuvo ahí una hora para contarme tus gestas. Pero ya le dije que me constaba que eres un héroe. Mi héroe, para ser más exacta.

Ricciardi frunció el ceño.

—En primer lugar, Garzo es mi superior, no es mi colega. Y no es ni mucho menos el destinatario de mis confidencias. Además, no tengo nada de héroe, el asesino confesó, eso es todo.

Livia desechó las protestas con un gesto de fastidio.

—Como quieras, pero no he venido para eso. Debo darte unas noticias importantes. Primero, he decidido quedarme un tiempo en vuestra espléndida ciudad. He llamado a un antiguo conocido mío, un empresario teatral, para encargarle que me busque un apartamento.

Ricciardi se quedó boquiabierto.

—¿Cómo un apartamento? ¿Y por qué?

La mujer sonrió.

—No querrás que me hospede mucho tiempo en un hotel, ¿no? Estaré mucho más cómoda. Además, eso me permitirá contratar a alguien a mi servicio y, por fin, recibir visitas. ¿No crees que me hará bien un poco de compañía?

Ricciardi se encogió de hombros, y ella prosiguió remarcando las palabras, como una maestra con un alumno un tanto torpe:

—Segundo, he decidido que nuestra amistad debe tener una evolución. Como sigues fingiendo no enterarte de nada, te lo digo claramente: me interesas, comisario Ricciardi. Me interesas y mucho. No recuerdo que un hombre me haya llegado tan hondo y pienso profundizar esta relación.

Ricciardi hubiera deseado estar en cualquier otro lugar. Además, tenía la agradable sensación de que, por lo menos en las cuatro mesitas que lo rodeaban, se habían interrumpido todas las conversaciones para escuchar la que ellos mantenían. Pero debía aclarar algunos aspectos, y él los aclaró.

Se ha parado y se ha sentado, pensó la muchacha desde el otro lado de la calle. No da la impresión de sentirse cómodo, pero se ha sentado. Ella lo ha llamado, ha tenido que levantarse, él ni siquiera la ha visto. ¿Cómo es posible no ver a alguien como ella? ¿Y ahora qué se estarán diciendo? Ella enumera con los dedos, primero, segundo. Pero ¿qué le estará contando? ¿Y ahora qué le estará contestando él? Notó que la cabeza le daba vueltas y apoyó la frente en el cristal del escaparate. Enrica, ¿te sientes bien?, le preguntó su padre. Sí, claro, contestó ella, con los ojos arrasados en lágrimas.

Nunca me he sentido mejor.

—No creo que sea buena idea. Ésta no es una ciudad fácil, y el clima puede ser perjudicial para quien no está acostumbrado. Además, no conoces a nadie, ¿no? Deberías formar una red de amistades, para una mujer sola no será fácil. Una casa, ¿y dónde? ¿En qué barrio? Necesitarías ayuda, el apoyo de alguien. Y yo, la verdad, no creo ser la persona adecuada. Te diré más, estoy seguro de no ser la persona adecuada. No tengo tiempo, no tengo amigos, no sería nada…

Livia lo interrumpió con una carcajada; quería parecer alegre, pero tenía los ojos tristes.

—¡Cuánta elocuencia de repente! ¿Sabes que nunca te había oído hablar durante tanto rato? Y para convencerme de que me vaya, además. Pues muy bien, querido mío, ¿sabes qué te digo? Que no es propio de Livia Lucani abandonar el campo. Y cuanto más insistas en que me vaya, más me afirmas en mi decisión de quedarme. Mejor aún, si quieres librarte de mí, dime ahora mismo una cosa y contesta con sinceridad: ¿tienes a otra?

Alrededor de Ricciardi el tiempo se detuvo. Los cuatro hombres sentados a las mesas vecinas contuvieron el aliento, esperando temblorosos su respuesta como la propia Livia. El comisario abrió y cerró la boca dos veces. Si hubiese contestado que sí habría mentido, pero tal vez se habría quitado el problema de encima definitivamente. Pero ¿era eso lo que quería? Livia era guapa, alegre, apasionada. Le gustaba y su presencia le producía una extraña inquietud que no era mera incomodidad. Pero en conciencia, no podía decir que su corazón estuviera libre.

—No, no tengo a otra, pero… pienso en una persona. Ella no lo sabe, pero pienso en ella.

En el café abarrotado, mientras susurraba algo tan profundo y personal, le daba vueltas la cabeza, se sentía afiebrado. Por la cara de Livia pasó como una nube y sus ojos se tiñeron de pesar. Ricciardi sintió como si acabara de pegarle. Duró un instante, enseguida se levantó sonriendo.

—Entonces, querido mío, lucharé. Creo que todavía me merezco un poco de felicidad, y que esa felicidad está en ti, escondida en alguna parte. Tengo intención de buscarla, encontrarla y apoderarme de ella. Dile a tu amiga, esa que llevas en el corazón, que haga las maletas y se prepare para la mudanza. Ahora discúlpame, tengo cosas que hacer, debo encontrar casa.

Y se marchó, seguida por una decena de miradas.