Maione atacó despacio la última parte de la cuesta que lo llevaba de vuelta a casa para almorzar. Por increíble que pareciera, con el hambre que tenía, se habría saltado tan a gusto la comida, y por varios motivos: en primer lugar, no soportaba la idea de otra sopa de verduras; en segundo lugar, la pelea de la noche anterior era el preámbulo seguro de un gélido silencio de su mujer, que lo privaría de la charla que tanto le gustaba para sacarse de la cabeza los problemas del trabajo; por último, tendría que pasar por delante de la tienda del maldito Di Stasio, que lo saludaría con una sonrisa que a él le habría parecido burlona.
Las cosas cambiaron de pronto cuando, a algo más de cincuenta metros de su portón, notó el aroma de la genovesa de Lucia. No había error posible: la salsa de cebollas y carne que preparaba su mujer, y tal como ella la hacía, famosa en todo el barrio, iba a despertarlo del coma profundo. Antes de que el tema de la comida se convirtiese en un campo minado, Lucia le tomaba el pelo diciendo que se había casado con ella por la genovesa; y él le contestaba entre risas que probablemente tenía razón.
La idea lo irritó todavía más; le pareció que preparar la genovesa para sus hijos, precisamente ahora que él no podía comérsela, era una maldad innecesaria; un suplicio al que lo sometía Lucia para castigarlo porque la noche anterior se había negado a tomar su sopa. Sintió la tentación de regresar a la jefatura, para no darle el gusto; después pensó que un hombre de verdad se enfrenta a las pruebas y no las elude, por tanto, subió las escaleras abatido pero cargado de decisión.
Tras abrir la puerta, el olor celestial lo embistió con violencia; incluso le pareció notar el aroma de brécol frito y patatas al horno, y tal vez también de un bizcocho al ron. No daba crédito: un auténtico banquete de Navidad en pleno agosto. ¿Qué estaba pasando?
Tras percatarse de que ninguno de sus hijos salía a recibirlo como tenían por costumbre, entró en la cocina y se quedó boquiabierto: la mesa estaba abarrotada de manjares preparados de mil maneras. La mesa estaba puesta para dos con los cubiertos, el mantel y la vajilla de las grandes ocasiones. Lucia lo miraba belicosa, de pie junto al fregadero, secándose las manos con un trapo. Él le preguntó:
—¿Y los chicos?
—En casa de mi hermana Rosaria. Comieron allí y volverán al anochecer.
El sargento indicó los platos de la mesa:
—Y toda esa comida… ¿quién la ha puesto?
Lucia contestó con tono duro, pero en sus ojos destellaba la risa. Se estaba divirtiendo.
—Según tú, ¿quién la habrá puesto? Según tú, ¿a quién dejaría yo entrar en mi cocina?
Mientras hablaba se acercó a Maione y le asestó un puñetazo de mentirijillas en el pecho, y otro y otro más, como para subrayar lo que decía:
—Según tú, ¿hay en Nápoles otra mujer que cocine mejor que yo? Según tú, ¿hay en Nápoles un lugar donde se esté mejor que en tu casa? Y según tú, ¿cómo debería sentirse una mujer cuando ve que su marido no vuelve a comer a casa? Y según tú…
Él la aferró de la muñeca para detener los golpes y le rodeó los hombros con el brazo atrayéndola hacia él.
—Y según tú, ¿cómo se siente un hombre que se ve rechazado en su propia casa? Y según tú, ¿cómo se siente un marido que ve a su mujer coquetear con un verdulero imbécil, que para colmo fue mi compañero de colegio y que si me pongo, le arranco esos bigotitos ridículos pelo a pelo?
Y se echaron a reír y a llorar a la vez, hasta que Lucia dijo siéntate a la mesa que si no, habrá que tirar todos estos manjares; y Raffaele contestó que para tirar la genovesa antes tendrás que pasar sobre mi cadáver. Y se sentaron y estuvieron una hora comiendo, y después hicieron el amor y después se comieron las sobras.
Llorando y riendo.
La comida con Modo ayudó a Ricciardi a identificar el núcleo de su propio malestar: el segundo anillo de la duquesa. Se daba cuenta de que quien se lo había arrancado dislocándole el dedo lo había hecho una vez cometido el delito; no obstante, él se sentía en la obligación de completar el cuadro de las emociones que aquella noche habían danzado alrededor del cadáver. Cuestión de orden.
Por ello, esa tarde tan sofocante en que los movimientos de los pocos transeúntes parecían ralentizados, como debajo del agua, fue al palacio Camparino.
En el patio vio a Sciarra que barría tratando de no salir de la sombra de las columnas; estaba de espaldas y no se percató de la llegada de Ricciardi hasta que este último le tocó el hombro, haciendo que diera un cómico salto sobre ambos pies, se le cayera el sombrero y soltara un grito en falsete.
—Virgen santa, comisario, es usted. ¡Es que casi me da un ataque al corazón! Perdone, estaba distraído, iba a…
—Lo siento. Ve a ver si el señorito Ettore está en casa, quiero hablar con él.
El hombrecillo respiraba entrecortadamente con una mano sobre el pecho y mientras con la otra recogía el sombrero del suelo y se lo encasquetaba en la cabeza tras haberle quitado el polvo de la mejor manera posible. Con tono de disculpa dijo:
—Ya puede uno pasarse el día barriendo que aquí siempre hay polvo en el suelo. El señorito dice que debería regar las hortensias ahora, al empezar la tarde. Pero con el calor que hace ¿quién aguanta tanto ir y venir acarreando cubos llenos? Así que regar, riego por la noche, con la esperanza de que no se dé cuenta. Sí, comisario, está. Arriba, con sus plantas, como siempre. Espere que lo acompaño y así le aviso.
—Antes quiero pasar un momento por el gabinete de la duquesa —contestó Ricciardi.
Detrás del vigilante subió el primer tramo de escaleras y se detuvo en el rellano, esperando que le abriera la puerta. Notaba la incomodidad del hombre, pero no era una novedad, era la misma que mostraban Ponte, los guardias, a veces el mismo Maione. Era el único de su raza, pensó. De otro planeta, de la luna, de Marte o de otra estrella. Condenado a estar solo y a ver que los demás lo evitaban como a la peste.
Entró en la habitación, ya ordenada y limpia como si nunca hubiese ocurrido nada; pero había ocurrido algo, y lo atestiguaba el cadáver de Adriana, que visible aunque más difuminado, le hablaba en voz baja desde el mismo rincón donde lo había visto seis días antes.
«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo», susurró la boca muerta y tumefacta de la mujer, por cuyos labios entreabiertos asomaba entre los dientes, blancos y fuertes, la punta negra de la lengua. Ricciardi la miraba sin moverse, las manos en los bolsillos del pantalón, el cuello desabrochado, el nudo de la corbata flojo. Se preguntaba por qué su último pensamiento era para la joya en lugar de ser un lamento o una manifestación de nostalgia.
Dio la espalda al cadáver y, tras hacerle una señal a Sciarra, lo siguió escaleras arriba, hasta el apartamento de Ettore. El hijo del duque estaba en la terraza, inclinado sobre un arbusto de rosas amarillas. Daba la espalda a los dos hombres; con unas podaderas desmochaba las ramas delicadamente con la máxima atención. Al cabo de un rato, sin haber dado señales de notar que Sciarra esperaba con el sombrero en la mano para anunciar a Ricciardi, dijo:
—Por favor, comisario, pase. ¿Conoce la historia de las rosas amarillas? Sciarra, ya puedes retirarte.
Con visible alivio el vigilante se marchó a toda prisa; estaba claro que no le gustaba la compañía del comisario y del señorito. Ricciardi se quedó en el umbral de la terraza.
—No, no la conozco. ¿Debería?
Ettore se incorporó y se volvió hacia su invitado, pasándose la manga por la frente sudada.
—No, imagino que no. Es una historia árabe. Mahoma sospechaba de la fidelidad de Aisha, su favorita, una mujer hermosísima. Le preguntó a un ángel qué debía hacer para descubrir la verdad; como bien sabrá, los ángeles existen en casi todas las religiones. El ángel le dijo que le llevara rosas rojas a la mujer, y que después las mojara; si las flores cambiaban de color, sería señal de que le había sido infiel. Mahoma le llevó las flores, y se las ingenió para que a la mujer se le cayeran al río; las rosas se volvieron amarillas. El color de los celos, del amor traicionado.
Ricciardi volvió a oír la voz de Sofia Capece, que decía ser el ángel de la muerte. Y pensó en los celos que la habían hecho enloquecer hasta el punto de querer castigar a Adriana por traicionar a su marido.
—¿Y qué le pasó a la favorita? ¿Alguien le disparó entre los ojos?
Ettore se rió.
—No, claro que no. La echaron de casa, nada más. Tuvo suerte, ¿no cree?
—La suerte que no tuvo la duquesa. A ella le estaba reservada otra cosa.
La expresión del hombre se endureció.
—Era una perra, comisario. Una vil y estúpida perra. Seguía a todo aquel que su vientre enfermo le indicaba, no respetaba los sentimientos de nadie. Si espera un agradecimiento por haber descubierto quién la mató, no saldrá de mí. Es más, toda mi solidaridad es para la mujer de su amante, hizo lo que muchos deberíamos haber hecho, créame.
Ricciardi contestó con frialdad:
—No le corresponde a usted, ni a Sofia Capece ni a nadie decidir si alguien tiene derecho a vivir o no. Por más pérfido que sea.
El joven duque se encogió de hombros y sonrió.
—La cuestión es que, como ha visto, alguien se tomó ese derecho. Por cierto, me he enterado de sus… paseos nocturnos, y de cierta visita a un edificio que no se encuentra muy lejos de donde usted vive. Y de una larga conversación que mantuvo.
Ricciardi asintió. Nunca imaginó que Ettore sacara a colación ese aspecto tan íntimo de su vida, ni se lo había planteado, no guardaba relación alguna con las investigaciones. Sin embargo, estaba claro que el hombre sentía la necesidad de hablar. Y, de hecho, lo hizo:
—Verá, comisario, en cierto modo es un alivio poder hablar del tema. Entiendo a Achille. Hay momentos en que yo también me muero de ganas de hablar. Como todos… como todos los enamorados, creo.
—Es algo que no me incumbe, Musso —dijo Ricciardi—. Debía entender, explicarme ciertos detalles, eso es todo. Una vez aclarado ese punto, lo demás no me interesa.
—Ya lo sé, ya lo sé. Y le agradezco la delicadeza. Pero ya que lo sabe, déjeme seguir. Cuando las emociones se llevan dentro, acaban por supurar e infectar la sangre. Yo soy así desde siempre. Y nunca le he dicho nada a nadie. Iba a los lupanares con mis compañeros de la universidad, para que no se hablara, para que no se hicieran alusiones. Después, cuando regresaba a casa, me pasaba horas vomitando de asco. Mi madre se me acercaba y me acariciaba la cabeza, las madres intuyen ciertas situaciones. Y me amaba tiernamente, a pesar de todo. Pero mi padre no. Aunque tal vez no me habría amado de todos modos.
Ricciardi no habló, no había nada que decir. En el calor de la tarde que avanzaba hacia la noche, los insectos zumbaban y el perfume de los jazmines se subía a la cabeza. Ettore prosiguió:
—Y luché, créame. Nunca pasó nada. Me enamoraba de mis compañeros, de mis colegas, pero le volvía la espalda al amor. Huía, interrumpía las relaciones. Y odiaba mi nombre, esta casa, a mi padre, que me imponían una naturaleza que me era ajena. El único vínculo era mi madre. Ella y su ternura. Después enfermó.
—Y Adriana entró en su casa —añadió Ricciardi.
—Sí, llegó esa perra. Y ocupó el lugar de mi madre incluso antes de que muriese. ¿Sabía, comisario, que se metió en la cama de mi padre cuando mi madre todavía estaba viva y padecía los dolores terribles de un tumor que se la estaba llevando? Hasta por ese sufrimiento la hicieron pasar. Ésas dos bestias inmundas. Y el destino les dio su merecido, ella murió asesinada y él se está muriendo poco a poco, día tras día.
Ricciardi se estremeció ligeramente; el horror del odio era mucho peor que la visión de los muertos asesinados.
—Pero usted no la mató. No fue usted.
Ettore negó con la cabeza.
—No. Carezco de esa fuerza. No soy un hombre de acción; soy un maldito teórico, alguien que escribe. Pero la odiaba, cómo la odiaba. Deseé su muerte a cada segundo. Trató de seducirme enseguida, era su forma de establecer alianzas. Una noche, al poco tiempo de morir mi madre, me la encontré semidesnuda en mi alcoba. Cuando la eché, ¿sabe qué hizo? Se echó a reír. Primero se mostró sorprendida, luego se echó a reír. Sabía que para que un hombre la rechazara debía ser… como yo; quizá nunca le había ocurrido. Y a partir de entonces no perdió ocasión para humillarme, para burlarse de mí. Incluso se lo contó a mi padre, que nunca se había dado cuenta o había fingido no darse cuenta. Desde entonces dejé de hablarle.
Ricciardi preguntó con tono neutro:
—Cuénteme lo del anillo.
Ettore se estremeció, como si acabara de abofetearlo.
—¿Cómo sabe lo del anillo?
Ricciardi contestó sin cambiar de expresión:
—La autopsia desveló una luxación del dedo medio de la mano izquierda, ocurrida después de la muerte porque no presentaba hematomas. Es evidente que alguien le quitó a la duquesa el anillo que llevaba, y que ese alguien no puede ser otro que usted: el único que regresó a casa después de su muerte.
Ettore miraba el vacío, como si hablara consigo mismo.
—Lo amo. Lo amo como nunca he amado, como no pensaba que se pudiera amar. Nos escondemos, hemos tratado de separarnos mil veces. He luchado, hemos luchado. Pero con el amor no se lucha, comisario. Porque si se lucha, se pierde. Inevitablemente. Y entonces hay que tomar la iniciativa, y es preciso recoger el amor, como una de estas flores. Cuando se ama, se ama también el mundo, entran ganas de cantar, de gritar, de reír sin motivo, a la luz del sol. Pero yo me tengo que esconder, salir de noche y llegar antes del amanecer, como un lobo, como un criminal. Ésa noche regresé feliz, encontré a la perra ahí, tumbada en el sofá, muerta de un disparo en la frente, la puerta estaba abierta. Y la mano abandonada en el aire, con el anillo de mi madre en el dedo. Lo recuerdo desde siempre, cada vez que me acarició llevaba puesto ese anillo. El anillo de casada de mi madre. Ésa perra no era digna de mirarlo siquiera, pero lo llevaba puesto, como si siempre le hubiese pertenecido. Se lo arranqué, sí, con toda la fuerza que tenía. Y lo recuperé. Lo guardo ahí, en ese cajón, de vez en cuando lo saco y lo limpio, pero al llevarlo puesto esa perra lo ensució para siempre. Ya no es el anillo de mi madre. Es como si la hubiese matado por segunda vez.