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A la mañana siguiente, cuando Ricciardi llegó a la jefatura estaba dispuesto a enfrentarse a la sensación que le quedaba cada vez que terminaba una investigación de homicidio: una mezcla de nostalgia, decepción y rabia.

La nostalgia era el sentimiento más absurdo; en cierto modo, el comisario echaba de menos la idea de la investigación. Era como una obsesión, algo que seguía su curso hiciera lo que hiciese durante el resto del día; su mente trabajaba sin descanso buscando resolver el delito, y cuando esa idea constante desaparecía, la echaba de menos. Era como si un cuarto ocupado por un mueble enorme hubiese quedado vacío de buenas a primeras, para ofrecerse desierto y triste como antes.

La decepción derivaba del hecho de que acababa de asomarse una vez más al infierno del alma humana y de la corrupción de las pasiones, las mismas de siempre, nada nuevo.

Por último, la rabia se debía a que comprobaba nuevamente la inutilidad de su trabajo; ¿qué había conseguido al descubrir que Sofia Capece había matado a Adriana Musso de Camparino? Que ahora habría dos menores cuya madre estaba encerrada en una prisión psiquiátrica y que la duquesa seguiría muerta.

A veces, pensó mientras recogía en el informe la confesión de la asesina, la solución es muchísimo peor que el daño. Y nunca hay solución para la solución. Por asociación, le vino a la mente la figura de la víctima, tal como estaba condenado a verla.

Siempre era igual: al día siguiente tenía que ajustar cuentas con el Asunto. Más allá de las confesiones y las pruebas, de las evidencias y los indicios, el Asunto se presentaba ante su alma y exigía atención. Vio otra vez a Adriana, hermosa y altiva pese a ser cadáver, con el agujero de bala entre los ojos, los brazos caídos a los costados del cuerpo. Y oyó la frase repetida obsesivamente:

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».

De manera que al final, la competición del anillo la ganó el que Capece le había arrancado del anular en el teatro. Era evidente: la duquesa había reconocido a Sofia poco antes de morir y su mente había comenzado a asociar la joya con el objeto que había pertenecido a la asesina; antes de que la bala, después de atravesar y destrozar su cerebro, pusiera fin a éste y todos sus pensamientos.

Sin embargo, reflexionó Ricciardi, alguien había arrancado el otro anillo a la duquesa cuando ya estaba muerta; el análisis de Modo describía la existencia de signos de violencia en el cuerpo, como si se hubiese producido una pelea de la que la señora Capece no había hablado. No había que olvidar que la mujer había perdido el juicio; tal vez le había pegado el tiro después de una pelea, ganada por la loca, que después había borrado esa parte de los hechos, o sencillamente había decidido no contarla.

Llamaron suavemente, la puerta se abrió y entró Maione.

—Buenos días, comisario. ¿Qué tal estamos? Qué calor hace hoy también, ¿eh? ¿Está redactando usted el informe de la confesión?

Ricciardi saludó al sargento con una inclinación de la cabeza.

—Sí, lo estoy redactando yo. Y cuanto más lo pienso, más me parece una verdadera pena, por esos dos chicos a los que les faltaba el padre y ahora, además, tampoco tendrán a la madre.

Maione se encogió de hombros.

—Ya lo sé, es triste, tiene razón. Pero por otra parte, alguien tuvo que haber matado a la duquesa. Por un momento me preocupó que hubiese sido el muchacho, Andrea.

Ya, pensó Ricciardi: Andrea. Era un muchacho robusto y fuerte, podía haber ayudado a su madre en los hechos ocurridos en el palacio Camparino. Además, la mujer lo había cubierto, posiblemente incluso se había olvidado de que él también había estado presente. Podía ser.

Se disponía a contestarle a Maione cuando se abrió la puerta y entró un Garzo eufórico y perfumado, seguido de Ponte, que miraba alternativamente el techo y el suelo.

—Muy bien, Ricciardi, no solo es bueno, sino mil veces bueno. Y genial, debo decir, francamente genial. Y usted también, Maione, ha estado muy bien.

Ricciardi miraba al subjefe de policía, sosteniendo en la mano la pluma que goteaba tinta sobre el informe.

—¿Y por qué, dottore? Tanto como genial, la verdad, no me parece haber hecho nada extraordinario.

Garzo no tenía intención de permitir que mermaran ni un ápice su entusiasmo:

—¡He dicho genial y lo repito, genial! No se figura usted lo preocupados que estábamos el señor jefe y yo. Temíamos que el asesino de la duquesa Musso de Camparino fuese alguien de su propia familia, una de las más importantes de la ciudad; tal vez el hijo, Dios nos libre, que según se dice tiene unas amistades que…, en fin, dejémoslo estar. O que hubiese sido Capece, un periodista charlatán, puede incluso que disidente, que nos habría echado encima a sus colegas que no esperan otra cosa. Pero ¿a quién inculpa usted? ¡A la esposa! Así él tiene que callarse, sus amigos no pueden más que compadecerlo y la familia Camparino sale indemne. ¡Muy bien, Ricciardi! ¡Una vez más estamos orgullosos de usted!

Maione soltó un leve silbido, como una caldera con exceso de presión. Ricciardi contestó gélido:

—Me alegro, dottore, de que le complazca que una mujer haya muerto y que otra, madre de dos hijos y esposa fiel y enamorada, acabe encerrada en una prisión psiquiátrica, tal vez para siempre. Me alegro de que para usted sea un alivio que dos familias hayan quedado arruinadas para siempre, y que la vergüenza acompañe sus nombres durante años. Y lamento informarle de que no fuimos nosotros quienes inventamos esta solución, sino únicamente el demonio de una pasión corrupta y desesperada.

Un silencio profundo siguió a las palabras del comisario. Por la ventana abierta se coló la sirena de un barco a punto de zarpar. Ponte se había puesto casi morado y observaba con gran atención un desconchado en la pared. Garzo tragó saliva y se volvió hacia Maione con aire cómplice:

—Siempre arisco nuestro Ricciardi, ¿eh? Nunca acepta el mérito de una solución brillante. Claro, es una pena que la gente muera, y que haya quien mate, incluso en estos tiempos en que deberíamos pensar en el luminoso porvenir que nos espera. Pero, para suerte de todos, estamos nosotros, que ponemos las cosas en orden; que encontramos a los culpables y los encerramos. Y usted también, Maione, ha estado bien. Si pasa por mi despacho y me informa de lo sucedido, estoy seguro de que conseguiré que le den una gratificación.

Entre las cualidades de Maione no estaba la diplomacia; su cara parecía el vivo retrato del disgusto.

—No, dottore, perdone pero tengo algo urgente que atender.

—¿De qué se trata? —preguntó Garzo.

—No lo sé —contestó Maione—, pero seguro que es urgente. Con su permiso.

Y salió tras tocarse la visera del sombrero. Tieso y sonriente, Garzo se dirigió otra vez a Ricciardi, que no se había movido:

—Espero ese informe, Ricciardi. Enhorabuena otra vez, y ad maiora. Vamos, Ponte, tenemos mil cosas que hacer.

La incomodidad de Ricciardi, francamente aumentada por la visita del subjefe de policía, lo llevó a salir a comer antes de hora. Pensativo y triste se encontró delante del hospital, en el preciso instante en que el doctor Modo también salía a comer.

—Es la historia de mi vida. A mis colegas los esperan en la entrada hermosas mujeres, amigas encantadoras o esposas enamoradas. Y fíjate quién me toca a mí, un policía melancólico y, encima, feo.

—No te quejes, Bruno, que yo sepa, no he tenido que hacer cola para invitarte a comer.

Modo se echó el sombrero hacia atrás y se secó la frente con el pañuelo.

—Más vale solo que mal acompañado. Pero he jurado luchar contra el sufrimiento y tú eres el campeón absoluto del dolor; de modo que, muy a mi pesar, no me queda más remedio que aceptar. Además, tú eres riquísimo y yo soy un pobre médico de distrito. ¿Adónde me llevas?

En el mesón, como de costumbre, el médico comió por dos; Ricciardi en cambio revolvió con el tenedor el plato de pasta, mientras respondía con monosílabos a los intentos de su amigo de entablar conversación. Su tema preferido, ni que decir tiene, era la política.

—¿Te das cuenta de adónde hemos ido a parar? Viene a verme el tipo éste, un estudiante, creo, con gafas, ropa digna pero raída, los codos de la chaqueta parecían de papel cebolla. Calabrés o quizá lucano, no distingo nunca estos acentos. En fin, un muchacho respetable. De esos que trabajan para pagarse los estudios, y además envían dinero a su casa. Me lo encuentro sentado en la sala de espera, no había llamado a nadie, estaba allí tranquilo, con un pañuelo se apretaba la frente. Le pregunto, puedo ayudarlo en algo, y él va y me enseña una herida de diez centímetros. Probablemente de cuchillo, no le tocaron el ojo de milagro, un milímetro más y se queda ciego. Y le pregunté: ¿quién lo hizo? Y él: me caí. ¡Se cayó y un cuerno! Hubo una reunión de librepensadores, tal vez socialistas, y llegaron ésos, una cuadrilla de diez. Él fue el más lento en escapar. Tuve que arrancárselo con tenazas, el relato. Y al final, ¿sabes qué me dijo? Doctor, dejo que me cosa la herida solo si me jura que no se lo contará a nadie. Pero ¿en qué asco de mundo se ha convertido éste? ¿Me lo puedes decir?

Ricciardi sacudió la cabeza con tristeza.

—Bruno, ya sé que las cosas no van bien. Créeme, lo he visto con estos ojos. Pero tú eres importante, por todas las personas que ayudas y proteges. Deja que, para variar, te proteja yo, haciéndote una súplica. Sí, una súplica: ten cuidado con lo que dices, sobre todo en lugares públicos. No me preguntes cómo, pero sé que te tienen vigilado. Y perderte, aunque tengas esa cara horrible, sería grave para todos.

Modo asestó un puñetazo en la mesa que hizo tintinear platos y vasos. Hubo quien se volvió a mirarlos.

—¿Tú también me vienes con eso? ¿Tú también empiezas a hablar como ellos? ¿Con quién has hablado de mí, si puede saberse? Al menos tendré derecho a conocer a mis enemigos, ¿no?

Ricciardi le puso la mano en el brazo susurrando:

—¿Lo ves? Nos están mirando. Precisamente éstas son las situaciones que hay que evitar. En el curso de la investigación del homicidio de la duquesa, ya sabes, tu última autopsia, tuve que interrogar a un tipo. Pertenece a su policía, aunque me repugne llamarla policía. Pero él no es mala persona, o eso me pareció. Me pidió que te aconsejara que no te metieras en líos. Y yo lo he hecho por mi cuenta y riesgo. No hagas que me arrepienta.

Modo consideró la cuestión y se tranquilizó, tal como Ricciardi había previsto. No hubiera puesto en peligro a su amigo por una fanfarronada. Además, lo enternecía que alguien como el comisario se preocupase por él.

—De acuerdo, me has convencido. Procuraré tener cuidado. Por cierto, hablando de la duquesa, he oído que has detenido al asesino, mejor dicho, a la asesina, la esposa de ese periodista, ¿cómo se llama…?

—Capece, sí. De eso también quería hablarte. Ésta mujer, la señora Capece, está loca. Sin duda, se hará el peritaje correspondiente y todo lo demás, pero es evidente que no está en sus cabales. En tu experiencia, ¿una persona así puede hacer algo y después conservar un recuerdo parcial?

Modo lo miraba con atención a través del humo del cigarrillo.

—Si me explicas exactamente qué quieres decir, tal vez pueda contestarte. Ricciardi suspiró.

—¿Te acuerdas cuando me describiste el estado del cadáver? Me hablaste de un forcejeo. Uñas partidas, costillas rotas.

—Y señales de asfixia, sí, lo recuerdo perfectamente. ¿Y?

—Pues que la señora Capece nos dijo que llegó y disparó a la duquesa a través del cojín cuando estaba dormida. No habló de forcejeo.

Modo se encogió de hombros y dijo:

—Repito, ¿y? Disparó, ¿sí o no? Si mantuvo el cojín un segundo o treinta sobre la cara de la duquesa, si se apoyó con la rodilla en el abdomen para colocarse mejor para el disparo, si la duquesa la agarró de la ropa y se partió las uñas, que llevaba largas y muy cuidadas, por tanto, eran frágiles, ahí tienes tu cuadro clínico de la autopsia. Yo no veo ninguna incoherencia. Además, si me dices que está loca, ten en cuenta que en ese estado, las personas pueden ejercer una fuerza descomunal sin darse cuenta siquiera. Recuerdo que en la guerra había uno que…

Pero Ricciardi estaba demasiado concentrado para seguir las divagaciones posprandiales del médico.

—¿Y los dedos? Me dijiste que tenía una abrasión en un dedo, como si le hubiesen quitado un anillo con violencia, y la explicación surgió en el curso de las investigaciones; pero el otro dedo, el dislocado después de la muerte, ¿por qué no presentaba hematomas? Sofia Capece no refirió haberle quitado un anillo al cadáver.

El médico tendió ambos brazos en gesto de impotencia.

—Eso no puedo saberlo, soy un científico, no un adivino. Te puedo decir con certeza, como ya te dije en su día, que a la pobre duquesa le dislocaron el dedo cuando ya no estaba en este mundo infame. Si le quitaron un anillo o se trató de un curioso y perverso ultraje del cadáver, no tengo la menor idea. Perdóname, pero aquí el que parece loco eres tú. La señora Capece confesó, habéis encontrado el arma del delito y su confesión cuadra con las pruebas y los indicios que hallaste. ¿Qué más quieres?

Ricciardi se pasó la mano por la cara como para espantar una mosca.

—Tienes razón. Tal vez sea porque nunca consigo interrumpir de golpe una investigación, es todo.

Modo se arrellanó en la silla, colocó las manos detrás de la cabeza y sonriendo dijo:

—En efecto. Si tú no fueras tú, el sacerdote del crimen y la justicia, te propondría que me acompañaras a un nuevo burdel que han abierto en la Torretta, donde hay unas chicas francesas que en realidad son de Mugnano, pero que, créeme, quitan el hipo. Ahora bien, como te obstinas en ser tú mismo, creo que dejaré que vuelvas a revolver en el fango. Pero yo también quiero darte un consejo, como has hecho tú conmigo: de vez en cuando concédete un poco de paz. Búscate una diversión, haz algo por ti mismo. De lo contrario, acabarás encerrado en la habitación de al lado de la señora Capece, palabra de Bruno.

—Muy bien, me entregaré a mi pasatiempo preferido: la caza del médico disidente. Anda, vamos a tomarnos un café. Ésta vez invitas tú.