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No se vieron con ánimos de acompañar a Sofia Capece a la jefatura; en vista del comportamiento tranquilo de la mujer y de que no preveían que cometiera ningún disparate, enviaron a Camarda y Cesarano con el coche.

Después telefonearon a Capece al periódico para ponerlo al corriente de los hechos e invitarlo a regresar a casa con sus hijos. Al otro lado del teléfono, el hombre guardó un largo silencio, tras el cual, con voz quebrada les aseguró que regresaría lo antes posible; a Ricciardi no le pareció sorprendido, solo mortalmente cansado. Le esperaban tiempos difíciles.

En el camino de regreso, Maione iba callado, sumido en sus pensamientos. De pronto preguntó:

—Comisario, ¿es verdad que en griego Sofia significa sabiduría?

Ricciardi asintió. El sargento sacudió la cabeza mientras se secaba el sudor con el pañuelo.

—Es de locos. Y después que vengan a decirme a mí que en los nombres se encierra el presagio del destino. Si alguna vez he visto una loca de atar, ésa es la señora Capece y se llama Sabiduría.

—A veces el dolor conduce a la locura. ¿No lo has comprobado en mil ocasiones? A fuerza de sufrir y estar sola, abandonada con sus dos hijos y expuesta a la vergüenza, la pobre señora Capece se volvió loca. Diría que es comprensible.

—Vamos a ver, comisario, tiene usted que satisfacer mi curiosidad: cuando Andrea, el muchacho, dijo que había sido su padre, ¿por qué no lo creyó? En el fondo no era cierto que tuviese una coartada, eso lo sabemos de sobra. ¿No podía haber sido él?

Ricciardi miraba el suelo y caminaba deprisa; pasaban por el lugar del accidente de coche y no quería ver al niño clavado al asiento por la esquirla del parabrisas. Lo que no pudo evitar fue sentirlo en la piel y dentro de su cabeza mientras decía: «Papá me ha prometido que tomaremos un helado en el parque, un rico helado».

—No, el chico odia a su padre, es evidente por todo, por lo que dice, por cómo lo mira. No habría movido un dedo para salvarlo. Al contrario, si hubiera tenido tiempo, habría organizado los indicios para que la culpa recayera precisamente en su padre; se trata de un chico inteligente. La tarea más difícil que le espera a Capece es conseguir que su hijo al menos lo soporte, porque no creo que recupere su afecto. Por su propio interés, el del muchacho y de la niña.

Maione esbozó una sonrisa cansada.

—Pues sí, comisario. La pobre señora Capece dijo una verdad como un templo: cada cual tiene su lugar. Y ahora el lugar de Mario Capece está junto a su familia, sin distracciones. Después, con un buen abogado, dudo que la señora pase mucho tiempo en una prisión psiquiátrica. Se trata siempre de un delito por razón de honor, ¿no? En el fondo mató a la amante de su marido.

Ricciardi suspiró.

—Sí, pero por motivos completamente distintos a los que esperábamos. Por lo menos, a los que yo esperaba. Aunque viviese cien años, jamás entenderé los caminos que el amor elige para escoger a sus víctimas. Siempre me engaña. En fin, por hoy ya te puedes ir a casa, no creo que pase nada más. Mañana nos ocuparemos de redactar el informe. Iré a un sitio y después yo también me dirigiré a casa. Buenas noches.

No hubiera sabido precisar por qué había pensado en el padre Pierino. Tal vez por todas esas referencias a la Virgen de Sofia Capece, tal vez por la tristeza en los ojos de Andrea, tal vez por la compasión del propio Mario, el periodista con el corazón destrozado dos veces, que ahora no podría huir del tormento de saber que su esposa estaba en un manicomio y la mujer que amaba había muerto por su culpa.

Tal vez porque deseaba que le dijeran que existe un amor sin locura, sin violencia, y fingir que, por una vez, se lo creía.

La iglesia estaba vacía y en penumbra, iluminada apenas por las velas que ardían delante de los altares; gente que había pedido una gracia, ofreciendo a cambio un poco más de dolor. Reconoció al pequeño cura al fondo de la nave, leía un libro con las gafas en la punta de la nariz, sentado en un banco de la primera fila. Se acercó y se sentó a su lado. Sin apartar la vista de las páginas, el padre Pierino sonrió y dijo en voz baja:

—Aquí tenemos otra vez al fantasma de la iglesia de San Ferdinando, el que llega sin hacer ruido y después se pasa meses sin aparecer. ¿Qué tal estamos, comisario? ¿Qué ha ocurrido esta vez?

Ricciardi contestó también en voz baja:

—Nada, padre. Ésta vez nada. Hemos descubierto al asesino, es todo. Y como siempre, en lugar de alegrarme, me quedo con un agujero dentro.

El padre Pierino cerró el libro y, tras quitarse las gafas, las guardó en el bolsillo del hábito.

—Hábleme de ello, comisario. Cuéntemelo todo.

Y Ricciardi habló. Con el olor acre del incienso flotando en el aire, mientras las sombras se alargaban y, alrededor de las velas, la iglesia se sumía en la oscuridad, mientras los ruidos de la calle se amortiguaban y avanzaba la noche, Ricciardi habló. Y le contó de la locura de Sofia, del amor desesperado de Mario, de la tristeza infinita de Andrea; pero también de la desolación del amor ilícito de Ettore y Achille, de la soledad del duque de Camparino, de la bovina devoción que le profesaba su ama de llaves. Y al final acabó hablándole de sí mismo, de la velada con Livia y de los fascistas; de los celos, del descubrimiento del egoísmo infecto de su soledad. Le habló también de Enrica, y de lo infinitos que llegaban a ser los cinco metros que separaban su ventana de la de ella. Y de cuánto echaba de menos verla bordar.

No daba crédito a sus oídos mientras seguía describiéndole a un cura prácticamente desconocido el abismo que llevaba en su interior. Se detuvo en el borde, poco antes de verse obligado a hablarle de los muertos que infestaban su solitaria existencia.

El padre Pierino lo miraba fijamente; la expresión de su cara no desvelaba emoción alguna; si hubiese captado la piedad del cura, Ricciardi se habría callado. El hombrecillo se limitó a decirle:

—Es usted un terrible carcelero de sí mismo. Me gustaría pedirle que se concediera un poco de paz, pero no puedo. Nadie puede. No obstante le diré una cosa: sin dolor no hay redención. Uno puede liberarse únicamente si sabe que está atado. Tener conciencia de ello es el primer paso.

Se quedaron largo rato en silencio: un cura pequeño y regordete, de negros ojos que brillaban en la oscuridad, y un policía desesperado, cuyos ojos verdes y transparentes no sabían formular las preguntas para encontrar las respuestas. Después, Ricciardi se estremeció y dijo:

—No he venido para esto, padre. Para aburrirlo hablando de mí. Olvídelo, se lo ruego. He venido por otro motivo: creo que los próximos meses serán terribles para la familia Capece. El padre no está acostumbrado a estar con sus hijos, y el hijo tiene serios motivos para guardarle rencor. Por eso le ruego que lo siga de cerca. Es el único que conozco que puede hacerlo. Se lo pido como favor personal.

El padre Pierino suspiró y guardó silencio. Después sonrió y dijo:

—No tenga usted ninguna duda, comisario. Éste es mi trabajo; y gracias por la información. Pero a cambio le pediré una cosa. Y no podrá decirme que no.

Ricciardi lo miró con aire interrogante.

—Usted dirá, padre. Tengo con usted una gran deuda de gratitud, aunque solo sea por la charla a la que lo acabo de someter.

—La charla a la que acaba de someterme es el mejor regalo que podía hacerme. Y espero enterarme de lo que sigue; los curas de barrio somos curiosos. Lo que quiero pedirle es otra cosa. ¿Conoce la fiesta de la’Nzegna?

Ricciardi negó con la cabeza.

—La fiesta de la’Nzegna no es algo religioso. Se organiza en el barrio, en Santa Lucia; se trata de una fiesta popular, con aspectos tradicionales muy divertidos. Pero comienza con una celebración, porque se recuerda el hallazgo de la Virgen de la Cadena, un cuadro antiquísimo guardado en una iglesia del mismo nombre, que se encuentra precisamente en Santa Lucia. Es el próximo domingo, a mediodía. Éste año la oficia un servidor, que acaba de preparar el sermón. Me gustaría mucho que asistiera.

Ricciardi consideró que no se sentía con ánimo de negarle nada a ese hombre tras haberle pedido que se ocupara de la familia Capece. O lo que quedaba de ella.

—De acuerdo, padre. El domingo no estoy de guardia, porque trabajé la semana pasada. Asistiré.

El cura batió palmas, feliz.

—Estupendo, comisario. ¡Así me gusta! Habrá un montón de gente, cantos, bailes, por un día concédase una fiesta. Y una cosa más: recuerde que no solo existe el remordimiento; también existe el pesar, que es peor todavía. Deje que se lo diga alguien que, de la mañana a la noche, durante la confesión, oye a las personas pedir a Dios un perdón que son incapaces de concederse. Si es necesario tomar la iniciativa, aunque sea una vez en la vida, pues adelante. Para no tener que pasarse después el resto de los años que quedan preguntándose qué hubiera ocurrido de haber tenido una pizca de valor.

Ricciardi se puso de pie; parecía que iba a contestar, pero después cerró la boca de golpe. Dijo:

—No lo sabe todo, padre. Hay otras cosas, otros… motivos que me impiden tomar la iniciativa. Dejémoslo así; ya se lo he dicho, olvídese de mis desvaríos de esta noche. Quizá sean obra del cansancio, no ha sido una investigación sencilla. Hasta el domingo, entonces.