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Por favor, comisario, por aquí. Pase, sargento, siéntese aquí, en el sofá. Qué oscuro está esto, un momento que descorro las cortinas, los días empiezan a acortarse, pero todavía hace calor, ¿eh? Un calor tremendo, no hay quien respire.

¿Qué les apetece tomar? Y los dos guardias, ¿pueden entrar o deben quedarse en la puerta? Ya no recibimos muchas visitas, ¿sabe? Hace tiempo esta casa era un puerto de mar; mi marido era el centro de la cultura, de la política. Si hubiese usted visto la de personalidades que nos visitaban, boquiabierto se habría quedado. Los niños eran pequeños, es posible que no recuerden el trajín que había, ¿no es así, Andrea, tesoro mío? No parábamos de preparar cafés, tés, bizcochos y bizcochitos. Mi marido nunca avisaba de antemano. Pero yo no me quejaba, al contrario, estaba orgullosa de que fuese un hombre tan apreciado.

¿Conocen a mi marido? Ah, sí, vinieron con él el otro día. Ahora está un poco alicaído, pero ya verá como volverá a ser el de antes. Porque ha regresado a su lugar. ¿Sabe, comisario? Yo creo que cada cual tiene su lugar y solo puede ser feliz en él.

Cualquier otro lo deja incompleto, por tanto, infeliz. Mi marido me lo decía siempre: Sofía, tú eres mi sabiduría. Porque en griego Sofia significa sabiduría, ¿lo sabía? Eso me decía él antes. Antes de Adriana, quiero decir.

¿De veras no quieren tomar nada? ¿Un café? No vayan ustedes a creer que lo acepté enseguida, lo de Adriana. Es más, el primer año sufrí mucho. Como un perro, como cualquier mujer que pierde a su hombre. Y luché, vaya si luché. Al principio, por las malas, todas las noches un escándalo, platos rotos, yo le gritaba y él agachaba la cabeza, no decía nada. Después probé por las buenas, traté de reconquistarlo, ya sabe usted las artes que emplea una esposa para reconquistar a su marido, ahora no se lo puedo explicar porque está el niño delante, pero son ustedes hombres y ya me entienden.

Cocinaba los platos que le gustaban a él; pero no venía a comer, no venía nunca. Si supieran los kilos de manjares que tuve que tirar, los perros vagabundos comieron como reyes. Me pasaba las noches enteras sentada a la mesa de la cocina, preguntándome por qué, qué había hecho.

Pero yo, comisario, no había hecho nada. Yo seguía en mi lugar, en mi casa, junto a mis hijos, esperando a mi hombre. No había hecho nada. No se pueden imaginar lo que le pasa a una mujer abandonada que espera. Es como si tuviese una enfermedad contagiosa. Todos, amigos, amigas, parientes, al principio te miran con lástima, después tratan de abrirte los ojos, y entonces, poco a poco, se van alejando, como si tus llagas les dieran asco. Y te quedas sola contigo misma, buscando un porqué inexistente.

La primera vez fue hace un año y ocho meses. Lo recuerdo perfectamente, llovía. Una noche, cuando los niños ya se habían ido a la cama, me vestí y salí. Me dio por ahí, me eché algo encima y salí bajo la lluvia. ¿Sabe una cosa, sargento? Es como si yo fuera invisible. Como un ángel. Para mí que la Virgen, con la que hablo siempre, me ha hecho este regalo, que nadie me vea. Cuando quiero me visto de negro, voy a los sitios y nadie me hace caso. Y así puedo observar, ver, mirar sin que nadie se dé cuenta.

Ésa noche, como le decía, los vi. Salían riendo, a saber qué comedia habían ido a ver, ella era hermosa; en cuanto a eso, comisario, debo decirle que Adriana era hermosísima. Elegante, segura de sí misma, ¿cuántos hombres hubieran podido resistírsele? Y él la miraba.

Para mí fue todo un descubrimiento; a mí nunca me había mirado así, ni por asomo. No vaya a malinterpretarme, mi marido me quiere, sin duda; pero mirarme así, jamás. Embelesado, como si estuviese mirando el sol. Ella reía y él miraba el sol.

A partir de entonces los seguí, todas las noches. Sentaba a los niños a la mesa, les daba de cenar, esperaba que se durmieran, soy su madre, mi lugar está junto a ellos por si necesitan algo. Pero después salía, iba detrás de esos dos, a vivir un poco su vida, a verlos vivir. Total, yo era invisible. Hermosos, alegres, eran el centro de la ciudad. El centro de todas las miradas, de todas las envidias. Ellos se amaban y eran felices, y yo también era feliz, porque pensaba que en parte era mérito mío si podían estar juntos. Porque algunas felicidades solo están completas si pueden permanecer en la sombra; porque la rutina mata la felicidad.

Los habré seguido cien veces, daban vueltas como peonzas. Lo vi feliz, a mi marido, como no lo había visto nunca.

Después ella empezó a cansarse.

Él no se dio cuenta, los hombres son unos tontos, discúlpeme, comisario. Pero la mujer tiene más picardía, se da cuenta. Y yo me di cuenta. Empezó a mirar a su alrededor, cuando él se distraía aprovechaba para hablar o saludar a otros, cuando se alejaba un momento, ella sonreía, hacía guiños, daba confianzas. Era de esas mujeres a las que le gustaba gustar a los hombres. Llamaba la atención, enviaba señales.

La primera vez que lo traicionó fue hace siete meses. Él se había quedado en el periódico, debía preparar una página sobre la visita del príncipe de Venecia o sobre otro personaje de la realeza, y ella salió de todos modos, y se llevó un hombre a casa. Yo esperé en la calle hasta que lo vi marcharse, casi al amanecer. Y después otro, y otro más, con una frecuencia cada vez mayor. Iba con cualquiera, con gente que no valía nada. Se los buscaba fuera de su zona y su ambiente, para evitar que Mario se enterase.

En su casa, ya lo habrá visto usted, nadie le hacía caso. En el palacio cada cual hace su vida, y todos procuran no pisarse entre ellos. El duque no se mueve de la cama; le pedí a la Virgen que se lo llevara pronto, pobre hombre, a saber cómo sufre. En cuanto al hijo, de vez en cuando llega un coche negro a recogerlo y pasa la noche fuera. A saber adónde va. Los sirvientes no piensan más que en conservar el puesto y los privilegios, ese vigilante tan cómico con sus hijos que no paran de comer, el ama de llaves que solo piensa en el duque y su hijo.

En fin, la veía con esos otros en los horarios en que mi marido estaba en el periódico. Pero para mí, comisario, no era una mala mujer. Ella era así, le gustaban los hombres. Y mientras esos hombres sabían estar en su sitio, mi marido no era motivo de discusión y yo estaba contenta. Debía velar por él, no lo olvide. Se lo he dicho antes. Mi deber era ése, la Virgen me ha dicho que soy un ángel, el ángel de la guarda de mi marido.

Pero una noche noté algo raro: ella le mandó decir a Mario que no salía porque no se sentía bien; lo sé porque se lo pregunté al florista que entregó un ramo de rosas en el palacio; mi marido es solícito, si hubiese visto usted las flores que me regaló al nacer Andrea, tesoro mío. Pero salió, fue al teatro acompañada de un joven. De eso hace diez días. Un joven apuesto, apenas algo mayor que un muchacho, al que en mis vigilancias había visto acompañar a alguna vieja ricachona a las fiestas.

Y empecé a preocuparme. Una cosa es un pescador y otra muy distinta un joven de buena familia, vestido de frac, que frecuenta el mismo ambiente. De hecho, hasta mi marido, que es un hombre, y los hombres no ven hasta que no chocan de frente con los hechos, sabrá usted disculparme, comisario, se olió algo y le montó un escándalo. Yo estaba presente, oculta en el guardarropa, ya le he dicho que soy invisible y que nadie se percata de mi presencia. Y le arrancó mi anillo, el que había vuelto a recuperar cuando se enamoró de ella. Y le dio una bofetada en público.

No está bien, sargento; no está bien pegarle a una mujer. No es propio de él. Eso significa que sufría, que sufría mucho. Y yo, que soy su ángel de la guarda, no podía permitirlo.

Él se fue, quién sabe adónde, a emborracharse; pero yo la seguí. Esperé a que terminara la comedia, sentada en una localidad de la galería, entre el público que silbaba y aplaudía, sin mirar una sola vez la escena. Miraba a Adriana, que sonreía y susurraba e incluso mandaba besos, con la punta de los dedos. Y el muchacho respondía, porque la vieja que iba con él dormía a pierna suelta, con la boca abierta. Se reunieron después de que él llevara a la vieja a su casa, en un restaurante de la Gallería, cenaron los dos solos. Nadie los vio, pero habrían podido verlos. Entonces, ¿cómo habría quedado mi marido? Dígamelo usted, un hombre como él, un profesional apreciado y querido en toda la ciudad, se habría convertido en el hazmerreír de todos. ¿Y por qué? Por un encaprichamiento. Porque de eso estoy segura, comisario, una vez que se quitara las ganas, ella no habría podido hacer otra cosa que volver con él. Es demasiado apuesto, mi marido, demasiado importante y culto.

Entonces decidí que debía hacer algo. El ángel debía intervenir y hacer justicia. Fui corriendo a casa y cogí la pistola de Mario. Yo soy hija de un oficial del ejército, ¿sabe usted, sargento? Sé limpiar y cargar armas; de niña, mi padre me hacía practicar sentada en su regazo. Y mi casa la tengo ordenada, de modo que la pistola estaba limpia y engrasada como está mandado.

No quería matarla, claro. Solo darle un susto, quería explicarle la suerte inmensa que tenía de poder contar con un hombre maravilloso al que no podía hacer infeliz. Era algo importante, ¿sabe usted, comisario? Él habría sido capaz de cometer una tontería si llegaba a descubrir que Adriana tenía un amante. A lo mejor la estrangulaba y se arruinaba la vida, o algo peor, se pegaba un tiro en la cabeza. No podía permitirlo.

Entonces fui a verla. Crucé la fiesta de Santa Maria Reina, imagínese usted si en el día de su fiesta la Virgen no iba a ayudarme. Pasé como un ángel y nadie me vio. Me escondí en el patio hasta que la vi regresar. Conozco las costumbres del palacio, sé que abre la verja, entra en casa y después sale a cerrar. Esperé un rato, para asegurarme de que todo estaba tranquilo y después entré.

Entonces pasó algo raro, comisario. Yo solo quería hablar con ella. Quería explicarle la locura que estaba cometiendo, había llevado la pistola para asustarla, amenazarla si hacía falta, a lo mejor, si conseguía darle un susto regresaba con mi marido y no lo traicionaba más, y así él recuperaba esa mirada feliz que le había visto y que no se me quitaba de la cabeza. Pero en las sombras la vi tumbada en el sofá, la oí respirar pesadamente, casi roncaba. Estaba cansada de haber pasado la noche con el otro, y quizá estuviera borracha. Ni siquiera había podido llegar a su cama.

Se me subió la sangre a la cabeza, comisario. ¿Cómo se atrevía a traicionar así a mi marido? ¿Cómo se le permitía quemar así la felicidad de un hombre como él, el mejor, el más apuesto de los hombres de esta tierra?

La Virgen me dijo en ese momento que era un ángel, pero que debía hacer justicia. Que era el ángel de la muerte. Levanté el cojín que estaba en el suelo, se lo puse en la cara y disparé. Un solo disparo. Y ya no roncó más.

Y me volví a mi casa, porque todos tenemos un lugar, comisario. Y el lugar de una madre está junto a sus hijos, que dormían tranquilos porque ellos también son ángeles, y no hace falta que intervenga la Virgen para saberlo. Y el otro día, cuando ustedes vinieron, les dije la verdad, porque yo nunca miento, les dije que no había sido mi marido, y no ha sido él. Y que no sabía dónde estaba la pistola, que alguien se la había llevado. Y en efecto, se la había llevado Andrea, mi niño querido, para defenderme.

Pero no hace falta, tesoro mío, porque a tu mamá la defiende la Virgen, que le ha dicho lo que debía hacer.

¿Están ustedes seguros de que no les apetece tomar nada? ¿Una copita de rosoli casero quizá?