39

La tarde del viernes a la ciudad le importa un bledo el calor; y el frío, la lluvia o el viento.

El viernes por la tarde la ciudad no tiene clima, o mejor aún, tiene un clima propio. El de la espera, el de la belleza de dos días en los que se puede burlar el asedio del trabajo, en los que quien puede piensa al fin en sí mismo. Son días de encuentros, de misa y baile. Días en que los niños de uniforme hacen gimnasia en el centro de la plaza, dirigidos por hermosas señoritas con megáfono; días en que los niños de las colonias, formados de dos en dos, van a la playa, el pelo cortado al cero para evitar los piojos, los ojos entrecerrados bajo la luz de Mergellina. Días en que los granujillas quemados por el sol, un trapo en la cintura atado con una cuerda o un pedazo de bramante, los pies descalzos deformados con la planta más dura que una suela de cartón, viajan colgados de los tranvías. Días en que las gitanas leen las palmas o en que los falsos monjes reparten números de lotería. Días de cantos y música.

El viernes por la tarde la ciudad puebla sus calles con la espera; es demasiado bonito e importante esperar el sábado todos juntos como para encerrarse en casa. La via Toledo se llena de voces y ruidos: el vendedor de sandías que promete el fresco fuego de su mercancía, el de café con su cafetera monumental sobre ruedas, el de limones con los frutos que cuelgan de ramas móviles. Y se ven focacce con sus boquerones frescos, mariscos crudos, hermosas campesinas con una cabra atada con traílla y una jarra de hierro para la leche.

El viernes por la tarde la ciudad no quiere saber nada de pobreza y hambre. En los callejones las gallinas escarban en la basura y los séquitos de niños persiguen al pazzariello, el pregonero que suda dentro del pesado uniforme mientras hace girar el bastón, tocando el tambor e invitando a todos a la apertura de alguna tienda. Las comadres se cuentan sus secretos aullando de un balcón a otro, mientras tienden las sábanas en el alambre que une edificios situados a pocos metros de distancia. El camorrista sale de casa vestido de blanco, con zapatos bicolores y sombrero de paja a tono, seguido de cerca por dos esbirros; a su paso, los hombres se quitan el sombrero, las mujeres se inclinan, y en cuanto se aleja, todos escupen en el suelo.

El viernes por la tarde la ciudad se muestra condescendiente y bien dispuesta. Y a ambos lados de la amplia calle por donde pasean los señores florecen las vendedoras de cerillas y fortuna, ciegos auténticos y falsos, portadores de todo tipo de deformidades, que tienden la mano en busca de caridad y conmiseración en forma de monedas. Y si llegan dos guardias a caballo, luciendo sus sombreros rematados con altos penachos, todos se curan milagrosamente y desaparecen en los callejones, llevados por ágiles piernas que ya no están torcidas, arrastrando sin esfuerzo enormes cestas con su mercancía, y al cabo de nada regresan a sus sitios, más quejumbrosos que antes.

El viernes por la tarde la ciudad se prepara para el amor. Las muchachas piensan en las flores con las que adornarán sus sombreros y escotes, en el paseo por la Villa Nazionale el domingo por la mañana o en el baile de la tarde del sábado. Deben decidir con antelación, porque hay que repasar con la plancha de carbón el vestido bueno, hay que rizarse el pelo, no sea caso de que el encuentro de su vida se produzca precisamente entonces y ellas no estén preparadas. Los estudiantes deciden dónde reunirse, en qué local o teatro estará la corista más encantadora o las bailarinas más descocadas, y le sacan brillo a los zapatos como armas de guerra. Los padres y las madres paladean la mañana del sábado, cuando sus hijos pequeños, movilizados para asistir a las reuniones, les permitirán disfrutar, en sus casas de una o dos habitaciones, de una intimidad esperada toda la semana; los granujillas que lo saben pasarán corriendo por todas las plantas de los edificios burgueses, tocando los timbres para molestar, pero nadie saldrá a abrirles.

El viernes por la tarde la ciudad quiere olvidarse de la sangre. Tiene la suerte de no ver las siluetas destrozadas por carruajes y automóviles, que proclaman con sus bocas ensangrentadas y sus pulmones aplastados las ganas de vivir un día más o aunque sea un minuto más. Tiene la suerte de no ver los cuchillos asomar por las camisas enrojecidas ni los cuellos rotos a palos, en una última y borboteante invocación a la Virgen. Tiene la suerte de no ver los cuerpos irreconocibles de los obreros caídos de los andamios inestables, mártires de la nueva construcción, que llaman a su madre para que les ayude a prolongar sus catorce años.

La ciudad no piensa en ellos el viernes por la tarde. Porque mañana es sábado.

Ricciardi caminaba hacia el Gambrinus pasando por la via Toledo y la tarde del viernes. Estaba seguro de que la conversación que mantendría dentro de poco con el hijo de Capece le proporcionaría los elementos necesarios para solucionar el homicidio de la duquesa. Caminaba entre la multitud, con las manos en los bolsillos, sin levantar los ojos, mientras reflexionaba sobre sí mismo y reconocía algunas emociones que hasta unas semanas antes le resultaban desconocidas.

Garzo, el subjefe de policía que no perdía ocasión para demostrar sus propias limitaciones, solía expresar un concepto que a Ricciardi siempre le había resultado particularmente soso: para comprender los procesos mentales de un delincuente, en cierto modo, había que pensar como él; por tanto había que ser delincuentes, al menos un poco.

Ahora, a la luz de los nuevos acontecimientos, el comisario rumiaba esa idea con preocupación, pues había entendido con lúcida certeza quién había matado a la duquesa de Camparino y porque él también debía de padecer la enfermedad que había culminado en delito. Los celos. Llamemos a las cosas por su nombre, pensó mientras esquivaba la mano tendida de un mendigo. He conocido otra perversión, la enésima corrupción del amor que conduce a la muerte, al asesinato. Y dado que la he conocido, puedo reconocerla.

El amor, el peor enemigo, recorre a menudo senderos sinuosos, pero los celos van rectos como una bala. Igual que el hambre, la otra gran generadora de delitos, los celos eran imprevisibles y violentos; pero sus raíces eran muy distintas, se hundían en la locura del egoísmo y la posesión. Y además sabían esperar.

Se encontró a Maione y Andrea sentados dentro, en silencio. El muchacho tenía la mirada perdida en el vacío, a saber qué pensamientos estaría persiguiendo; el policía tenía los ojos clavados en la puerta, esperando que la llegada del comisario acabara con la incomodidad de tener que vigilar a un sospechoso tan joven, para colmo vestido de paisano y en un lugar inusual. Entre ambos, encima de la mesa, como un argumento decisivo, se encontraba el paquete envuelto en papel de diario.

Ricciardi se sentó y pidió un café. Andrea no levantó la vista y no lo saludó. Maione se dispuso a hacer un saludo militar, después se acordó de que iba de paisano y se limitó a agitar la mano.

—Todo ha sido como usted dijo, comisario. La pistola estaba escondida detrás de un ladrillo, en la pared del sótano. Está limpia, parece que la utilizaron hace poco. El joven estaba en el colegio y ha venido conmigo sin protestar.

Sin levantar la vista, Andrea dijo:

—De modo que nos vigilaban. Incluso antes de venir a casa, nos vigilaban.

El tono era el de una simple constatación, no había juicio moral ni desaprobación alguna. Tampoco un reconocimiento de culpa. Ricciardi quiso aclarar el punto:

—No, no os vigilábamos. Hemos sido informados. Ésta es una ciudad donde nadie va a la suya, deberías saberlo. De todos modos no importa cómo nos enteramos, lo que importa es que tú escondiste la pistola de tu padre. ¿Por qué?

Finalmente Andrea miró a la cara al comisario y se encogió de hombros.

—Qué sé yo. Porque me gusta, porque quería presumir con mis amigos. Soy un chico, ¿no? Son cosas que hacen los chicos.

Ojos tristes, afligidos. Ricciardi pensó que hacía años que esos ojos no miraban como un chico. El robo de la infancia y la adolescencia todavía no es delito, reflexionó. Pero debería serlo.

—Escúchame bien, no es momento de juegos. Ya no. Se trata de algo muy serio. Nuestros peritos tardarán cinco minutos, tal vez menos, en demostrar que de esta pistola salió el casquillo que encontramos en el lugar del delito, y que, por tanto, disparó la bala que mató a la duquesa. Así que, por favor, no perdamos el tiempo.

Andrea seguía mirando al comisario con cara inexpresiva, los dientes apretados. Junto a su mesa pasó un grupo de muchachitas que reían ruidosamente. Ricciardi suavizó el tono.

—Te entiendo. Sea cual sea el motivo por el que escondiste la pistola, lo hiciste para salvar a tu familia, o lo que queda de ella. Ya lo has visto, no hemos venido a buscarte de uniforme, no te hemos llevado a la jefatura. Pero lo haremos si es necesario, porque un homicidio es un homicidio, y quienquiera que haya muerto…

El muchacho se inclinó hacia adelante, palideciendo y apretando los labios. Su cara asumió la expresión rabiosa del animal desesperado, obligado a atacar para defenderse. Su voz era un silbo.

—Quienquiera, dice. Pero ¿usted sabe quién era esa pobrecilla que murió asesinada? Era de las que por capricho se adueñó de la felicidad de toda una familia. Ahora lo ve llorar como un niño. Pero ¿sabía usted que ese hombre, sí, ese hombre, porque para mí ya no es mi padre, lleva meses sin venir a casa? Sí, ya sé lo que les ha dicho mi madre. Pero su locura también es producto del capricho que se dio la señora. Está muerta. Porque debía morir. Es todo.

Cuando terminó de hablar se apoyó en el respaldo y volvió a clavar la vista en la mesa. Maione dudó de lo que acababa de ver y oír, la metamorfosis había sido demasiado imprevista. Ricciardi habló con tono más duro:

—Piensa lo que quieras. Nosotros queremos saber quién disparó a la duquesa; y el hecho de que hayas ocultado la pistola nos dice claramente que lo sabes.

Siguió un largo silencio. Fuera comenzó a aumentar la multitud, el paseo de los viernes llegaba a su apogeo. Casi todas las tiendas estaban abiertas y las señoras con sus grandes abanicos se detenían delante de los escaparates para comentar precios y modelos de vestidos y sombreros. Andrea habló al fin.

—He sido yo. No aguantaba más la locura de mi madre, su llanto. No aguantaba más la vergüenza con la que nos ha cubierto mi padre; el hecho de que todos lo supieran, incluso en el colegio. No aguantaba más que mi hermana siguiera queriéndolo después de lo que hizo.

Otro silencio. Ricciardi observaba al muchacho, la mirada dura, los labios apretados. Como siempre, Maione parecía medio dormido; tras un instante fue él quien intervino.

—Así que esperaste que terminaran las clases y fuiste al palacio, ¿es así? Y entraste en la alcoba y disparaste a la duquesa que seguía durmiendo. Cuatro tiros le metiste y después te fuiste corriendo.

El muchacho asintió, sin dejar de mirar el vacío. Ricciardi lanzó una rápida mirada al sargento, invitándolo a continuar.

—A ver si lo entiendo, ¿cómo conseguiste huir después? ¿Cómo es posible que nadie te viera?

El muchacho contestó con voz firme, como si contara lo que había hecho esa misma mañana en el colegio:

—No había nadie. A lo mejor el vigilante estaba almorzando. Encontré el portón abierto, hacía calor, a esa hora en la calle no había un alma.

Maione sacudió la cabeza tristemente.

—Muchacho, la duquesa no murió de día; y le dispararon una sola vez. Ni siquiera murió en su alcoba. Todo esto no salió en los diarios, y por una vez es de agradecer a quien ha prescindido de la crónica negra. Tú no la mataste.

Andrea no cambió de expresión, como si no hubiese oído. Pero una lágrima se deslizó de pronto por su mejilla. Frustración, pensó Ricciardi.

—¿Qué quiere que le diga? Podría insistir, decir que me equivoqué. Tengo dieciséis años, la pena sería más leve, ¿no? Pero entonces volvería a equivocarme no una, sino varias veces, porque no estaba cuando esa perra murió. De modo que debo reconocerlo. Fue él. Fue mi padre.

Maione se acomodó en la silla. Por fin quedaba resuelto el caso; por una vez el asesino era el principal sospechoso. Se volvió hacia Ricciardi y, al reconocer su expresión, comprendió al instante que se equivocaba de medio a medio.

—No fue él. Tenemos su coartada, sabemos dónde estaba en el momento del delito. Y también sabemos quién lo hizo, a quién estás defendiendo. Pero nos lo tienes que decir. Para que no estés implicado en nada, para que salgas limpio de esta historia, para que podamos olvidar el hecho de que ocultaste la pistola. Y también porque debes entender que un delito es un delito, aunque quien lo cometa tal vez sea más inocente que la víctima. Entonces, ¿quién ha sido?

En el alegre bullicio del viernes, mientras la tarde se abría paso hacia la noche y la via Chiaia se llenaba de alboroto y esperanza, la cara de Andrea recuperó su edad y se entregó al dolor desesperado del llanto. Entre lágrimas miró a Ricciardi y dijo:

—¿No comprenden cuánto ha sufrido? ¿No ven que el dolor la ha hecho enloquecer? ¿Que no sabe lo que ha hecho ni nunca lo sabrá, pobre mamá?