Sofía Capece pensaba que su marido debía resignarse, no se libraría fácilmente de ella.
A lo largo de la noche se levantó varias veces para ver cómo dormía en el sofá del salón. No era como tenerlo otra vez en su cama, pero ella era de las que sabían esperar; había esperado mucho, de manera que no la asustaban los pocos días que la separaban aún de una vida otra vez normal. Porque Sofia estaba segura de una cosa: solo era cuestión de tiempo.
El sueño de Mario había sido muy agitado; lo oyó murmurar, dar vueltas y más vueltas, suspirar. En un momento dado tuvo la impresión de que lloraba. En su opinión, era buena señal; significaba que en su fuero interno se debatía, presa de un conflicto del que ella, Sofía, saldría vencedora. Además, la otra estaba muerta. Ya no existía.
Sin embargo, no era la solución que hubiese esperado; en innumerables ocasiones había soñado con que su marido, tras deshacer el sortilegio al que había sucumbido, regresaría contrito a casa por su propio pie, para pedir perdón por lo que había hecho. En su imaginación se veía condescendiente, dulce como siempre, dispuesta a acogerlo en casa y en su lecho, para ofrecerle el calor doméstico que quizá hubiese olvidado y que, sin duda, echaba en falta, aunque no quisiera reconocerlo. Para eso seguía siendo su esposa. Ante Dios había jurado amarlo y respetarlo por el resto de sus días.
Sonrió mientras ahuecaba el cojín y lo dejaba en el sofá. Mario había salido antes del amanecer, ella había oído sus pasos en la escalera y en la calle. Pero tenía la corazonada de que regresaría. Además, ¿adónde iba a ir? Ésa era su casa, era su familia. Se le acercó su hijo para despedirse con un beso, se iba al colegio, al curso preparatorio de verano; era un chico del que cualquier padre habría estado orgulloso, y Sofia pensó que cada día se le parecía más y que ése era otro motivo para que regresara. Le recomendó que volviese temprano, porque tal vez su padre almorzaría en casa.
Como se había dado media vuelta para meterse en la cocina no vio la mueca que hizo Andrea. Mejor así, porque todo ese odio la habría asustado.
Maione había buscado un lugar a la sombra de un portón, precisamente delante de donde el comisario le había indicado ir. El calor era francamente infernal; dentro del zaguán no corría ni un soplo de aire, fuera, el sol era insoportable; por ello, el sargento, vestido de paisano, tal como su superior le había mandado, se había puesto en el umbral de la entrada del edificio. Aunque sospechaba que esa colocación era la peor, pues reunía los defectos de las otras dos. Se abanicaba con el sombrero, de vez en cuando se secaba la frente con el pañuelo y cada dos minutos sacaba el reloj del bolsillo para descubrir que el tiempo transcurría con una lentitud exasperante; el calor también lo afecta a él, pensó.
A escasos metros había un carrito de helados; evidentemente, el vendedor pensó que en lugar de ir a la cercana Villa Nazionale, donde la competencia era mayor, convenía situarse allí; al cabo de poco se llenaría de chicos, en su mayoría de la clase pudiente, con dinero en el bolsillo y muy, muy hambrientos.
Maione no estaba menos hambriento que ellos; en una decena de ocasiones metió la mano en el bolsillo para sacar el monedero y los diez céntimos que costaba un cucurucho refrescante y sabroso del que habría dado cuenta en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, aunque vestido de civil, se encontraba allí para trabajar y no quería distracciones. Cada vez que le entraba el hambre y pensaba en comer, ante sus ojos surgía la imagen de Ciruzzo, el verdulero, flaco como un palillo y sonriente, y oía la voz de la estúpida de Lucia que comentaba que lo veía muy en forma a pesar de tener su misma edad. ¿Y eso qué tiene que ver?, pensó. Cada cual tiene su constitución. Además, con mi peso, puedo sentarme encima de él y aplastarlo. La idea lo hizo sonreír.
Echó otro vistazo al reloj, no debía de faltar mucho. Había caminado un buen trecho, pero no le importaba, se sentía un hombre de acción, eso de estar sentado en los despachos interrogando a la gente no era para él. Había pasado delante de la casa de los Capece y de ahí había ido al lugar que el comisario le había indicado: una puertecita en un callejón sin salida que llevaba a un sótano húmedo y sucio. A tientas había buscado en la pared un ladrillo suelto, alumbrándose con unos fósforos; se había ensuciado las manos y tras lavárselas en una fuente, había aprovechado para refrescarse la cara. Tardó lo suyo, pero encontró algo, tal como Ricciardi le había dicho. Le preguntó cómo se había enterado y el comisario había escurrido el bulto; según Maione se trataba de otro regalito conseguido tras la visita a los fascistas. El hecho era que él estaba esperando a un posible asesino y a alguien que ocultaba pruebas, y que bajo el brazo llevaba una pistola Beretta 7.65 envuelta en papel de diario, probablemente la que se había usado para matar a la duquesa Adriana Musso de Camparino.
Ricciardi levantó la vista del impreso que estaba rellenado y miró el reloj: ya casi era la hora. El sol de primeras horas de la tarde no daba tregua y había pocos viandantes. Por la ventana del despacho entraban los gritos de las gaviotas y, de vez en cuando, las sirenas de los barcos del puerto.
Pensó que no estaría mal partir. En un barco cualquiera, quizá un mercante, hacia un país lejano. Nueva vida, nuevos paisajes, nuevas circunstancias. Sin embargo, alguien como él, reflexionó, no tenía adonde huir. En todas partes los muertos hablan el mismo idioma, y repiten obtusamente el último pensamiento; habrían envenenado su aliento allí donde fuese. Podía huir de todo y de todos, pero no de sí mismo, ésa era su condena. Por la puerta abierta para que el aire circulara un poco atisbaba al ladrón muerto. «Yo no vuelvo ahí dentro», repetía como siempre. Por el agujero chamuscado de la sien se escurrían la sangre y parte de los sesos. Nunca dejaréis de perseguirme, pensó Ricciardi. Nunca.
Se levantó lanzando un suspiro; debía reunirse con Maione y su invitado.
Rosa se quitó las agujas y el sombrero, acalorada pero contenta. No estaba acostumbrada a salir de casa por la tarde, especialmente en el mes de agosto, pero las circunstancias lo exigían.
Recordaba que cuando el señorito era niño, en el pueblo había un grupo de granujas que no lo dejaban en paz; nada peligroso, desde luego: se reían de él cuando lo veían pasar, le proponían juegos para después dejarlo solo en la oscuridad o en campo abierto. Luigi Alfredo sufría mucho aunque no decía palabra, y ella lo intuía porque cada vez que regresaba a casa tras encontrarse con ellos tenía la mirada triste. Un día tomó la iniciativa y se enfrentó al jefe de la pandilla, un muchachote grande y fornido que no respetaba a nadie; al principio se lo pidió de buenas maneras, después, al oír su carcajada desdeñosa, se vio obligada a pasar a mayores y propinarle un par de sonoras bofetadas. A partir de aquel día nadie más volvió a tomarle el pelo al señorito, pero dejaron de buscar su compañía; tal vez el remedio había sido peor que la enfermedad.
Ésta ocasión sería bien distinta: no infundiría temor a nadie, tampoco entraría en contacto directo con quien, consciente o inconscientemente, hacía sufrir a su niño. Había recurrido a la peluquera, una táctica necesaria pero peligrosa; confiaba en haber comprado la discreción de la mujer, aunque el precio en dinero había sido considerablemente elevado. Sin embargo, las noticias llegaron puntualmente, y, una vez más, se trataba de buenas noticias.
Enrica, la hija mayor de los Colombo, no soportaba al hombre que sus padres trataban de imponerle; eso ya era sabido. Y no tenía la menor intención de verse con él a solas, por lo que limitaba los encuentros a los estrictamente inevitables; eso era todavía mejor.
La gran noticia de la que acababa de enterarse una hora antes, en la cocina de la peluquera, mientras de una olla que hervía en la estufa salía un hedor tremendo a cebollas y coliflor y la temperatura superaba sin duda los cincuenta grados, era que igual que Ricciardi la miraba a ella, ella miraba a Ricciardi. O mejor dicho, se dejaba observar mientras bordaba presa de la inquietud y la ternura. Y, según se había enterado Rosa maravillada, de eso hacía más de un año, lo que explicaba por qué todas las noches, en cuanto terminaba de cenar, el señorito se retiraba a toda prisa a su dormitorio. A la muchacha le costaba abrirse, según le había dicho la peluquera, en un intento evidente de conseguir más dinero. Pero opinaba que a la señorita Colombo le agradaba más el comisario Ricciardi, y que lo mejor era que éste se presentara a la familia, sin perder más tiempo, antes de que el señor Russo se pronunciara formalmente; lo cierto era que, según la peluquera, que se lo había cruzado en las escaleras, el hombre no era nada feo, y, por lo que se comentaba, era rico.
Rosa encontraría la manera de inducir al señorito a que hiciera algo, en lugar de esperar en silencio como tenía costumbre; pero ¿cómo lo conseguiría si de él no salía una sola palabra, una sola confidencia? Y había otra cosa rara: la señorita Colombo había hablado de una mujer a la que había visto con Ricciardi. Una mujer descrita como vulgar y un tanto madura, vestida de forma llamativa y vistosa; después de traducir la jerga utilizada por las peluqueras y las muchachas enamoradas, Rosa intuyó que se trataba de una mujer hermosa y cortejada, que lucía trajes suntuosos y elegantes. ¿Quién sería? Y sobre todo, se preguntaba Rosa, ¿por qué si se codeaba con una señora así, a Luigi Alfredo se lo veía tan infeliz?
Maione esperaba a Ricciardi sentado a una mesa del Gambrinus mientras sudaba copiosamente. La persona que tenía sentada enfrente, delante de un vaso de gaseosa que se iba calentando, lo incomodaba.
No era fácil que el sargento se sintiera incómodo ante un sospechoso; la costumbre de enfrentarse a individuos que después habían resultado culpables de todo tipo de delitos, la vida transcurrida en la calle, el hambre y la miseria habían sido los maestros del hombre y del policía que había llegado a ser. Había visto de todo y lo contrario de todo. Pero ahora no sabía qué pensar del joven Andrea Capece.
Lo esperó delante de la escuela, lo vio salir como a los demás muchachos, que se reunían bajo el sol de verano, libres al fin de obligaciones, con la perspectiva de un sábado de diversión y descanso. Caminaba al lado de una chica que lo miraba mientras le hablaba sin parar, cargando los libros atados con una correa; apreció una vez más la sensibilidad de Ricciardi, que le había pedido que fuera de paisano para evitarle al joven los chismorreos de sus compañeros. Fue hacia él, le tocó levemente el brazo para llamar su atención; el sargento se dio cuenta de que lo había reconocido y procuró observar qué pasaba por la mirada del chico, por su frente, donde buscó los signos habituales del miedo y la sorpresa del animal que cae en la trampa; pero no vio nada de todo eso.
Vio que la sonrisa y la despreocupación daban paso a una profunda tristeza, antigua y dolorosa, de adulto; y también el destello de algo parecido al orgullo. Ni sombra de arrepentimiento o pesar. Sus ojos tristes sobrevolaron el paquete envuelto en papel de periódico, sus hombros se curvaron imperceptiblemente bajo el peso de lo que ocurriría; se despidió de la chica, que se había inclinado ante Maione pensando que se trataba de un pariente y se había marchado sin dejar de sonreír.
Recorrieron el trayecto en silencio; el adulto no sabía qué decir, el muchacho no quería decir nada. Llegaron al Gambrinus, según lo convenido con el comisario, y se sentaron a una mesa. Maione le preguntó a Andrea si quería tomar algo y el muchacho negó con la cabeza, sonriendo melancólico. Entonces el sargento pidió un café y una gaseosa, que el joven no probó, y ahora esperaban a Ricciardi, que no había querido recibir a Andrea en la jefatura.
Maione no estaba seguro de querer presenciar ese interrogatorio, porque tenía un hijo de la misma edad, que se había hecho mayor tras la muerte de Luca. Pensó que a los dieciséis años, en los ojos no debería haber tristeza.