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Capece notó la dentellada de los celos cuando soñó con el joven que sonreía a Adriana en el teatro, y se despertó sobresaltado. Se quedó un buen rato mirando a su alrededor sin reconocer el lugar donde se encontraba; curioso, porque se trataba de su casa.

Mi casa, pensó con amargura. Ésta no es mi casa. No es mi lugar. Cada cual tiene un lugar, reflexionó como hacemos nada más despertarnos, ociosamente, con un pie en el sueño y otro en la realidad que se deja reconocer poco a poco; y éste no es mi lugar. Mi lugar está al lado de Adriana, al lado de mi amor; si ella ya no está aquí, yo tampoco tengo un lugar en el que estar.

La noche anterior se había pasado horas en el balcón, hasta que su esposa se convenció de que no tenía ganas de hablar con ella y se retiró a su cuarto. Él se había acostado en el sofá y se había dormido, vencido por la sucesión de acontecimientos y fuertes impresiones de los últimos días, sumiéndose en un sueño agitado e intranquilo. No recordaba lo que había soñado, salvo los detalles más cercanos al despertar, la mirada que había descubierto entre su amante y el joven admirador del teatro, el que había provocado la última y encendida discusión. Mientras el amanecer se abría paso en la habitación prometiendo otro día de calor asfixiante, Capece revivió por enésima vez lo que sintió al notar la dentellada en el estómago, la sangre que le subía a la cabeza, la rabia incontrolable. Y unas ansias ciegas de destruir, de matar.

En la penumbra se miró la mano. Y lloró en silencio.

Cuando el primer rayo de sol atravesó la plaza del ayuntamiento y el cristal de la ventana, inundando la oficina, Ricciardi ya estaba sentado a su escritorio. Prácticamente no había dormido a causa del ruido de mar gruesa de sus emociones, que en su interior pugnaban con la conclusión a la que había llegado en relación con el homicidio Camparino; por eso se había levantado cuando aún no había amanecido para llegar a la jefatura de policía desierta y encontrarse con que el guardia de la entrada, que dormitaba en la silla, ni siquiera lo veía entrar; lo recibieron los dos muertos de las escaleras, ocupados en su perenne representación del dolor, pero él ya no les hacía caso.

Esperó a Maione para decidir la estrategia. No podían equivocarse, un movimiento en falso y no podrían reunir definitivamente los elementos de prueba necesarios. El sargento también madrugaba, aunque no tanto como su superior, y Ricciardi podría indicarle las instrucciones que tenía en mente dentro de los plazos legales.

Engañó la espera poniéndose al día con el trabajo de despacho que había descuidado en los últimos días; estaba enfrascado cumplimentando un atestado cuando oyó llamar suavemente a la puerta. Por fin, pensó. Y dijo:

—¡Adelante, pasa!

Se abrió apenas la puerta y Ricciardi se sorprendió al ver asomar a Livia, más seductora que nunca, que le sonreía desde el umbral mostrándole un cucurucho que llevaba en la mano.

—Buenos días, he venido a traerle el desayuno a un tal comisario Ricciardi que, según me dicen, es el hombre más fascinante de la jefatura. ¿Sabría usted indicarme dónde está su despacho?

Vestía una chaqueta ligera que recordaba la blusa de un marinero, de color azul oscuro con vueltas blancas; el motivo se repetía en la falda tres cuartos, ajustada a las caderas, que dejaba ver parte de las piernas enfundadas en medias blancas de seda. La camisa, con el cuello desabrochado, permitía adivinar el espléndido escote de la mujer; el sombrerito cloche ocultaba en parte el cabello corto que enmarcaba el rostro ligeramente maquillado e iluminado en ese momento por una sonrisa maravillosa.

Ricciardi, que se había quedado sin aliento, se levantó y le indicó que entrara. Tras recuperar la serenidad dijo:

—¿Qué haces tú aquí, a estas horas? ¿No estás de vacaciones?

Livia rió, se acomodó en la silla delante del escritorio y se puso a abrir el envoltorio.

—¿De vacaciones? Cuando una tiene que vérselas con alguien como tú, y trata de hacer amistad, el descanso queda descartado. A ti hay que perseguirte, porque si te espero, corro el riesgo de convertirme en una vieja horrible. No me queda mucho tiempo, la verdad.

Ricciardi no estaba acostumbrado a ese tipo de flirteos y se sintió francamente incómodo.

—No me parece oportuno que vengas a la jefatura. No es un lugar adecuado para una señora. Está lleno de delincuentes y policías, no sé cuáles son peores. Y creo que te queda mucho tiempo antes de hacerte fe… vieja, quiero decir.

Livia abrió bien los ojos, se llevó la mano al cuello fingiendo sorpresa y escándalo y dijo:

—¡No doy crédito a mis oídos! ¿Acaso el comisario Ricciardi, el hombre menos galante del sur de Italia, ha estado a punto de hacerme un cumplido? ¡Imposible! Seguro que no me he despertado todavía y estoy soñando.

Ricciardi sacudió la cabeza y sonrió de mala gana.

—En fin, siempre acabas saliéndote con la tuya. Por cierto, en relación con lo de la otra noche, no puedes decir que no te había avisado que relacionarte con alguien como yo puede resultar peligroso. De todos modos, eran cuatro enardecidos que…

Livia lo interrumpió posando su mano en la de él. Para Ricciardi aquel contacto cálido y palpitante no fue en absoluto desagradable. Mirándolo a los ojos, le dijo:

—No me digas nada. Soy una mujer adulta que decide lo que quiere y lo que no quiere hacer, y que sabe dónde se mete. No vayas a creer que de donde yo vengo las cosas son muy distintas. En estos tiempos, los delincuentes cuando delinquen eligen una bandera. No te preocupes por mí. Soy yo la que está preocupada por ti. Si quieres, puedo llamar a Roma y hablar con…, conozco a ciertas personas muy influyentes. Puedo conseguir que nadie te importune, ni ahora ni nunca. No tienes más que pedírmelo.

Ricciardi respondió con decisión:

—Ni en sueños. Dejando de lado el hecho de que no tengo nada que temer, sé muy bien cómo cuidarme. Ya he tomado las medidas del caso, no volverá a ocurrir.

Livia suspiró aliviada.

—Entonces no me queda más que pensar en tu estómago; mira lo que te he traído, cuatro sfogliatella como las que a ti te gustan, bien calentitas. ¿Cómo se llama la tienda de la esquina? Ah, sí, Pintauro. Está abierta a esta hora de la mañana. No fui la primera cliente, a juzgar por lo que me dijo el cajero, además de hacerme un montón de cumplidos. Anda, sírvete una.

Maione se asomó a la puerta en el preciso instante en que Livia acercaba una pasta humeante y perfumada a Ricciardi, que estaba de pie, a su lado. El sargento abrió los ojos como platos y miró a Livia, la pasta, a Ricciardi y de nuevo la pasta. Después resopló y tendió los brazos.

—¡No hay derecho, esto se ha convertido en una persecución! ¡En esta ciudad se come de la mañana a la noche en cuanto yo aparezco! Comisario, ¿desde cuándo ha comido usted en esta oficina a primera hora de la mañana? Y hay que ver, señora, sabrá perdonarme, pero ¿no se da cuenta de que las sfogliatella se huelen hasta en las escaleras? ¡Pensé que tenía alucinaciones! ¡Por favor, que nosotros aquí venimos a trabajar!

Livia miró a Ricciardi con la sfogliatella en el aire, sorprendida por la soflama del sargento. El comisario se encogió de hombros.

—Por fin has llegado, Maione. La señora pasaba por aquí y subió a saludar. Fíjate tú que casualmente acababa de decirme: «¿Cuándo llega el sargento Maione? He traído una sfogliatella también para él». Y yo le estaba diciendo que ya deberías estar aquí.

Maione observó la mano de Livia y la pasta como si se dispusiera a abalanzarse sobre ambas y comérselas a bocados.

—No, gracias, señora, pero a estas horas todavía tengo el estómago cerrado. Se despierta mucho después que yo. Y discúlpeme por lo de antes, con este calor no pego ojo y ando siempre nervioso. Usted dirá, comisario.

Ricciardi había rodeado su escritorio para sentarse en su sitio.

—Un momento, Raffaele. A lo mejor la señora Livia puede echarnos una mano. Pasa y siéntate tú también.

Maione se acomodó al lado de Livia, que miraba a Ricciardi electrizada ante la perspectiva de verse implicada en sus pensamientos. Cuanto más constataba la dificultad de sintonizar con aquel hombre misterioso, mayor era la atracción irresistible que sentía por él.

—Escúchame bien, Livia. Imagina que estás enamorada, muy enamorada de un hombre. Y que crees que él es solo tuyo, y para siempre. Y de pronto notas algo, una mirada, una palabra, algo que te hace pensar que puedes perderlo, que puede marcharse con otra. ¿Qué sentirías, qué harías?

Maione observaba a Ricciardi intrigado. De inmediato pensó que quería reconstruir la sensación de Capece, la situación en la que se había encontrado en el teatro. No andaba del todo desencaminado, pensó, cuando le preguntaba a Livia; necesitaba a alguien de ese mismo ambiente, de ese mundo de lujos y sin hambre para comprender cómo había podido reaccionar el periodista ante la perspectiva de perder a la mujer que amaba.

Livia, por su parte, notó que se le aceleraba el corazón: por fin Ricciardi hablaba de amor. De acuerdo, no era el lugar más adecuado, había esperado una velada a la luz de las velas, en un restaurante de la playa, por ejemplo. Además, contaban con testigos, el hirsuto sargento que se comportaba de forma tan rara. Pero en fin, se hablaba de amor, y quizá había elegido ese lugar porque allí se sentía más seguro, menos vulnerable. Le sonrió.

—Estaría dispuesta a luchar por él con todas mis armas. Lucharía con todo mi ser, sin darle tregua. Jamás.

Ricciardi la miraba a los ojos.

—Eso si tuvieras tiempo de pensar, de acuerdo. Pero ¿qué harías en el momento, si te dieras cuenta de que entre la felicidad y tú, entre el amor y tú, se interpone alguien? ¿Y si creyeras que, eliminado ese alguien, recuperarías a tu amor y nadie podría quitártelo?

Siguió un instante de silencio. Maione trataba de imaginarse a Capece aquella noche, en el Salone Margherita, en el instante en que había bofeteado a la duquesa delante de todos y después le había arrancado el anillo de la mano. La escena demostraba una pérdida de control y una nueva determinación, una nueva desesperación.

Por su parte, Livia pensaba que Ricciardi quería entender cómo era ella, si su aspecto aristocrático y moderno ocultaba la fuerza, la espontaneidad de una mujer del sur, a las que él estaba acostumbrado. No quería decepcionarlo, no obstante, sabía que era fogosa y pasional por naturaleza, de modo que no le costó ningún esfuerzo ser sincera. Bajó la voz, entrecerró apenas los ojos y dijo:

—Imagino que sería capaz de hacer de todo por el hombre que amo. De todo. Hasta las cosas más deleznables. Sería incluso capaz de cometer un delito.

La palabra cayó entre ellos con un estrépito enorme. Guardaron silencio mientras sopesaban la frase de Livia desde distintos puntos de vista. Tras unos instantes, Ricciardi le dijo al sargento:

—Maione, tengo que pedirte que vayas a cambiarte otra vez. Vestido de paisano irás a un lugar que te diré cuando regreses. Deberás retirar un paquete.

Maione se levantó, hizo una leve reverencia a Livia y salió. Ricciardi se volvió a la mujer y le dijo:

—Gracias, Livia. Me has sido de gran ayuda, no te lo puedes imaginar. Ahora debes irte, tengo asuntos urgentes y muy importantes que atender.

La mujer suspiró y se puso de pie.

—Me estás echando, ni más ni menos como haces siempre. Te advierto que no soy de las que se da fácilmente por vencida. Y no suele ocurrirme a menudo lo de querer conocer mejor a alguien. De modo que resígnate, no te librarás de mí así como así.

Dicho lo cual, salió. Por la puerta entreabierta Ricciardi vio que un abogado al volverse para mirarla mejor tropezó y cayó al suelo envuelto en una cascada de legajos y documentos.